Me escribe Hernán Rodríguez: “Saludos, Andrés, gracias por responder tan rápido. Bueno, de mí te diré que nací en Güines, en La Habana, en 1982. Soy autodidacta. Me hubiese encantado ir a la Academia, pero por la distancia, el transporte y la situación tan complicada de aquellos tiempos, no era una opción viable para mí”.
Frente a este gesto confesional tan honesto, se me antojan un par de preguntas necesarias: ¿Acaso no ir a la Academia resta valor y competencia a un artista? ¿Acaso ha sido la Academia —siempre— un espacio dador de virtudes y constructor de sensibilidad? Otras apuestas, en el mundo del arte y en la vida, también resultan legítimas.
Cuanto más escribo sobre arte, cuantas más exposiciones visito, cuantos más estudios de artistas recorro en mi andar por este mundo, más certezas asisten a mi discernimiento a la hora de legislar que no existe una fórmula, por más acabada que esta sea, para juzgar la obra de un artista. No existe, por desafortunado que parezca, una axiología suficiente que permita (y que admita) el arbitraje crítico respecto de una obra, si en ese ejercicio de interpretación no median los réditos de una frondosa sensibilidad.
La Academia ha sido siempre —lo fue ayer y lo es hoy— ámbito de fabuladores diestros y de oportunistas subvencionados. Un espacio que da y quita, que otorga y resta. Tiene su valor, sin duda, pero desde luego no hace a un artista. Ella, en cualquier caso, modela, refuerza, esgrime, censura. El artista entra en ella, pero no sale de ella.
Basta con observar la trayectoria silenciosa, sin menciones ni logros mediáticos, de Hernán Rodríguez, artista cubano residente en Miami, para advertir que un artista de raza nace de la sensibilidad y de la pasión que pone en su vida y en su obra. Conozco a tantos académicos que han abortado sus sueños, en la misma medida en que conozco a tantos autodidactas a los que les resulta imposible prescindir de ellos.
Hernán Rodríguez ama lo que hace. Le va la vida en su pintura, en el gesto de hacerla, de concebirla, de llevarla del lugar de la idea al espacio de realización plena.
“Desde que tengo uso de razón —me dice— siempre estaba dibujando y pintando como todos los niños, lo único que nunca dejé de hacerlo. Desde el 2006 vivo en Estados Unidos y por supuesto el paisaje que me rodea también es parte de mis pinturas. Lo único que me anima en esta vida es pintar”.
Esto es amor, es pasión denodada, es compromiso vital. En un acto de irreverencia, yo coqueteo con dejar la escritura, pero todos saben, y yo mismo sé, que me resultaría imposible hacerlo. La escritura es mi lugar; la pintura de paisaje es el lugar para Hernán, es ese lienzo en blanco en el que lo visual entra en él, lo que define y determina su condición. Se pueden abandonar los oficios, los trabajos, incluso las metas; pero jamás se abandona una vocación. La vocación nos rebasa, nos puede, nos da paz y nos condena.
Me inclino sobre las superficies de este artista y entre todo lo que veo sobresale una señal que reverbera en el ojo: la honestidad de la imagen. Todo aprendizaje exige de la memoria, de la herencia de los afectos, de los hallazgos y también de las pérdidas. Es desde ese sitio que la pintura de Hernán cobra sentido y amplía sus miras. Ella, en su misma autonomía, es un acto de recordación, de apreciación, de gratitud.
Se confunde lo grandioso con el éxito y sus correlatos abusivos en las redes. Sin embargo, no habrá nunca mayor grandeza que la bondad y la humildad. Ambas, humildad y bondad, son dos cualidades que advierto en la narrativa de este artista. Los paisajes de Hernán no son solo, o no únicamente, un giro especulativo y artificioso en el que la imagen de afuera se inscribe en el marco de la representación y de lo representado. Ese giro marca otras latitudes, otros sitios, tal vez mentales, emocionales, en los que el artista elabora, más si cabe, su propia idea del paisaje.
Hace un rato observaba sus obras, hacía un repaso cuidadoso por cada una de las superficies buscando pistas, razones, posibles argumentos que pudieran justificar mi aproximación analítica. Entonces, algo pasó. Me percaté del error de mi punto de partida, toda vez que me descubro en el engañoso ejercicio de instrumentar un análisis de acento estructural cuando la obra, por sí sola, me convoca a la contemplación sin paliativos, al goce sin fuerzas, al mirar calmado y libre.
Cierta posición intelectual dura, lleva a muchos críticos a abandonar las lecturas sobre poéticas de este tipo por dos razones, que suelo escuchar más veces de las que deseo: de una parte, lo consideran un hacer estético-discursivo pasado de moda; de otra —siendo esta la peor de ambas—, no les sirve este tipo de obra para satisfacer todo el repertorio de sus lecturas, demostradas bajo un “mar de citas” arrogantes e inoportunas.
