El caso de Roberta Lobeira, pintora mexicana asentada en Madrid, resulta tremendamente revelador de lo que hipotéticamente pudiera entenderse, de una parte, como un paradigma de éxito basado en una dinámica regular y estable de ventas; de otra, como el relato de una muerte anunciada que avisa de un destino trágico preso del silencio.
Lo cierto es que teniendo una obra deliciosa y todas las posibilidades (o muchas de las que se requieren) para posicionarse en el campo del arte desde una retórica de empoderamiento más que convincente, Lobeira no cuenta/no existe, ahora mismo, para ninguna de las narrativas del arte contemporáneo latinoamericanas, menos aún para las europeas.
Siendo la pintora que es, y una mujer hermosa que apunta alto, su ámbito de actuación se reduce al de una pintora por encargo, ajena por completo a los arbitrajes de la Institución-Arte y desprovista de todos los recursos y los medios que le garanticen una auténtica legitimación y un verdadero posicionamiento.
Sospecho que esta lamentable precariedad de pertenencia, de inteligencia y de sentido, se deben, en parte, a un complejo forcejeo entre tres zonas de actuación que redundan en una falsa perspectiva aspiracional: la sospechosa asesoría de un mánager que le desea fuera del campo del arte, el estacionamiento y anclaje en una zona de confort aceptada y asumida por la artista y lo que, de último, pudiera ser ese estado o “sueño ideal” en el que Lobeira abandone el rol de “artesana de la pintura por encargo” para convertirse en una artista del panorama contemporáneo de arte con plena autonomía de la voz.
En un lindo pero ingenuo gesto confesional, y frente a mi desconcierto respecto del ostracismo en el que ella se encuentra, más allá o más acá de ser “la pintora de La casa de las flores”, me escribe Lobeira “yo no vendo solo a mis amigos, Andrés, tengo mucho sponsor en social media y me compran en TODO el mundo. Me asesoro con mi mánager, pero también con una asesora que trabaja con los top 30 coleccionistas de arte del mundo y me dijo que voy por muy buen camino, que el 98 % de los artistas no venden (…)”.
Leo su mensaje con estupor desmedido y confirmo, en efecto, cuál es el error de base de su posición y de la de los llamados “asesores”. Para ella, al igual que para estos últimos, la única garantía de éxito y de “reconocimiento artístico” reside en la acumulación de ventas, o eso parece. Lo más grave del caso no está en que ella piense esto, sino en el hecho de que sus asesores alimenten semejante perspectiva torpe y fronteriza, desligada por completo de la propia dinámica del campo del arte.
Cierto es que las ventas resultan muy importantes para la estabilidad de un artista y para la propia sostenibilidad de la carrera que la mayor de las veces (y la pintura no es una excepción) demanda de materiales bastante costosos. Sin embargo, reducir el alcance de una obra, su legitimidad y su valor de relaciones sociales a la tiranía de la oferta y la demanda, no hace sino revelar un analfabetismo cuanto menos inquietante.
A fecha de hoy, lo hablábamos la artista y yo (no estaría de más subrayar que es una excelente pintora y una muy linda persona), Lobeira es víctima de una absoluta orfandad crítica y de una nula asistencia institucional. Resulta desconcertante, como mínimo, que una obra tan bella y poderosa como la suya no cuente con la fortuna de una “masa crítica” en la que destaquen textos de firmas de prestigio dentro del discurso crítico y de las narrativas historiográficas de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa.
No goza de un programa curatorial riguroso, a dos o tres años vista, que posicione su obra en el ámbito de museos, de centros de arte y de fundaciones relevantes. Su poética pictórica no se encuentra avalada por el cuerpo editorial de ninguna de las revistas y publicaciones importantes del mundo del arte y de los estudios visuales. No está representada por ninguna galería reconocida; lo que, de facto, le niega el acceso a ferias de arte y otros eventos que otorgan visibilidad y legitimidad a la obra de una artista.
