Inútiles: Máquinas para soñar, pensar y ver

I

Cuando el actual campeón mundial de ajedrez, el noruego Magnus Carlsen, recibió la noticia de la muerte de Bobby Fischer, afirmó que el otrora monarca estadounidense tuvo la virtud de hacer que lo difícil pareciese fácil. Algo semejante pudiera decirse de la exposición Useless: Machines for Dreaming, Thinking and Seeing, que se presenta en el Bronx Museum de New York hasta septiembre de 2019, para luego viajar a Roma. 

Useless es una crítica al presente. Pero no se trata de una crítica a problemas demasiado visibles, como la vitalidad que están adquiriendo los discursos populistas, los comportamientos corruptos de las clases políticas y las recientes manifestaciones de xenofobia, nacionalismo y homofobia, que están socavando a las democracias occidentales. En la exposición, la crítica al capitalismo contemporáneo invita a pensar sobre la raíz de algunos de estos problemas. Lo hace al insistir en la noción de lo “inútil”, que toda una tradición estética, desde Aristóteles hasta Jacques Rancière, le ha atribuido al arte. (Mosquera, 2019). 

Con la aparición de las tecnologías digitales y el advenimiento del capitalismo avanzado, el pragmatismo del pasado no ha hecho más que acentuarse. Las sociedades contemporáneas parecen regirse cada vez más por un sentido utilitario que está afectando las actitudes éticas de las personas, el empleo del tiempo libre, las formas de interactuar —pensemos, por ejemplo, en los mensajes de textos que, si bien aceleran la comunicación, tienden a empobrecer la capacidad de los usuarios para expresar un amplio diapasón de impresiones— y las decisiones políticas de los individuos. 

En oposición a este pragmatismo, las maquinarias que conforman Useless estimulan sobre todo la capacidad de imaginar, devuelven la curiosidad infantil por desarmar los objetos para averiguar cómo funcionan sus resortes e inducen a pensar en ocurrencias ingeniosas, aunque carezcan de valor utilitario o no sean rentables. Las poleas, embudos, ruedas dentadas, tuberías y engranajes, usualmente relacionados con el trabajo de las fábricas, persiguen estimular asociaciones poéticas. 

La artista chilena Johana Unzueta exhibe alguna de esas piezas industriales, hechas con fieltro —un homenaje a Joseph Beuys— con lo cual aparentan estar ‘maniatadas’, como un loco en una camisa de fuerza.

II

Las interpretaciones del arte como crítica social son siempre reconfortantes. Permiten “entender” lo que quiso decir el artista o el comisario de la exposición. Nos alivian de la inquietud de no saber apreciar satisfactoriamente el lenguaje muy especializado del arte contemporáneo. Sin embargo, esas lecturas a menudo corren el riesgo de proponer visiones unívocas. Frecuentemente entorpecen la capacidad para disfrutar las imágenes artísticas en cuanto poseen de lúdicas, absurdas o metafóricas. Reducir las instalaciones, videos, fotografías y proyectos que se exhiben en Useless a expresiones de un arte socialmente crítico podría suscitar no pocos malentendidos. 

El curador Gerardo Mosquera no se contentó con señalar que toda una vertiente de la filosofía y la estética ha defendido el carácter inútil del arte. Quiso que el espectador experimentara la inutilidad de las obras. 

La crítica al utilitarismo de las sociedades actuales se ejerce desde el “uso” de las máquinas expuestas. Y es aquí donde lo que es difícil parece fácil. En una de mis visitas al Bronx Museum, mientras miraba uno de los videos, una jovencita les gritó a unos amigos que la acompañaban: “this is so cool”. Estaba sentada debajo de la instalación Tentaculosa No. 12 (2012), de Arnaldo Morales. La pieza es una estructura elipsoide, integrada por una secuencia de cuerdas sintéticas, como si fuesen tentáculos. 

Conectada a la electricidad y colgada en el techo, Tentaculosa es una obra cinética. Las cuerdas se contraen y se expanden rítmicamente, como si fuesen pulsiones sexuales (el título contiene un juego con las palabras “tentación” y “culo”) o la respiración de un ser viviente. Súbitamente la obra emite un chasquido. Las cuerdas comienzan a moverse, se enredan unas con otras y de inmediato se liberan de un modo caótico. Estos movimientos se repiten cíclicamente, evidenciando el carácter improductivo de la máquina. La joven miraba con entusiasmo, aunque esas palpitaciones y espasmos no sirviesen para nada. Probablemente en ese momento ella no pensara en ningún tipo de crítica a las sociedades contemporáneas.

