Luego de este paréntesis al que nos obligó la publicación de Lenguaje Sucio I y II. Narraciones críticas sobre el Arte Cubano, a manos de Editorial Hypermedia, y su doble presentación en Miami y en La Habana, volvemos a este espacio de crítica, pensamiento e interpelación discursiva con un texto firmado por Mabel Llevat Soy.
Hablamos de una crítico de arte fustigante y con carácter, que sabe leer más allá de la evidencia y problematizar sobre los sentidos ocultos en el espacio corporal de las obras.
Residente en Barcelona hace ya muchos años, Mabel alternó la mirada crítica con la de una fotógrafa sofisticada y expectante en el registro de situaciones urbanas atrapadas en el tejido frondoso de una relación especular entre el ojo y la captura. Ahora vuelve en su rol de crítico y de curadora, y lo hace para quedarse.
Con esta lectura, entre crítica-cultural y crítica-artística, sobre la muestra Herederos de Hatuey, le doy la bienvenida a Mabel y le deseo todo el éxito en esta vuelta tan lúcida como necesaria.
“Esta exposición es —afirma Mabel— muy ecléctica, pero aquellas voces de mayor lucidez presentan un imaginario creado por la circulación de ideas, de gente en movimiento que se modifica con el paso del tiempo y que se libera de la condena a lo que solo se quiere ver de él y se pregunta: ¿Es verdad que soy aquel que dicen que soy o soy otra cosa diferente a lo que se dice de mí? ¿Cuál es mi declaración de identidad, mi escritura, mis rasgos distintivos? Mi historia singular y complicada, formada de la mezcla desigual de identidades, ha creado una experiencia fragmentaria…”.
Experiencia de la que habla la autora en este texto.
Andrés Isaac Santana
(A propósito de la exposición Herederos de Hatuey)
Esta exposición de artistas cubanos ofrece al visitante una oportunidad para conectar sus respectivos quehaceres bajo el hilo conductor del pensamiento y la mirada: una operación de extracción de significados que intenta atrapar el sentido, pero nos devuelve un universo fragmentado de diversas estéticas e identidades.
Primeramente, mi mirada se detiene en una cautivadora secuencia numérica. Y vienen a mi mente sin permiso del autor, Yalain Falcón, los números de identificación del extranjero en las tarjetas de residencia. Yalain viene del mundo del diseño gráfico, y su imaginería numérica parece representar la frialdad de las leyes, los controles, la biopolítica, las fronteras, los procesos de legalización, una oficina de inmigración donde aplican la Ley de Extranjería sobre nuestros cuerpos racializados. El proceso de violencia de los trámites burocráticos se presenta como matemático, legal, legítimo, real, exacto; de otro lado quedan la fabulación, lo imaginario, la creación de mitos y de universos.
Me encuentro a alguien y me pregunta de dónde soy. Cuando se dice cubano, el significado reemplaza al sujeto. Se nos asigna voz, cuerpo, estructura imaginaria. Y el simulacro del cubano sustituye al propio sujeto que se ha separado de su esencia. El pintor Yoandry Cáceres se caracteriza por un estilo hiperrealista con el que plasma la emoción contenida sobre un cristal, la aceptación, la adaptación, incluso la resiliencia: “Hay que sobrevivir”, hay que seguir “la lucha”. Por momentos el tono cambia y en la muestra parece oírse el grito de Hatuey: “no quiero ir al cielo si ellos van también”; no quiero su cielo y sus dioses blancos de La Caixa, Endesa, Iberdrola, Repsol, las rebajas de enero y las Navidades. Se trata de la misma Europa siniestra devoradora del cuerpo de ese indio taíno macizo, resistente en su cruz y que nos devuelve su perfil en la iconografía de una marca de cerveza.
Pero el discurso “político” se vuelve nuestro enemigo. Solo intentar mirarnos en el espejo de la identidad cubana a través del discurso de los artistas nos devuelve una falacia. El discurso identitario puede aplicarse a muchos contextos y cambiar de casaca y de bandera. Aquello que puede distinguir lo “europeo” también nos engaña, por momentos parece que se ha fundido y que estamos mezclados “nosotros” en “ellos” y “ellos” en “nosotros”, que los roles son móviles y las fronteras imaginarias, para luego perpetuar las diferencias.
La nobleza y dignidad que supone el rol de herederos de Hatuey puede transformarse en cualquier momento y cambiarnos en el rol de sus ejecutores; nuestros propios anhelos pueden llevarnos a un acto traidor contra nosotros mismos.
Ángel Alonso se ha ganado hace tiempo un lugar especial en la plástica cubana. Su interés por representar las mecánicas del poder, saltan a la vista en esta obra titulada Rehiletes de dolor, donde un toro pintado embiste con un simbolismo y una fuerza salvajes. La herida española es la que sangra de las banderillas hincadas en la bestia alimentada por el discurso colonial y las ambigüedades que nos permiten transformarnos en nuestros propios verdugos. Hombre y toro, fundidos en un solo cuerpo.
Nosotros también somos ese español acomplejado por no ser lo suficientemente europeo, por sus ocho siglos de presencia árabe y mestizaje. Somos ese can siniestro dibujado por Ángel, que devoraba esclavos o que, blindado para la conquista, gritaba “Por Santiago”, ofreciendo el patrón del conquistador blanco como el único camino de humanidad y civilización. Pero también somos ese toro dolorido, el fantasma de nosotros mismos que baila loco de dolor, estereotipado en las fiestas de los indianos de Begur, los negrets de Alcoy, bebiendo ron cremat a la vez que buscamos nuestra voz propia. Es el fantasma de nosotros mismos al que atacamos y del que huimos.