Y es que, si un divertimento ensaya este tipo de registro, es que apela a uno de los grandes anatemas del arte por antonomasia: su facultad de representar. Representar y discursar sobre el placer de la mirada y del oficio parece ser, de vuelta de la imagen, la razón esencial de sus obras, su principio y su fin.
Es normal que los colegas, desde cualquier parte del mundo, me interrumpan cuando escribo. Casi siempre olvido cerrar el Messenger, y se cuelan por ahí preguntas y saludos en el momento en el que menos los espero. Pero, cosas de esta vida, azares concurrentes que la encumbran y la preñan, me interpela, desde La Habana, el bloguero del arte cubano Pedro E. Rizo:
“Hola, Andrés, me llama la atención que siendo un artista que vive hace tanto tiempo fuera de Cuba, tenga aún tan vívido esos recuerdos del paisaje cubano, el olor de esas campiñas. No creo que en Miami haya ese tipo de paisaje, cómo lo hace…”.
Interrupciones de este tipo las agradezco siempre, porque vienen a forzar un poco más mi digresión escritural y me conducen, a ratos, a elaborar yo mismo otras preguntas, a ejercitar otra gramática de significación y a reconsiderar el valor o la ineficiencia de alguna afirmación anterior. Sin embargo, esta vez, la pregunta refuerza la tesis del texto y corrobora esa verdad que se expresa en la voz y en la pintura de este artista.
Me decía Hernán: “Mis padres tenían finca y, aunque no vivíamos en ella, crecí jugando y trabajando allí. Muchos de mis cuadros son imágenes de la finca familiar”.
Esta coincidencia delirante entre la pregunta de Rizo y la declaración del artista, confirma, todavía más, la autenticidad de su obra y la voluntad reproductivo-afectiva que la anima y la escora del escepticismo de este mundo contemporáneo para el que la memoria poco cuenta.
Lo dije antes y lo repito ahora: la pintura de Hernán Rodríguez es una pintura afectiva, emotiva, afirmativa. Mientras que muchos artistas se alistan a la caza de un concepto, sujetos al yugo de una artillería de metatrancas y desvelos, Hernán, por su parte, rinde ese lírico homenaje a sus raíces, a su infancia, al lugar donde, un día, comenzó su historia.
El periplo posterior, la ida, el viaje, el abandono y seguramente el llanto, no han arrebatado a sus lienzos su vocación poética y su ilusión vital. Sus cuadros se convierten, entonces, en ese ejercicio de perpetuación de la belleza. En ellos, en el mismo centro de sus maniobras ilusionistas y virtuosas, se localiza el rescate de su memoria, una memoria que deja de ser personal para traducirse en colectiva.
Pertenezco a una generación de críticos enferma por una abdicación excesiva hacia lo “contemporáneo”, en detrimento de lo que, se presume, resulta más tradicional y conservador. Esa actitud crítica de la jactancia de lo moderno y de lo cool, que solo goza de un tipo de visualidad, suele ignorar el placer, el inmenso placer que revelan otros imaginarios, otras formulaciones, otros relatos.
Bien sabemos que una vanguardia vieja resulta mucho más triste que cualquier academia rancia. El resabio de la primera, cuando ve envejecer sus arrebatos juveniles, termina siendo más letal que la visión académica, cuando esta demuestra que no ha agotado aún sus dones para seducir y hacerse un espacio en el mundo de la retina y del espejo.
Tal vez por ello, o especialmente por ello, es que estas piezas del artista resultan un gesto sosegado de restitución del paradigma pictórico, una incursión enfática en ese buen hacer del arte. Un gesto —sin duda delicioso— que no cesa de parecerme un acto de amor, de auténtica pasión y entrega.
Ese sucumbir en los dominios del recuerdo, en los enclaves a veces maltratados de la memoria, otorgan un alto poder de sugestión a esta nueva etapa suya, y (re)activa su estatus de escritura, de narración. Lo que hace que esa nostalgia no sea comprendida como retorno ansioso sino como recordación, es decir, como una eficaz —y también poética— actualización del recuerdo.
Estos paisajes quedan, ahora y por lo pronto, como el certificado más contundente del poder de la belleza. En ellos se consume ese mundo de afuera, pero también un mundo muy de dentro, ese que se organiza sobre la arquitectura de lo vivido, sobre los espacios del sueño y la experiencia. En ellos habitan todos esos “otros”, personajes anónimos o mitos de cultos, que vuelven ahora redimidos en la superficie de estas piezas deliciosas, ricamente tratadas con la gracia y la habilidad con la que el gladiador de la arena desfallece en la consumación y conquista de su objeto díscolo.
Que hablen los paisajes.
Yo haré silencio, yo contemplo.
Galería
Hernán Rodríguez – Galería.
Jeine Roque, el narrador
Las obras de Jeine Roque se revelan como auténticos palimpsestos de símbolos y de sentidos. Su apariencia es siempre tramposa: esconden algo más que se le niega a la evidencia del ojo. Tejen una sofisticada trama y una urdimbre en la que los elementos del vocabulario visualvan construyendo desvíos retóricos y asociaciones aleatorias.