Lo mismo ocurre con las dos obras del artista sudafricano William Kentridge, en las que el espectador, al hacer girar unas manivelas, consigue que se muevan unas banderitas y unos mecanos atornillados como parte de unas estructuras montadas sobre unos trípodes. 

Igualmente inútil es Blue Angel Eye, la escultura cinética de Shih Chie Huang. La cablería y la pantalla que registra el comportamiento de lo que parece ser una tecnología altamente sofisticada solo conducen a que se inflen unos conos de nailon y unos focos lumínicos cambien de color. A lo sumo producen ritmos visuales y el efecto de alas de un insecto —o de un ser demoniaco— que se abren y se cierran. Parodiando un poco el concepto de lo “real maravilloso”, propuesto por el novelista cubano Alejo Carpentier, podría decirse que Blue Angel Eye es un ejemplo de lo “inútil maravilloso”. 

Dreambox —del taiwanés Shue Ruey Shian— está compuesta por cuatro paneles, como los muros de un recinto de planta rectangular. Cada uno contiene un sistema de tuberías al que se adhieren decenas de piezas de motocicletas (sillines, manubrios, pedales, pistones, espejos retrovisores, velocímetros, guardabarros, etc.). Son las partes de una Sanyang que el artista condujo en su juventud. Cada uno de los paneles está identificado con una letra —de la A a la D—, al igual que están enumeradas las partes del vehículo, de la 1 a la 99. Con estas clasificaciones Ruey Shian no solo sugiere un recorrido para mirar la instalación. Las letras y los números también aparentan tener un sentido didáctico, como si la manera en que están dispuestas obedeciese a principios que pudiesen deducirse o descifrarse con solo seguir la secuencia que hizo el artista. 

Además, en Dreambox entran en funcionamiento algunas operaciones: unas luces se encienden, suenan motores, algunas ruedas dentadas giran. Pero no hay modo de entender qué se consigue con estos efectos, como mismo no hay modo de atisbar por qué las piezas están ordenadas numéricamente. Tal vez el espacio interior que ocultan las cuatro paredes podría proporcionar algunas respuestas sobre el funcionamiento de Dreambox, pero los espectadores no pueden entrar a ese lugar, a pesar de que en el panel D, con el cual culminaría el trayecto alrededor de la obra, hay una ranura que evoca una puerta cuadrada. 

Gaston Bachelard estudió el tema de los cofres, los cajones y los armarios. De acuerdo con el pensador francés, no podemos mirarlos sin al mismo tiempo imaginar que guardan un secreto. Dreambox aspira a crear un efecto similar. 

III

Varias de las piezas expuestas son simulacros. Tienen el aspecto engañoso de aparatos que funcionan satisfactoriamente. Tal es el caso de Cloaca Travel Kit (2009-2010), de Win Delvoye, un mecanismo admirablemente aséptico que produciría excrementos. Pero se trata más bien de una escultura (Mosquera, 2019), con la apariencia de un kit de herramientas. 

Cloaca Travel Kit está basada en máquinas concebidas por el propio Delvoye, y realizadas en colaboración con diseñadores y científicos, que realmente transforman alimentos en heces fecales. Con sus balones de destilación, sus jeringuillas, sus mangueras y sus bandejas inducen a pensar en procesos de ebullición, fermentación y destilación. Crear excrementos de manera artificial es una operación que recuerda las tentativas por fabricar oro en las que se enfrascaron los alquimistas medievales. A su manera, Delvoye, un alquimista contemporáneo, busca —o tal vez haya encontrado— una nueva piedra filosofal. 

Cloaca Travel Kit invita a imaginarla. Posiblemente lleve a muchos visitantes a interrogarse sobre cuáles pudieran ser las sustancias, los ácidos y los procesos químicos que se activarían cuando sus mecanismos se pongan en marcha. 

Otro simulacro lo encontramos en las fotografías del artista lituano Algis Griskevicius. Las imágenes muestran sus máquinas de volar. De manera inmediata, podrían hacer pensar en el célebre ornitóptero que realizara Leonardo Da Vinci. Sin embargo, pese a sus similitudes evidentes, entre uno y otros aparatos existen distinciones notables. La primera es que Griskevicius se propuso hacer arte: fotografías o artefactos que tuviesen una intención conceptual o más bien burlona. El inventor renacentista, en cambio, perseguía crear una máquina que efectivamente le permitiera volar. Su ornitóptero, basado en la observación del vuelo de las aves, era un experimento científico. 

