Noel Dobarganes contra el silencio

Desde siempre, la materia pictórica se nos ha presentado como un saber esquivo, deslizante y ambiguo. La posibilidad de retorizarla nos seduce en la misma medida que nos paraliza. Se trata de un ámbito claramente complejo en términos de semiótica y de voluntad comunicativa. De hecho, no creo equivocarme del todo si dijera que la mayoría de los críticos saben poco o nada sobre pintura. 

La pintura, para nosotros, tan dados a escribir y escribir, se presenta como un signo de desconcierto. A pesar de eso insistimos, como lo hago yo ahora mismo, en escribirla una y otra vez, en pensarla más allá o más acá de nuestras propias facultades interpretativas. Volver sobre la pintura, sobre el cuadro, sobre la superficie especular/especulativa se convierte —casi— en una suerte de ritual erótico.

Todos hemos conocidos momentos en la vida en los que hemos sido tentados por el deseo de arremeter contra Dios y contra el mundo. Este, por el que ahora mismo atravesamos, es uno de ellos, aunque las dinámicas persuasivas nos hagan creer en la salvación venida de un lugar extraño. 

Los artistas, más que nadie, han conocido ese sentimiento, se han desordenado por la sed de apetencia, el deseo de perpetuar, el ánimo de trascender y la voluntad de arremeter contra esas narraciones que los miran al tiempo mismo que los excluyen. Su arrebato nos es contra Dios, es contra el mundo, contra ese lugar que de tan amplio que se presenta, tan reducido queda en nombre de ciertas listas y de ciertas nóminas más o menos interesadas y anémicas. 

La mayoría de las veces, la crítica “autorizada”, de la que yo formo parte, se hace eco del prejuicio y de la impostura, cuando de escribir y de validar obras de artistas poco conocidos se trata. Es entonces que afloran las nimiedades y las razones argumentales que resultan más cercanas al “contrato social”, siempre desleal y ridículo, que a la verdad misma, en caso de que esta última exista. Ocurre que ese prejuicio ha afectado siempre a muchos artistas que hoy gozan de poca estimación por esta misma maniobra de silencio y de jerarquización. 

Ocurre, también, que la historiografía del arte se revela como un relato siempre parcial y pobre, como consecuencia de ese criterio excluyente y prejuicioso. Esta evidencia es la que me lleva —me obliga— a repasar las obras de esas voces que no conforman el canon, o sea, que se ubican fuera de este, al margen de su rubricación y hegemonía. 

Apropósito de esto último he estado observando obras de artistas cubanos que en verdad no conocía y he tomado la decisión de escribir sobre algunos de ellos en beneficio de sus obras y en contra de los silencios pactados y mezquinos. Tal es el caso de Noel Dobarganes, artista cubano residente en Miami. Un pintor que no conocía de nada y que me “servirá” no solo para hablar de los signos inequívocamente barrocos de su pintura obsesiva, sino también para revelar algunas claves de ese prejuicio que habita —y se enraíza— en el ejercicio de la crítica. 

La complejidad de las artes no hace sino extremar una relatividad galopante respecto del valor de las obras, de la autoridad del significante y de la poca lealtad de la interpretación. Se necesita de nuevos contextos y de nuevas ubicaciones de la mirada para emprender análisis que no respondan a lo convenido y a lo dado. Así pues, haré algo que disfruto como ninguna otra cosa en el arbitraje del juicio: desestimar la idea de norma tantas veces asociada al lenguaje de la pintura y a los relatos legitimadores que la observan con celo, para ensayar, con libertad deseada y maldita, sobre la obra este particular artista. 


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La poética de Noel Dobarganes, para mi sorpresa, es toda una declaración de principios que alude —y elude— a la regencia de los criterios de valor, de sus usos instrumentales y oportunos y a la ventaja de ser frente a las circunstancias de parecer. Es una obra que se construye al margen de la estrepitosa ansiedad por figurar en los espacios de poder.

Ella, la obra, es consciente de su lugar, por lo que rehúye el juego baladí en un campo de fuerzas extremas. Disfruta organizando el mapa de los signos de su lenguaje en el silencio y en la quietud, alejada del ruido ensordecedor que lleva a algunos a estar —sin estar— en todos los sitios. Su existencia misma prueba, a cuenta y riesgo del equívoco, la virulencia de los mecanismos estrábicos y escindidos a la hora de emprender operatorias escriturales y de interpretación por parte de la crítica que usa —a su favor— el prejuicio desfavorable.

Dejaré de lado, por el momento, estas circunstancias paradójicas para aventurarme en el análisis textual/estilístico de su pintura. En este sentido, lo primero que salta a la vista es su imperativo barroco. Una condición que actúa en dos niveles claramente diferenciados: en el orden estructural y en el orden de los sentidos. 

De hecho, comenta Noel Dobarganes, refiriéndose a este asunto: “Disfruto con el tratamiento excesivo dentro de la figuración, ya sean animales, retratos y objetos. El caso es que me interesa esa visual que es generosa en añadidos que no solo son formales, también lo son conceptuales”. 

La afirmación conduce a esa certificación expedita de la apariencia. Imagen que es barroca en puridad y que explica ella misma su tendencia al ornamento y a la consolidación de los detalles. No sin advertir, a ratos, cierta desfiguración premeditada que sugieren la conexión entre esta obra y la anterior. 

