Llego tarde al tema, como siempre, pero llego. El asunto es que no tengo claro de qué tema se trata.
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En enero de este año el comediante Dave Chapelle abrió Saturday Night Live con un monólogo donde lo primero que dijo fue que él no quería estar allí. Ya había sido host del programa tres veces y se había prometido que no iba a ir más. ¿Para qué? Le daba pereza desempolvar sus viejos chistes sobre Trump. Con otras palabras, insinuó la fatiga de ciertos materiales.
Pero el productor fue insistente, no paraba de llamarlo y de entusiasmarlo y al final lo convenció: Chapelle le dijo que sí, y colgó el teléfono con la sensación de haberse traicionado a sí mismo.
“Esa misma noche”, relató, “la ciudad de Los Ángeles empezó a arder”.
Hace poco recordaba yo esto, y recordaba los incendios californianos, porque me había prometido a mí mismo no gastar dinero en libros que luego podía encontrar gratis en bibliotecas. No tirar cerdos a los euros. Pero tuve una recaída y me hice un adelantado autorregalo de cumpleaños: entré a la FNAC de Guillem de Castro y adquirí la más reciente novela de James Ellroy, Los seductores (Random House, 2025).
Ese mismo día, horas después, mataron de un balazo a Charlie Kirk en Utah.
No, ni Chapelle ni yo somos tan importantes (yo mucho menos que él, pero ustedes me entienden). Yo ni siquiera sabía quién era Kirk, Dave Chapelle ni siquiera vive en Los Ángeles. Sin embargo, a veces la broma del pensamiento mágico no es ninguna broma.
El mejor stand-up comedy es autoficción y ensayo. Lo reformulo: ensayo de autofricción.
Ensayo a la manera de “ensayar” maniobras bélicas.
Fricción donde el yo se quiebra, a golpe de rozamientos o rizamientos, y se hace astillas convexas: cristal de prismáticos para otear, desde la distancia (es importante la distancia), las líneas del paisaje por donde se abre paso el fuego o los circuitos donde cortocircuita la sangre.
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Una amiga me manda una foto desde París: posa al lado de James Ellroy. Se lo ha encontrado en el Festival America.
May I take a photo with you, please?
El perro diabólico del policial norteamericano tiene una gorrita negra cubriéndole la calva y sujeta con ambos brazos el torso de mi amiga. Parece que apoya casi todo el peso sobre ella, como si estuviera a punto de caerse.
Ella parece la inmigrante latina cuyo trabajo es cuidar del anciano descarado.
Va para 80, Ellroy.
“No tengo que bañarlo” —imagino que me escribe, aunque en realidad me escribe otra cosa: algo sobre ladridos y entrevistas—. “Sólo lo saco a pasear, a tomar el sol, y él me habla de conspiraciones”.
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Salvo con las novelas de su primera etapa, herederas del noir clásico (con el propósito de “fortalecer su cerebro” tras sobrevivir a la politoxicomanía —cuenta el escritor en sus oscurísimas memorias, My Dark Places—, el joven que allanaba mansiones para robar ropa interior femenina empezó a allanar bibliotecas para memorizar páginas enteras de Raymond Chandler y Ross MacDonald), yo siempre me he perdido en las tramas politoxicómanas de James Ellroy.
Demasiados personajes, entre los personajes reales ficcionalizados y los personajes de ficción que a menudo no se entiende bien de qué lado están o a cuántas bandas juegan, a quién extorsionan, qué arborescencia mafiosa los cubre de arañazos.
Demasiadas agencias federales, departamentos policiales, estructuras de corrupción. Demasiados hilos de los que tirar. Y todo muy entretejido a lo largo de demasiadas páginas.
La traducción de sus libros al madrileño tampoco es que ayude mucho.
¿Cómo no perder la concentración lectora al encontrar un “jodidos pringados” donde el texto original dice —yo tengo la manía masoquista de cotejar— “you fucking losers”?
Pero si me voy enteramente al original, he descubierto que me pierdo aún más. Mi inglés es vegano.
¿Por qué, entonces, sigo consumiendo esta morbosa literEllroy que tan lejana me resulta a veces?
Porque por encima del inevitable lost in translation, pervive y aún se puede captar cierta música del espasmo, como un jazz del jadeo: la lengua del perro.
En ese sentido, Los seductores no defrauda. Seduce el modo borrador de la prosa, la cadencia lograda a partir de un trabajo a presión con los paratextos del género: profiling forense, fichas psiquiátricas, cuadernos de campo urbano, notas de seguimiento, briefings de inteligencia, reportes con líneas tachadas en negro por quién sabe quién.