Desde un horizonte epistemológico caracterizado por la importancia que tuvieron las analogías, Leonardo anticipó con notable precisión algunos de los hallazgos de la aerodinámica contemporánea. Nadie en su sano juicio vería ninguna contribución científica en los trabajos del artista lituano. Griskevicius sabe de antemano que sus máquinas son ridículas e inoperantes. Sin embargo, en las fotografías vemos a uno de sus modelos volar dichosamente en una tabla ordinaria y viajar en un cohete fabricado con varillas de madera. Más que el acto de montarse en un avión, como pudiera hacerlo cualquier pasajero contemporáneo, Griskevicius representó el ancestral sueño de volar desafiando las leyes de la gravedad. 

Las fotografías y la inútil nave espacial suspendida en el techo de la sala, evocan la experiencia del vuelo onírico, bellamente interpretada por Bachelard. En las imágenes del ensueño poético, nos dice Bachelard en El aire y los sueños: ensayos sobre la imaginación en movimiento, se viaja por los aires con un par de alitas en los talones. En Griskevicius el vuelo carece de semejante ligereza. La sonrisa que suscitan sus máquinas posiblemente se deba a que están concebidas con una pretendida ingenuidad. A pesar de las profundas diferencias formales que separan a uno y otro artista, Griskevicius es un continuador de la pintura del aduanero Rousseau (quien igualmente se interesó en la representación de máquinas voladoras, incluidos aeroplanos y aerostatos).

IV

Tropical Mercury Capsule (2010), del salvadoreño Simón Vega, consiste en una estructura metálica que remeda las cápsulas espaciales Mercury,creadas por los Estados Unidos entre 1961 y 1962. La instalación está hecha con planchas de zinc y rodeada de bloques de hormigón, ladrillos, mangueras, envases plásticos, cabezales de duchas y plantas que se irán marchitando a medida que transcurre la exposición. Incluye un agujero cuadrado, como una ventana desde la cual podemos a mirar a su interior. El espectador podría quedarse con la impresión de estar fisgoneando en un espacio doméstico, provistocon paredes empapeladas, accesorios de cocina y una silla. En la punta de esa nave espacial simulada hay un ventilador encendido, indicio tal vez de que alguien salió eventualmente y habrá de regresar en cualquier momento. 

El placer que proporciona la “ventana indiscreta” de Tropical Mercury Capsule al mismo tiempo nos recuerda que en nuestro mundo global los desperdicios de unas sociedades —y muchas de las instalaciones del arte contemporáneo— no poseen una apariencia visual muy distinta a la que ofrecen muchos síntomas de la miseria en otros lugares del planeta. 

En el video Telefunken, de Jairo Alfonso, un viejo radio, confeccionado en la República Federal Alemana en 1958, va emitiendo un collage sonoro compuesto por materiales que inicialmente se transmitieron en estos equipos. Son hitos de la década de 1960 y en muchos casos tienen que ver con la Guerra Fría. Comienza con la juvenil canción “She loves you”, de The Beatles, para incluir noticias relacionadas con crímenes políticos y tensiones bélicas, además de fragmentos de discursos y consignas de regímenes totalitarios. Estos registros radiales alternan con los de eventos culturales y científicos, como el concierto de Woodstock, las noticias sobre el primer implante de corazón y los vuelos espaciales de Yuri Gagarin y Neil Amstrong. 

Con cada nueva grabación, el radio se va desarmando y automutilándose, como si se volviese obsoleto, o como si la materialidad de sus válvulas, bocinas y circuitos electrónicos no pudiese resistir la intensidad de las informaciones que se escuchan. En la autodestrucción se vislumbra la emergencia de un nuevo momento cultural, donde los acontecimientos tendrán un alcance todavía más global. Para muchos cubanos contemporáneos de Alfonso, Telefunken probablemente sea también una máquina para activar la memoria afectiva. Esos radios todavía se escuchaban cotidianamente cuando Alfonso era muy pequeño y ya habían quedado obsoletos en muchos otros países. Este acento nostálgico está evocado con la publicidad radial de un analgésico que se fabricaba en la isla caribeña durante los años 60.

V

En la exposición hay varias máquinas que generan imágenes artísticas. Las fotografías de José Iraola fueron tomadas con una cámara que produce instantáneas de manera autosuficiente, además de crear distorsiones en los enfoques, alteraciones cromáticas e incluso abstracciones.

