El ataúd de Virgilio Piñera

Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de María Kodama: “A Borges le gustaba Pink Floyd […] Tal es así que el himno para su cumpleaños no era el Happy birthday sino The Wall, aseguraba, muy alegre de cuerpo, la viuda negra. Y no es que esté en contra de la onda psicodélica de Floyd; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, estúpida y contemporánea, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son esas pequeñeces de entrecasa que los pobres muertos más han querido esconder. Como si dijéremos de pronto que Gabriela Mistral o Alfonsina Storni deseaban desesperadamente a alemanas bisexuales con piercing en los senos.

Esta regla debería estar en el Código Civil, o en la declaración de Aduana (junto al inciso que dice: “No se autoriza la importación o exportación de explosivos; drogas; estupefacientes; sustancias psicotrópicas; literatura, artículos y objetos obscenos o pornográficos o que atenten contra los intereses de la nación”).

Artículo 4º: Prohibido lucrar con la memoria de los muertos. Es que hay tanto idiota defendiendo a los koalas de la extinción, que me da rabia que nadie defienda a Borges de María Kodama. O, ya que estamos, a Roberto Bolaño de Carolina López.

Si a Jorge Luis Borges le gustaba Pink Floyd y “el arroz con manteca y queso”, yo creo que tuvo veinte años para decirlo. Y si no lo dijo nunca, por algo habrá sido.

Si a Bolaño le hubiera parecido bien El espíritu de la ciencia ficción, lo habría sacado de la gaveta y publicado en vida. Y no tendríamos un libro tan deficiente, tan descabellado. Un libro que necesita demostrar desesperadamente su existencia: contiene su propio facsímil.

Para husmear hay que estar acreditado.

Lo mismo, aunque más grave, pasó hace algún tiempo con Virgilio Piñera, cuando a un grupo de intelectuales se les ocurrió recordar al escritor cubano. No tengo el libro acá para ser literal como quisiera, pero recuerdo que los tipos chismeaban cosas del tipo: “Todas las noches, antes de acostarse, Virgilio tiraba al piso sus chancletas y de acuerdo a como cayeran, sabía cómo iba a ser el día siguiente. Si las chancletas pronosticaban un mal día, sus salidas a la calle eran solo para las necesidades lógicas, e iba bajo una gran tensión”.

Afortunadamente, hace un par de años salió Virgilio Piñera al borde de la ficción (Editorial UH-Editorial Letras Cubanas, 2015); dos tomos, 814 páginas de casi la totalidad de los trabajos críticos —hay de todo: reseñas, meditaciones, entrevistas, chucho, polémicas y chismes— debidos a Piñera a lo largo de su vida literaria, “con algunas incorporaciones póstumas”.

Localizar el original, cotejarlo, releerlo en el pantano bibliográfico cubano —una pincha de Carlos Aníbal Alonso y Pablo Arguelles; dos que le han devuelto a Cuba algo que parecía patrimonio de Elizabeth Mirabel y Carlos Velazco: una investigación a cuatro manos—, no es cosa menor. Y, sin embargo, en el fondo de esa práctica silenciosa que llamamos investigar, ¿no hay acaso la ilusión, el vicioso designio de entablar con un libro, una obra o un autor esa relación de aventura y suspenso —hecha de incursiones nocturnas, cerrojos burlados y claves robadas— que conocemos bajo el nombre de espionaje?

Hace mucho que las páginas de los libros y las revistas cubanas dejaron de ofrecérsenos abiertas para investigar. Para husmear hay que estar acreditado. (Recuerdo aquella nota al final de Los amagos de Saturno, un documental sobre los sucesos de Humbold 7, donde la periodista tiene que aclarar: “A pesar de que este juicio fue publicado, radiado y televisado en vivo a todo el país por orientaciones del cro. Fidel Castro, las instituciones que conservan información relativa a este caso negaron el acceso a ella, aduciendo se halla desaparecida o en áreas restringidas”) Pero investigar, ¿no es precisamente, no sigue siendo siempre desgarrar, entrometerse, irrumpir en un orden sereno, satisfecho de sí, devoto del silencio, las puertas entornadas y las persianas bajas?

Esos monaguillos que pretenden hacernos creer que Cuba es un país de mesas redondas, de gente pidiendo concertadamente la palabra, de serenos intelectuales de izquierda, nos embaucan. Así, mientras nuestras revistas literarias de hoy enfatizan la catatonia, la corrección política y la anulación del yo; a mí me parece —entre los artículos de Piñera y los de Cabrera Infante—, que el campo cultural cubano se mueve más en el gesto de hacer sentir dolor al contrario, de luxar el codo, de presionar el nervio hasta dejar inconsciente al atacante.

Ser ensayista es mucho más difícil en Cuba que ser homosexual, o bisexual, o heterosexual incluso. Ser ensayista es mucho más jodido que ser yonqui.

Ejemplo pertinente: “En este consejo poético”, escribe Virgilio Piñera a propósito de la revista Poeta, “la salvación vendrá por el disentimiento, por la enemistad, por las contradicciones, por la patada de elefante”.

Pero, ¿por qué esperar hasta 2015 para publicar estos ensayos? Esa es otra historia. Una historia que comienza con el miedo institucional al ensayo cubano. Ser ensayista es mucho más difícil en Cuba que ser homosexual, o bisexual, o heterosexual incluso. Ser ensayista es mucho más jodido que ser yonqui.

Carlos Victoria me contó una especie de maquinación tan delirante como paciente para volver loco a Virgilio Piñera y quitarle todo lo que le pertenecía. No sé si hubo alguna vez tal plan, aunque contemplando el resultado —que sus ensayos completos no se publicaran en Cuba hasta 2015—, no se puede negar que si lo hubo, funcionó.

Es fácil leer este gesto —la negativa a publicar a un autor— como simple expresión de ignorancia de quienes creen que la cultura nacional es su feudo o, peor, la casa que decoran como quieren, e invitan o dejan de invitar con total arbitrariedad. Si se piensa con paciencia o con cuidado, no hay mayor homenaje a la literatura de Virgilio Piñera que su postergación; no hay muestra más grande de la importancia de sus ensayos que temerles como lo que suelen ser: bombas de tiempo, bombas sin tiempo, bombas que cancelan el tiempo. Quizás por eso tantos de esos directores del Instituto Cubano del Libro (ICL) evitaron como la peste publicarlo.

Para explicar el mecanismo del humor, Alfredo Casero, el comediante argentino, imaginaba una escena: la de un hombre llorando junto al ataúd de su madre. Por cierto, esta es una escena que puede llegar a ser conmovedora. Pero si luego el mismo hombre se echa el ataúd al hombro e intenta salir corriendo de la iglesia, el efecto es hilarante. Y no puedo dejar de pensar en eso mientras hojeo Virgilio Piñera al borde de la ficción: en los del ICL corriendo en medio del velorio.