Un lugar para el Iceberg de Luciana Abait

Luciana Abait es una artista interpelante e inquieta, una hacedora de finas metáforas que traduce lo horrible en belleza consumada. Detrás de esa apariencia impecable, de la magnificencia de su hechura, se revela el poderío de una condición discursiva que apunta hacia el núcleo duro de uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo: el cambio climático y la transformación atroz del planeta en manos del hombre y en nombre de eso que extrañamente llamamos civilización. Toda su obra se centra, con destreza y con mucha belleza, en la problematización de ese conflicto inminente. 

Su serie Iceberg es, con mucho, una declaración de principios y un trazado semiótico con infinitas ramificaciones de sentidos. Al margen de las consideraciones políticas contenidas en estas imágenes, está el hecho de que ellas mismas se convierten, por fuerza, en láminas del yo

No perder de vista que un Iceberg es un témpano de hielo, una gran masa de hielo flotante, desprendida de un glaciar o una banquisa, que sobresale en parte de la superficie del mar. Se trata, por tanto, de una suerte de condición errante, de narrativa del fragmento y de estado de la derivade espacio heterotópico por excelencia. Condición que, como muchos, compartimos la artista y yo. Esa que habla de la escisión y del viaje, de la ida y del regreso hipotecado. 

Ambos emigramos a espacios distintos de realización, surcamos los cielos y los mares en la búsqueda afanosa de otras circunstancias donde poder acreditar nuestra voz y donde hacer valer la dimensión de los sueños. El Iceberg se traduce entonces como esa suerte de espacio extraño, en matriz desfigurada y perdida del lugar de origen. 

El desarraigo se convierte así en una poderosa metáfora reflexiva y expansiva que termina afectando, directamente, las prefiguraciones artísticas y su puesta en escena. Y no quiero decir con ello que la obra de Luciana Abait se sitúe en el ámbito de la nostalgia bajo los impulsos de la idealización y los giros dramáticos y de afectación tan propios del tango y del bolero. Todo lo contrario: la suya es poética de discernimiento y de espesor, un ejercicio de radiografía en el que lo mismo anida la emoción que la esterilidad de la distancia crítica. 

Esa grúa sobre el hielo no podría resultar más rabiosamente poética y delirante. Una especie de sintagma extraído de una escritura ajena y lejana, el hallazgo de un encuentro entre literario y real, la señalización de un punto en el que la civilización, la naturaleza y la barbarie replantean las coordenadas de su presunto diálogo y de sus peligrosas aproximaciones. 

Esa grúa es, sin duda, una crítica frontal al tráfico del hombre y sus maniobras destructivas sobre el medio. Pero es, también, la alegoría más acaba de la subjetividad nuestra. Exiliada, ausente, desprovista de asideros estables y de escenarios propios. Una subjetividad lateral que vaga en el laberinto global, en el centro de los discursos diaspóricos y en los bordes de los mapas convertidos en posibles certidumbres del aquí y del ahora. 

Luciana Abait compulsa, desde la polivalencia de la metáfora, un diálogo cuestionador sobre los sistemas de valores y los raseros de permisibilidad que inundan las arcas insondables del despropósito contemporáneo. Apunta hacia el centro de esas dianas que reproducen, una y otra vez, un estado de violencia real y simbólica sobre nosotros y el medio. 

Afirmo esto a sabiendas de que Luciana ha decidido fraguar, por voluntad propia, un modelo de actuación estética que lejos de asirse al paradigma da la oposición, se apresta a explorar otras nociones —quizás más sutiles— que ponen en evidencia la tiranía de los discurso arbitrarios y engañosamente salvíficos al uso. 

Esta obra busca refundar el imaginario que gira en torno a la idea de catástrofe, exaltando la belleza y señalando el drama, pero con una sutileza poco menos que envidiable. Luciana interviene, simbólicamente, esos rituales de los medios de comunicación que perpetúan al drama —hasta dejar de importarnos— para escenificar una situación que nos desconcierta. 

De tal suerte, es desde todo punto de vista pertinente reconocer que el ensayo de Luciana Abait se presenta como un movimiento y una necesaria aprobación hacia el cambio en las dinámicas de esas relaciones conflictivas entre el sujeto y su medio. Ella busca, desde la extrañeza de sus imágenes, el recurso de la interpelación persuasiva, la tan necesitada maniobra de reconciliación entre las partes. Este motivo hace que la obra reclame la atención crítica y anuncie, fácticamente, los que podrían ser sus derroteros.

El hecho de vivir en Los Ángeles, California, enfatiza más, si cabe, el carácter responsable de la obra, toda vez que es una ciudad muy comprometida con las políticas de protección medioambiental y con el calentamiento global. Ese escenario de revuelo discursivo viene como anillo al dedo al horizonte enfático de representación de sus piezas. Sirve como correlato ideal a las misma. 

El cambio climático es, sin cuestionamiento alguno, uno de los aspectos del Medio Ambiente que mayor eco social ha alcanzado en los últimos años. El tema, y el debate en torno suyo, ha trascendido de los centros de investigación a la opinión pública y a las agendas de todas las campañas políticas, muchas veces de manera distorsionada, debido, en gran parte, a medios de comunicación poco rigurosos. Esas fluctuaciones que se producen entre los órdenes de lo real y los de la ficción, lo certero y lo infundado, forma parte, también, del trabajo de esta joven artista argentina. 

La perspectiva catastrofista que promueven los medios, contrasta con la disección poética de Luciana Abait. Nunca antes el arte tuvo tanta razón a la hora de abordar un tema. Muchas veces ocurre que el arte se apodera de imágenes grotescas y dantescas para hacer énfasis sobre los sistemas de violencia y las dinámicas de vasallaje gestionadas por los enclaves de poder dentro de la cultura contemporánea. Es así que las narrativas escatológicas y lo violento entroniza la agenda de muchos curadores y eventos, bienales incluso. Perdiendo de vista que, a ratos, resulta más elocuente y subversiva la belleza, que la densidad de la imagen hiriente. 

La obra de esta artista se erige, entonces, como un ejercicio en el proceso de concienciación y sensibilización social, siempre desde el ámbito del arte. Frente a la fuerte agresión que las acciones antrópicas han supuesto para el medio, con consecuencias muchas veces irreversibles, las imágenes de Luciana desean introducir un ánimo reconciliador en medio de tanta nota altisonante. Es desde el lugar de la obra y su horizonte de realización y de planitud toda, donde habita el más lúcido de sus comentarios sobre aquel lugar de nosotros y de nuestra historia presente. 


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