Roxy Paine muestra cuatro fotografías de un aparato que fabrica esculturas. También incluye seis de las piezas realizadas con ese equipo. No podemos ver la máquina real. Tampoco se explica cómo funciona. Es posible inferir que algunos materiales sintéticos se arrojen por un embudo y luego de atravesar por un proceso químico surjan las piezas, unos montículos amorfos cuyos pliegues hacen pensar en líquidos que se han solidificado al enfriarse. La máquina de Paine es una crítica al arte contemporáneo, donde a menudo los artistas obtienen minúsculas variaciones mediante la repetición excesiva de un mismo procedimiento. 

El obrero de Chaplin, en el filme Tiempos Modernos, se ha mecanizado hasta el punto de sentirse inclinado a ajustar con unas llaves inglesas cuatro botones hexagonales en el vestido de una mujer y que de manera inmediata confunde con tuercas. Paine sugiere que en las sociedades contemporáneas, no solo el obrero, sino también el artista se ha transformado en una máquina, incluso cuando parezca preconizar la creatividad y la oposición al pragmatismo. 

En La muerte de un burócrata, una película del realizador Tomás Gutiérrez-Alea, encontramos una máquina parecida a la que inventó Paine. Produce bustos de José Martí, como expresiones del realismo socialista que el cineasta perseguía criticar en el régimen totalitario. En el capitalismo avanzado, la invención de Paine crea obras abstractas. Los extremos se tocan. 

Stefana McClure ideó unos dedales adheridos a unos guantes. Funcionan a modo de cuños. McClure los entinta y con ellos imprime números, letras, asteriscos y otros signos. Su video muestra a la artista sentada ante una mesa. Escribe algo, como si tecleara en un ordenador imaginario. Escuchamos ese “ta, ta” incesante del que hablara Reinaldo Arenas en uno de sus relatos. Lo producen sus dedales al percutir sobre el papel. El resultado es una imagen abstracta. Un ilegible amontonamiento de signos que deviene ritmos visuales y transiciones de grises.

En The Method of the Discourse (2011), un video del artista español Fernando Sánchez Castillo, dos máquinas de desactivar explosivos hacen obras de arte, como si fuesen dos artistas que deben trabajar en los ratos libres que les deja el empleo con el que tienen que ganarse la vida. Parodian a importantes creadores del arte del siglo XX. Los aparatos disparan contra unos cartuchos que contienen pigmentos, como solía hacerlo la artista Nikki de Saint-Phalle en la década de 1960, y realizan réplicas de dos conocidos ready made de Marcel Duchamp. 

The Method of the Discourse contiene alusiones a otros pintores como Pollock y Kline. La música, una pieza sinfónica posromántica, agrega un acento humano —y humorístico— al video, como si las máquinas se emocionaran y desarrollaran vínculos afectivos mientras colaboran en la confección de las obras. 

VI

En Careless machines (2004), de la colombiana Adriana Salazar, dos figuras robóticas se esfuerzan por realizar un acto tan sencillo como el brindis entre dos amigos. Una y otra vez tratan de hacer chocar los pequeños vasos que mantienen agarrados. No lo consiguen. Padecen de una torpeza cómica y exasperante. Incluso, como una nota cómica adicional, Salazar hizo que una de las figuras se tambaleara como un borracho. En otra de sus instalaciones los movimientos que produce el motor de un reloj se emplean para intentar enhebrar una aguja. Máquinas inútiles, tanto por su incapacidad para lograr resultados satisfactorios, como por el propósito banal con que fueron concebidas.

Las máquinas que reunió el curador Gerardo Mosquera proponen un mundo más desacelerado, donde el tiempo pueda aprovecharse de manera más creativa. Ver la realidad desde puntos de vista poco habituales es un modo de soñarla y también de pensarla críticamente. Uno de los prodigios del arte consiste en desarrollar esas capacidades. De ese modo contribuye a enriquecer la vida cotidiana de las personas. Lo inútil deviene entonces en una función imprescindible —en realidad desmedidamente útil— para los seres humanos. El vocablo ‘inútil’, aplicado a las imágenes artísticas, no significa carente de funcionalidad, sino opuesto al utilitarismo. 




Galería:



Referencia

Mosquera, Gerardo (2019). “Of art, machines and uselessness”. En New York: Useless: Machines for Dreaming, Thinking and Seeing (catálogo), Bronx Museum: s/p.




Sobre arte, propaganda y violencia

Sobre arte, propaganda y violencia

María de Lourdes Mariño Fernández

Por puro ejercicio de poder se impone un sentido único y se hecha a un lado el análisis histórico y estético. El procedimiento es muy claro: “si estás dentro de esta sala estás conmigo”, sin importar lo que el artista o la obra misma tengan que decir.

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