La verdad es que pensaba escribir sobre una carta de Virgilio Piñera a Gastón Baquero, el 4 de agosto de 1943, a propósito de una serie de artículos publicados en el diario Información. Piñera le pone algo como esto: “Si todo el mundo te ha felicitado yo te doy el pésame; pésame que tú mismo comenzarás a darte desde aquella hora ominosa en que fueras designado columnista […]. Porque es enterramiento lo que ha dejado de existir y cada día que transcurra irás enterrando fragmentos del Gastón Baquero no solicitado por el cotidiano artículo de actualidad. Sabes mejor que yo los peligros de lo fácil. El acto de escribir día por día sobre algo no definido; sobre algo que no es un tema que se lleva y se rumia salvajemente conducirá necesariamente a la esterilidad. […] Te veo ante la máquina de escribir, la mente en blanco, como un seudópoto palabra tras palabra”.
La carta está increíble, tienen que leerla. Podría afirmarse incluso que, si le quitamos a Virgilio Piñera el verbo encendido, aquella intervención en la Biblioteca Nacional: “hay un miedo […] que corre en todos los círculos literarios de La Habana […] sobre que el Gobierno va a dirigir la cultura”, y La isla en peso, nos queda un perfecto hijo de puta.
Pero esta columna no va de eso.
¿La razón? Carlos Manuel Álvarez —otro columnista isleño— acaba de publicar La tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso, 2017): dieciséis crónicas donde el protagonista no es Fidel Castro ni Rafael Alcides ni el país natal —una isla que siempre está luchando consigo misma, dentro y fuera del libro—; tampoco los sujetos nobles y despingados que asoman la cabeza cada tanto —no nos dejemos engañar—, el protagonista es Carlos Manuel Álvarez Rodríguez, “uno de los mejores periodistas del continente”, dice Leila Guerriero en la nota de contraportada. Y recuerda un poco aquella paradoja de Juan Forn sobre GuCheng, un legendario poeta chino de 35 años, “escandalosamente joven para ser un legendario poeta chino”. Pero me desvío.
No les voy a decir que es el mejor libro de crónicas que he leído este año o alguna cosa por el estilo, porque ya sabemos lo bajo que voló la literatura cubana en 2017.
En 1999 el psicólogo Daniel Simons diseñó un cortometraje donde se veía a varias personas, divididas en dos equipos, pasarse una pelota de baloncesto. Al mostrárselo a los sujetos de su investigación les pedía que contaran cuántas veces se pasaban la pelota los integrantes del equipo que vestía de blanco. Los espectadores estaban tan concentrados en esta tarea que no veían que, en un momento dado, irrumpía en escena un hombre vestido de gorila. La magia de La tribu, por así decirlo, tiene que ver con descubrir al periodista pasando entre nosotros vestido de gorila, esto es: con el lenguaje, con cambiar la coma y volver a ponerla, dar martillazos sobre las conjugaciones verbales, con la supremacía de la palabra y el criterio como único atuendo.
Carlos Manuel ha logrado anular la tensión, el coitus interruptus entre periodismo y literatura.
En un país como Cuba, donde nos ha costado muchos años llegar a entender que las opiniones no son puñaladas y que la palabra “puñalada” no viene manchada de sangre como en una telenovela mexicana; nos ha costado mucho tiempo y muchos capítulos de esa telenovela comprender que las opiniones de los otros no ponen en peligro nuestra propia opinión; no es cosa menor.
Como Néstor Díaz de Villegas, como Leonardo Padura —sin la sensación de que el ordenador te va a aplaudir después de la última frase—, Carlos Manuel Álvarez ha logrado que la glotona ociosa que ya va por la mitad del envase de dos litros de helado de chocolate, el estudiante universitario que ha estado encorvado desde las ocho de la noche anterior, el ciberacosador con los pantalones abajo, el tipo del bar gay, el militar que pasa un largo fin de semana tomándose cocteles de Viagra, el reportero de provincia que sueña con llegar a la redacción nacional, el crítico literario cubiche, en fin, todos nosotros, esperemos su opinión, atraídos como lampreas.