Y ese color negro contrastando en modo vintage con el archivo txt del cotilleo más amarillista, barroquizado con aliteraciones, a ratos underground y fanzinero, pero siempre políticamente incorrecto.
Siempre fetichista.
Siempre lado B.
Digamos que, si bien un título como Los seductores desperdicia el matiz de brujería presente en el título original de Ellroy —The Enchanters—, esa brujería se recupera muy pronto. Desde las primeras páginas.
Y el encantamiento, como ya se sabe, tiene mucho de contrahipnosis masiva.
Hold that thought.
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Hace cosa de tres años, Dave Chapelle fue atacado en el Hollywood Bowl. Estaba actuando en el festival Netflix Is a Joke cuando el asesino de Charlie Kirk se abalanzó sobre él.
No se llamaba Tyler Robinson, sino Isaiah Lee. No estaba armado con un fusil, sino un cuchillo. Pero es igual: era el asesino de Charlie Kirk.
Quería que Chapelle se diera cuenta de que “las palabras tienen consecuencias”, declaró.
En su ensayo Morir de pie. Estados Unidos ante el espejo del stand-up (Debate, 2024), el periodista Edu Galán describe al cómico monologuista como la quinta encarnación de ese arquetipo llamado Hombre Público Norteamericano.
Las cuatro encarnaciones previas serían el profeta, el charlatán de los medicine shows —paroxismo de la figura del vendedor—, el colono y el político.
Charlie Kirk no murió de pie, pero también hacía stand-up. Al menos, cultivaba esa variante del género que se conoce como crowd work, que es cuando el monologuista usa el diálogo con el público para pertrechar de municiones su monólogo.
Charlie Kirk reunía las cinco encarnaciones del Hombre Público Norteamericano en una sola pieza. Como matrioskas magnéticas.
El lado B del Hombre Público Norteamericano, leemos en Morir de pie, sería otro arquetipo: el Hombre Oculto Norteamericano.
Puestos a contar: tendríamos cinco encantamientos, por un lado, y dos modelos de seducción enfrentados, por el otro.
Quizás se pueda formular al revés, da igual.
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En mi top five de Ellroy está Blood’s a Rover (2009). Sangre vagabunda. Encabeza esta novela un exergo con estos versos de Alfred E. Housman:
Clay lies still, but blood’s a rover;
Breath’s a ware that will no keep.
Up, lad; when the journey’s over
There’ll be time enough to sleep.
El barro reposa, pero la sangre es vagabunda.
El barro se queda quieto: errante es la sangre.
Entre los múltiples journeys tramados en Blood’s a Rover hay incursiones clandestinas de cubanoamericanos a las costas del archipiélago. No son mercenarios: son espontáneos puestos de dexedrina y dolidos por la derrota de Girón.
Llegan en lancha en medio de la noche, atacan a los guardafronteras, les arrancan las cabelleras y regresan con la misma a la Florida de finales de los 60. A eso dedican el tiempo libre. Coleccionan cabelleras castristas como trofeos, como los sioux, como los apaches.
El verdadero cuban-american es el native-american. El verdadero native-american es el cuban-american. Agentes dobles.
Uno de los protagonistas, Wayne Tedrow, un doble agente que entre una novela y otra de Ellroy ha escalado posiciones, tanto en el FBI como en la mafia, es ajeno a esas payasadas. Las consiente durante un tiempo, hasta que se harta. Su cabeza triangula otros planes, líneas menos provincianas: de Las Vegas a Saigón, por ejemplo, dos vértices que han de converger en la heroína.
“Mientras trabajen para mí”, les advierte a los cubanos, “se acabaron las incursiones a la isla”.
A continuación, agarra las cabelleras que tienen colgadas en una tendedera y las frota contra sus rostros. El barro con sangre coagulada fluye nuevamente y los embarra. Ellos guardan un silencio ritual.
“Viva Fidel, you fucking lowlifes”, les dice Wayne.
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Freddy Otash, el detective de Los seductores, está basado en el Freddy Otash real, el real fixer de Hollywood que fuera contratado por un cuñado de los Kennedy para investigar la muerte de Marilyn Monroe.
La actriz de la novela es una rubia insulsa. Una Marilyn que no participa de la doctrina Monroe. La seducción no pasa por ahí.
La actriz es la M masculina de la multitud y Otash es un tipo que se autodenomina “imán de mierda”: Shit Magnet.