Las fronteras y su dolor vuelven aquí y allá en la fabulosa obra de Pablo Quert, ese grabador imprescindible que representa como nadie la solemne silueta de la isla y su geopolítica del absurdo. Por alguna razón encuentro conexiones conceptuales —que no formales— entre la pantomima identitaria de las estatuas y bustos de Quert y esos cuerpos que se funden en uno solo para crear un tótem de homenaje —que a mí se me antoja irónico— en la pintura que Jorge Luis Legrále dedica a la piedad de Europa.
Este último maneja con soltura una pincelada mucho más expresionista, pero el sentido de verticalidad solemne, casi trágica, me remite al momento en que España expulsó a los judíos y moros y la raza pasó a ser una frontera en sí misma. En la obra de Legrá, la monumentalidad parece alcanzar tintes de parodia y de un absurdo mordaz. Las razas se funden, se mezclan, pero no deja de percibirse la frontera que excluye a los enemigos, judíos, sarracenos y herejes. Piedad y exclusión, identidad y frontera, geografía y pensamiento pasaron a delimitar lo humano de lo no-humano, lo civilizado y lo que no lo es.
El arte, reino del espíritu, podría reservarse a una élite culta y civilizada o podría ser voz de “lo exótico” en tanto cultura “salvaje”; voz de lo prehispánico o de la naturaleza, de lo irracional e intuitivo y de la intensidad del espíritu. Así se desata la iconografía rupestre dibujada por Jorge Delgado y la sensualidad simbólica de Odalys Hernández, nutriéndose de símbolos milenarios para producir imágenes que deben semejarse a los primeros sonidos de la humanidad antes de que fueran creadas las palabras raza, frontera o extranjero, tal y como las conocemos hoy.
Por otra parte, las obras de Abenamar Bauta y Rigoberto Rodríguez Camacho también van en esta dirección de comunicación a través de lo expresivo, espontáneo o simbólico según el caso.
Traspolando el sujeto de raza del que habla Achille Mbembe en su libro Crítica de la razón negra, el cubano también es una figura múltiple. Llevamos también en nuestra sangre las intrigas, rivalidades y recelos de la plantación. Ese negro de la plantación que según Mbembe podía ser también “cazador de esclavos evadidos y fugitivos, verdugo y ayudante de verdugo, esclavo de talento, guía, doméstico, cocinero, liberado que permanece sumiso, concubino, trabajador campesino afectado al corte de caña, responsable de fábrica, operario de máquinas, acompañante de su amo, ocasional guerrero”.
Estos roles se van intercambiando, y para ascender en la pirámide social el cubano los va cumpliendo. Las tareas asignadas por su amo le van transformando en verdugo socializado en el odio hacia sí mismo y hacia sus iguales (cubanos todos). Juego de apariencias y simulacros que están presentes en la necesidad de “pasar por blanco” en territorio europeo. Desarraigo del individuo que traslada su corazón dentro de esas cabezas portátiles ilustradas por Osvaldo Moreno con una frialdad científica. Juego de intrigas, rivalidades y recelos que va cargada de vigilancia hacia él mismo y hacia los otros como él, de complicidades con el poder, de arreglos malsanos y pactos de conveniencia.
La escisión se produce en obras como las de Jorge Mata, que delata el juego entre apariencias, verdad y simulacros. Parece que cualquier intento de hablar sobre nuestra identidad perpetúa, a la vez, el ejercicio de poder colonizador-colonizado, y eso nos dificulta el proceso de solidaridad y creación de redes comunitarias en la emigración.
La bandera entonces se va tejiendo como en una tensión nunca resuelta, y que tan bien representa la obra de Jorge Delgado que aparece en la portada del catálogo de la exposición. El artista ha hecho la bandera cubana con hilos de alambre, creando una imagen con el que da la impresión que aquello que te acoge y define también te puede herir fácilmente.
La superposición de símbolos de dignidad y enaltecimiento se ven en algunas de las obras más interesantes de la muestra, como las de Felipe Alarcón Echenique, que se debaten entre la representación del mestizaje, la confluencia de lenguajes y los rostros orgullosos de íconos como Benny Moré, Basquiat o Lam.
El único escultor de la muestra, Dogny Abreu, presenta una obra en la que orbita la pregunta por la identidad; vuelve la identificación del extranjero que se busca en el reflejo, en el proceso de origen, simiente y evolución. En la obra titulada Atado a su propio destino se ha encadenado la mente de una efigie que recuerda a Cristo con su corona de espinas. Hatuey se transforma en Cristo como un cuerpo que se hace extranjero para sí mismo; con rostro irreconocible, parece estar compuesto de distintas capas o pliegues, la madera bruta, la madera trabajada, el hombre, el animal.
Esta exposición es, finalmente, muy ecléctica, pero aquellas voces de mayor lucidez presentan un imaginario creado por la circulación de ideas, de gente en movimiento que se modifica con el paso del tiempo y que se libera de la condena de lo que solo se quiere ver de ellas, y se pregunta: ¿es verdad que soy aquel que dicen que soy o soy otra cosa diferente a lo que se dice de mí? ¿Cuál es mi declaración de identidad, mi escritura, mis rasgos distintivos?
Mi historia singular y complicada, formada de la mezcla desigual de identidades, ha creado una experiencia fragmentaria: “la de un pueblo impreciso, inmerso en la lucha por definirse no ya como un conjunto heterogéneo, sino como una comunidad cuyas manchas de sangre se ven por toda la superficie de la modernidad” (Mbembe, crítica de la razón negra).
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