Aunque es obvio que una lectura antihormonal —objetiva, fría— respecto a los efectos de la muerte y legado de Fidel Castro (que como todo el mundo sabe, no ocurrió realmente el pasado 25 de noviembre, sino el 31 de julio de 2006) solo va a ser posible en veinte o treinta años más, es fácil, por lo menos en literatura, darse cuenta de que su fallecimiento coloca ciertas cosas en perspectiva: hasta el día de hoy, Castro fue la bestia negra inalcanzable de las letras cubanas.
(Escribo esto en el momento en que Ediciones Santiago presenta Cuando yo pienso en Fidel, una selección de “los innumerables textos escritos con sinceridad y de manera espontánea por santiagueros y santiagueras de diferentes generaciones, ante la pérdida física del Comandante en Jefe”, que contrasta —por su aparatosa sobreestetización y rutilancia— con el protocolo de silencio impuesto a la literatura nacional con respecto a Fidel Castro. Un silencio que ronda el horror.)
Porque casi nadie —sin el consentimiento de nuestro Ministerio de la Verdad, de nuestra Policía del Pensamiento— pudo narrar a Fidel en Cuba. Casi nadie se atrevió. No cuenta, por supuesto, aquella infinidad de libros clones —que no mencionaré por vergüenza ajena— publicados a propósito de su noventa cumpleaños. Textos ofrecidos como enigmas ya resueltos, crónicas hechas casi con recetas de cocina; libros cuyas respuestas sabemos de antemano y que nos acorralan en su corrección y biografismo blando.
Los editores cubanos le tenían miedo a Fidel Castro, sí; pero más asustados estaban los autores.
Ahora, que Fidel ha muerto, sería interesante contar las novelas que se refirieron a él en la Isla, que lo tomaron como figura, que lo intentaron descifrar. Por supuesto, hay unas pocas, pero incluso en las mejores —Días de entrenamiento, de Ahmel Echevarría, por ejemplo— el gobernante aparece como una figura incidental, una especie de doble (“viejo de fierro”, es el eufemismo que usa Ahmel), casi nunca como el centro del relato. Porque Fidel es a la literatura nacional lo que Voldemort a Harry Potter: El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado. Su estética es la del tabú.
A lo que voy: cuando pienso en la relación entre ficción y política en las editoriales cubanas, no puedo dejar de acordarme, y no sé bien qué relaciona una cosa con la otra, de una encuesta que consulté hace tiempo sobre las distintas colonias del DF: en unas ocupaba el primer lugar la delincuencia y la drogadicción, en otras la falta de trabajo… En La Roma salió la caca de los perros.
Como lector, pienso que por aquí falta una novela sobre Fidel Castro. Una cubana. Una novela redactada por quien goce con los rumores, el secretismo y las extravagancias generadas por el ejercicio del poder. Una de intrigas palaciegas.
Ejemplo al azar: hace unos días escuché a Néstor Díaz de Villegas desarrollar la hipótesis de que Jorge Mañach había sido el ghost writer detrás de La historia me absolverá. El proceso con Néstor siempre es inductivo: de la estufa caliente, al dedo, al cerebro, al grito. ¿Importa si es verdad? Qué importa eso. Tenemos todos los ingredientes de una novela conspirativa, tipo Respiración artificial. Pero en Cuba no estamos acostumbrados a esa falta de certeza.
Por supuesto, no sé quién podría escribir tal libro. A qué editorial cubana le interesaría. Obviamente, jugar con esa clase de fuego tendría su costo: el escritor de dicho volumen sería considerado un traidor o un enemigo encubierto al modo de Jorge Edwards, quien descubrió temprano que los cristales rotos de sus propias historias podían cortarle las manos.
(Hay una meditación de Edwards, en Persona non grata, que vale la pena citar in extenso: “Los cubanos […] muestran una obra disidente a los invitados extranjeros. Se la dejan en el velador, como dejan la Biblia en los hoteles puritanos de Norteamérica y Europa del Norte. Apenas se han ido las visitas, tapan la obra con un sombrero de copa, después levantan el sombrero, y el libro desaparece hasta de la memoria de los disciplinados lectores. Solo se lo podrá encontrar en las mesas inaccesibles de los cardenales de la iglesia nueva, junto a otros bienes que también se han convertido en humo, fuera de aquellas mesas privilegiadas, gracias a la aplicación milagrosa de la teoría”.)
Repito: no sé si ese libro podría escribirse en Cuba, pero sería interesante leerlo como una indagación cotidiana, como el drama chillón hecho de una literatura que quiere captar los latidos del corazón del poder, aquella taquicardia encantadoramente oscura de nuestro presente.
Pero me desvío: la novela del dictador es el Triángulo de las Bermudas de nuestra narrativa. Si fracasó el boom entero, si fallaron o no estuvieron a la altura Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes, ¿cómo nuestros autores locales no se iban a perder ahí?
Por supuesto, no se trata de ningún crimen el no haberlo intentado. Pero estos días, hubiera sido reparador chequear qué hizo la novela local con Fidel y si estuvo a la altura o no de tamaño tema: qué epitafios o maldiciones le lanzó anticipadamente, si se ensució las manos con sus peores sospechas y abrió los ojos en la oscuridad, intentando atrapar con la pluma un fantasma apenas nombrado.
Dato: las editoriales made in Cuba consiguieron —como casi todos los periodistas cubanos que trabajaron el pasado 25 de noviembre de 2016—, durante un tiempo indefinido, que una persona dejara de estar viva y, al mismo tiempo, dejara de estar muerta.