No perder de vista un dato de su hoja curricular que me llama poderosamente la atención, y es el hecho de que Noel Dobarganes abrazó la abstracción durante bastante tiempo, el suficiente como para convertirse en un cultor de ella. Esta información, que tal vez otros desecharían, se me antojo en extremo oportuna y sensible a la hora de valorar su obra reciente. En esta, como en un caleidoscopio, comulgan ambos lenguajes. Bastaría con realizar una suerte de zoom sobre cualquiera de sus partes para señalar la fuerza de un gesto abstracto en el que el referente se desdibuja en un todo. Quizás por ello resulte interesante, en la aproximación visual a sus piezas, ejercitar maniobras de acercamiento y de distanciamiento que nos regalen estos hallazgos visuales. 

Desentrañando un poco el sentido general de su obra, atrevo a advertir que serían dos los rasgos de identidad más visibles de poética. De una parte, estaría el goce manifiesto por el hecho pictórico en sí, por su materialidad e inmanencia; de la otra, su portentosa sensibilidad para arbitrar —en el mismo centro de esta— múltiples referencias y lecturas que se acoplan en la urdimbre de tantos elementos entrelazados a modo de filigrana. 

Quizás otra de esas señales, igualmente relevante, es el hecho de que, sin apostar por una figuración iconográfica concreta, relatora de una experiencia venida de “afuera”, consigue hacer de la pintura un ejercicio de narración conectado —de una manera directa— con su propia experiencia de vida. Una experiencia que sustantiva la idea de que la pintura y el arte no son solo para sí, sino para los otros. 

La pintura de Noel Dobarganes no resulta del egocentrismo que justifica mucha obra contemporánea. La suya se revela como acto de comunicación en el que el yo del artista dialoga con esos otros que tienen acceso a su obra. 

En una ocasión, y con elocuencia extrema, me dijo: “me interesa que las personas sientan y se relación con mi obra desde un contexto afectivo bastante amplio, sin que yo tenga que indicar todo el tiempo el sentido o las emociones que estuvieron puestas en juego”. Y es precisamente esa intención la que se sospecha en su trabajo más reciente.

Sospecho que toda la base de esta nueva especulación pictórica suya se sitúa en una mirada, bastante personal e introspectiva, a conceptos culturales que han tenido —o tienen— un carácter fundacional y que muchos cubanos, aún lejos, llevamos sobre nuestras espaldas. Estas piezas parecieran reforzar esa idea de que la experiencia del sujeto se organiza en torno al orden y al caos como estados o momentos de una relación dialéctica que resguarda siempre la expansión y la fuga. Frente a los impulsos devastadores de una globalización bárbara, del tipo neoliberal y neocolonialista, Noel propone pensar la pintura (como un gesto de cultura) en su estado más puro, como condensación unitaria ante la fragmentación y el extravío, como ejercicio de reconciliación y ámbito de fijación y permanencia.

Todas las piezas organizadas por el artista a propósito de este texto, señalan sus propias zonas de sensibilidad y de espesura. De algún modo desean homenajear, por sí solas, la figura de lo pictórico en sí, el lugar del lienzo, la voz del material, el saber condensado en la palabra escrita, dispensado por la lectura de los grandes relatos, de las grandes historias, de los grandes maestros. Remiten, por el modo en que han sido dispuestas, a los espacios de una gran galería o de un gran museo. Estimulan, o eso creo, la entrada y la salida de ese sentimiento ambicioso que no habla de posesión y de tenencia, sino de admiración y de amor por el oficio, por la entrega, por el placer de pintar siempre. 

La pintura, para Noel Dobarganes, se traduce en un ejercicio autónomo, determinante, subyugante incluso. Es una suerte de fluir permanente del yo del pintor y del cuerpo de la pintura entre las venas de esta tierra y los subterfugios del cielo.

Autores de la talla de Jorge Luis Borges, Lezama Lima, Cortázar y García Márquez parecen deambular por esas zonas no visibles a los ojos, en el doblez de la evidencia, en la espesura saturada de la pincelada. Sus fantasmas habitan los poros de estas nuevas escenificaciones pictóricas del artista. Parecen asaltar a ciegas la superficie con el ánimo de recordar esa babel tantas veces mancillada por la ignorancia y la miopía de espíritu. 

Esa comunión de figuras, referencias, presencias fantasmales que vienen y van en el anonimato y el silencio más ensordecedor, convierte su pintura en un gran palimpsesto de insinuaciones, especie de coito orgiástico que vulnera la puridad de las formas para dejarse “penetrar” una y otra vez por el arrebato de la locura y el disenso de la razón instrumental y cartesiana. Es por ello tal vez que otro signo de identidad de su hacer, sea el deseo de compactar la grandeza exponencial y la ambición del mundo en la humildad de un soporte pictórico-travesti que celebra la epifanía de las conjunciones.

Las piezas de Noel Dobarganes simbolizan, en este sentido, una búsqueda y un extravío. Son, por fuerza, la reconquista de la paradoja y de su loable dimensión persuasiva por medio del engaño y de la erótica de la visión.

Entonces, con una dimensión otra que sobrevuela algunos de esos estancos predeterminados por la historia y el lenguaje, el ensayo estético de Noel Dobarganes revaloriza la erótica de superficie en un acto de expansión de las vetustas presunciones de estilo y de lenguaje cerrado. En lugar de apostar por una unidad centrada, subraya y celebra la pérdida de integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada.

Hágase el silencio mientas yo observo, tranquilo, los tejidos infinitos que se aparecen y desaparecen en los trasiegos de mi conciencia. Entre tanto, Noel Dobarganes, el pintor, continúa pintando sobre ese otro lienzo que es la vida. 




Andrés Isaac Santana

Roxana Brizuela: metáfora y narración

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Roxana Brizuela tomó hace varios años la decisión de compartir sus andares por la vida imaginando y dibujando su propio lienzo, convirtiendo sus búsquedas, sus encuentros y desencuentros, en un argumento que ha conducido, hasta hoy, un prolífico ejercicio creativo caracterizado por su dimensión experimental.