Frente a los magnetismos simbólico-narrativos, la shitmagnetización.
Con el cadáver de la actriz frente a él, todavía caliente entre las sábanas, Otash memoriza el contenido de los cajones de las prendas íntimas y examina los micrófonos ocultos en su habitación.
Sobre la cama no hay un cuerpo, sino un tejido. Un cableado. No importan el peróxido ni la curvatura de los órganos, sino el sistema circulatorio.
Habían puesto otros micrófonos donde estaban los micrófonos que había puesto Otash, quien a su vez, en su momento, había quitado otros micrófonos para poner los suyos.
En las novelas de James Ellroy hay más archivos y escuchas que caracteres con espacios.
El narrador de Sangre vagabunda nos decía:
“Espié cuatro años de nuestra historia. Fue una larga vigilancia móvil y un chantaje de patada en la puerta. Tenía licencia para robar y libertad de acción. Seguí a gente. Pinché teléfonos, grabé conversaciones y recorrí en elipses los grandes acontecimientos. Me mantuve en la sombra. Mi vigilancia enlaza el Entonces con el Ahora de una manera nunca antes revelada”.
La palabra que obsesiona a Otash en Los seductores es “convergencia”.
Los detectives de Ellroy siempre tienen un pie en el caso que investigan (pero ya no se investiga para solucionar nada: se investiga siempre contra otra investigación) y otro pie en la narración como teoría de grafos.
En última instancia, el caso (el grafo) es la Historia.
Y eso es lo que me ha llevado a pensar —aunque sus novelas no aborden el presente, y el presente para él es todo lo que vino después de Watergate— que un personaje como Charlie Kirk tiene toda la percha de los personajes “históricos” de Ellroy.
O narras desde el barro, sobre la arcilla inmóvil de los restos humanos, o narras cómo circula la sangre.
Es posible que detestara a los transexuales, pero cuando Kirk se miraba en el espejo quizás miraba a una Marilyn del Montón (esto lo firmaría el aliterativo Ellroy, que sin duda la detesta y por eso la escribe).
Transgenerismos transhistóricos, más que arquetipos.
En última instancia, lo que importa no es atrapar al Hombre Oculto Norteamericano, el mismo que poco antes erró la bala que iba a partirle el cuello de Trump. La bala que decía, como el Terminator republicano: I’ll be back.
Todo son repeticiones. Hollywood como el espejismo que aparece y desaparece lo mismo en el Bible Belt que en el Bible Bowl que en el desierto de Utah. Como un festival de comedia: America is a Joke.
Y es, por lo tanto, donde se dicen las mayores verdades.
Importa preguntarse (o al menos dudar) si no habría que dar gracias a Dios porque el asesino solo disparara contra un hombre y no ametrallara, además, medio campus universitario al grito de No More Reels.
Please No More Hot Takes.
En un libro anterior de Ellroy, Ola de crímenes, releo este fragmento que es otra muestra de la operatoria del narrador policial:
“Conexiones encubiertas. Contaminaciones catalogadas en papel carbón quemado. Secretos perdidos en el humo. La contaminación de la que fui testigo. La confabulación que intenté contener. Las revueltas ramificaciones que aún hoy embisten Los Ángeles”.
Donde dice Los Ángeles, léase Estados Unidos.
Donde dice contaminación, conexiones, secretos en el humo: la ramificación de los incendios que embistieron a Dave Chapelle de una costa a otra costa.
El papel de la ficción quema y se extiende.
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Una amiga me manda una foto desde París: posa al lado del autor de The Enchanters. Se lo ha encontrado en el Festival America.
May I interview you, please?
El autor de Blood’s a Rover tiene una gorrita negra cubriéndole la calva y sujeta con ambos brazos el torso de mi amiga. Parece que apoya casi todo el peso sobre ella, como si estuviera a punto de caerse.
El viejo probablemente ignora que esa mujer, filóloga, tres generaciones menor que él, nació y creció en un archipiélago de sangre apenas contenido por las mismas costas donde ciertos personajes secundarios, nacidos de su pluma, arrancaban cabelleras.
“Pregúntale esto al perro” —imagino que le escribo, aunque en realidad le escribo otra cosa—. “Pregúntale qué opina de la cita de Alfred E. Housman que te voy a pegar aquí, tomada del artículo The Application of Thought to Textual Criticism (1921) y reformateada en versos”:
A textual critic engaged upon his business
Is not at all like Newton investigating
The motions of the planets:
He is much more like a dog hunting
For fleas.