Su obra jamás ha sido vista en ninguna bienal del mundo. No participa en exposiciones colectivas dedicadas a cartografiar, en lo posible, el discurso y las prácticas artísticas latinoamericanas; tampoco puede hacer alarde de una agenda de muestras personales que certifiquen, de cara a la opinión pública, los derroteros de su trabajo y los recurrentes motivos estéticos de su narrativa pictórica que es, insisto en ello, tremendamente hermosa. Resumiendo: Roberta no existe para el mundo del arte. Netflix y la prensa rosa no son, aunque se quiera, espacios de legitimación para ningún artista que se respete, si bien es cierto que el tirón mediático ayuda en algo.
Sobre su pintura diré, sin la menor duda, que se trata de un acontecimiento excepcional. Y no lo es por el hecho de que tres de sus espectaculares lienzos —traducidos a la imagen en movimiento— se hayan convertido en un fenómeno mediático al ser usados como secuencia de apertura (apócope de introducción) de la serie mexicana creada por Manolo Caro para Netflix, La casa de las flores. Lo es, distinto de ello, porque su pintura reproduce, en un alarde narrativo exponencial, el sintagma barroco que define “lo latinoamericano” en tanto que espacio fruitivo proclive a las superposiciones continuas, a la ficción, al fragmento y a la retórica travesti.
Su escritura pictórica soporta un carácter teatral-dramático de inequívoco acento camp, al decir de Susan Sontag. Se trata de un registro de superficies especulares en las que se diluyen todas las fuentes insondables y alusivas del Realismo Mágico desde una contemporaneidad jugosa. La mayoría de sus piezas parecen esconder un secreto, generar una confusión intrínseca, al mismo tiempo que gestionan un estado de tensión y de libertinaje dionisíaco epatante.
Resulta fascinante, además, poder hablar de una pintura de estas dimensiones simbólicas y lúdicas sabiendo que es una mujer la autora de estos retablos enfáticos, en un contexto internacional del arte en el que la pintura pareciera solo patrimonio exclusivo de hombres.
La obra de Roberta es pura epifanía, es un ejercicio de afirmación y un gesto vocacional, dialógico y discursivo todo el tiempo. Toda gran artista no es sino una destructora del mundo real guiada por la voluntad invaluable de poder editarlo. De ahí que su propuesta tenga un sentido fundacional que supera lo real mismo para abrirse a la ficción y al montaje. De hecho, uno de sus mayores atractivos se localiza en esa capacidad fruitiva para orquestar horizontes fantásticos, relaciones anacrónicas y hasta incestuosas. Su pintura, reitero en esta virtud, es auténtica narración ficcional, es provocación, es fuga, es superación del principio de realidad y un inequívoco gesto subversivo respecto de todo específico freudiano.
Ojalá y estas líneas sirvan no para acrecentar el ego de la artista, sino, y mejor que esto, para señalar el poderío de una obra que, siendo extraordinaria, discute su alcance y su signo en las ventas y no en la gloria de un presente y de un mañana.
Ojalá y esta advertencia trastoquen ese manto de miopía y ese desconocimiento radical del mundo del arte para que una pintora de su talla alcance a disfrutar del sitio que merece en el azaroso y complejo ámbito del arte contemporáneo.
Roberta Lobeira es hoy, me cuesta decirlo, una pintora/artesana sujeta a la tiranía del encargo, pudiendo ser, con largueza, la nueva diva de la pintura latinoamericana.
Podría, sin apenas dudarlo, tener la casa, las flores y la corona.
Galería
Roberta Lobeira – Galería.
Abisay Puentes: La manzana en la cabeza
Abisay Puentes, en la distancia, que es también la mía, pinta cada día. Y lo hace del mismo modo que escribo yo: regido por el signo de la inequívoca conexión con ese lugar de origen que, para bien y para mal, ha marcado nuestras vidas como un tatuaje indeleble que sangra, que sangra siempre.