El periodismo cubano, hasta ahora, apartaba la palabra y se quedaba con la noticia, es decir, con la trama, que casi nunca es el punto fuerte de ninguna investigación. Si desnudas Habana Babilonia, lo que tienes es una chica flaca —la historia— del montón. Pero Carlos Manuel ha logrado anular la tensión, el coitus interruptus entre periodismo y literatura; su prosa no sufre —como la de muchos escritores que ejercen el oficio— entre su deber ser periodístico y su necesidad de expresarse lejos de ese deber y de esas máscaras. En La tribu, por un lado, tenemos el periodismo, lo serio, los hechos, lo real. Por otro, la literatura, su gratuidad, sus trampas formales, su putería. Y esas dos cosas teniendo sexo anal. Esto tiene lugar sobre la tarima de un bar abarrotado. El público corea: ¡Que la chupe! ¡Que la chupe!
Es una experiencia que excede cualquier sistematización académica: en sus crónicas buscamos destellos, epifanías, suspensión del tiempo, espacios intermitentes llenos de ninguna cosa —tal vez eso sea la literatura—, pero también urgencia. La efectividad de los textos de Carlos Manuel se revela en la inmediatez.
En La tribu yo encuentro algo que no está todavía en sus ficciones —me refiero a los cuentos de La tarde de los sucesos definitivos—: al no tener tiempo para pensar demasiado, para fabricarse un antifaz, para importar voces ajenas —como sucede con el fantasma de Bolaño ululando en La tarde…—, tiene que hablar, tiene que decir lo que piensa, sin masticarlo mucho. Esa falta de tiempo para rumiar o buscar la sonrisa perfecta, esa sintaxis justificada a la izquierda, consustancial a la columna de opinión, es paradójicamente un esteroide para Carlos Manuel. Ahí nadie lo emula. Es un atleta ruso.
Frente a la solemnidad del vate poético cubano, a lo Lezama, y la seriedad programática del novelista, a lo Carpentier, al columnista no le queda más remedio que usar palabras malsonantes, ideas semipensadas, o simples suspiros. Ante la voz engolada del ensayista o del esteta, el tono del columnista (que escribe para comer: la columna de Carlos Manuel Álvarez en Hypermedia Magazine se titula precisamente “Pane Lucrando”), es para el lector una especie de compañía.
La vanidad, que es alimento de toda literatura, encuentra en el comentarista online su mejor dealer.
Frente a una literatura, la cubana, dedicada casi por entero al monólogo, al sexploitation de la realidad, las crónicas de Carlos Manuel al menos fingen algo parecido a un diálogo.
Si tuviera que acuñar una fórmula, irónica, podría decir que el modelo perfecto de lector para La tribu es el comentarista online, incluso el trol. La vanidad, que es alimento de toda literatura, encuentra en el comentarista online su mejor dealer.
Para cerrar: una vez le escuché decir a Carlos Manuel que el discurso político cubano era de extremos, siempre orillero, y que el truco era de alguna manera desoír esa retórica heredada. Algo que me recordó una frase de Camilo José Cela, en 1998, cuando le preguntaron si tenía algo que ver con los homosexuales. Su respuesta dejó tiritando al periodista: “No estoy no a favor ni en contra. Me limito a no tomar por culo”.
Y escribo esto justo después de ver The act of killing: a lo largo de los 159 minutos del documental, que trata de modo muy peculiar el asesinato en Indonesia, hacia el año 1965, de 500 000 ciudadanos adscritos al partido comunista, protagonizado por un alegre anciano que mató él solo, estrangulándolas con un alambre, a unas mil personas, no sale ni una sola víctima. Con La tribu sucede exactamente lo contrario —y ese es su acierto—: 257 páginas, sin un solo culpable.
(Solo lamento que una editorial como Sexto Piso, con la inteligencia para tener un logo que muestra un hombre suicidándose desde un edificio, imprima una portada tan mala. Digo: el negrito que corre en medio de la mierda, la ruina de fondo, el graffiti, es algo que a estas alturas solo puede sorprender a los transeúntes neozelandeses del aeropuerto internacional José Martí. Ahí, y solo ahí, abundan las muñecas negras y culonas confeccionadas en toda clase de tamaños. La tribu no armoniza con este tipo de souvenir.)