Memento

En el mismo momento en que vi a Leonard Shelby en Memento, supe que por fin alguien estaba contando mi historia: la película de un hombre que toma notas todo el tiempo para no olvidar. Shelby —víctima de un trauma cerebral que le causó amnesia anterógrada— es incapaz de almacenar nuevos recuerdos. Para retener los sucesos de su vida saca polaroids, toma notas y se tatúa pistas del asesino de su esposa, a veces demasiado ambiguas, por todo el cuerpo.

Leonard Shelby y yo estamos unidos por la cadera.

Tengo montones de libretas de notas, cuadernos de hojas sueltas que me ayudan a recordar. De otra forma no tendría ni idea. Unos años más tarde ya no me acuerdo de nada. Mi memoria queda superada por la velocidad de las cosas.

Este verano leí por primera vez Retratos y encuentros, de Gay Talese, donde encontré una crónica, “Alí en La Habana”, que relata la visita del “boxeador más hermoso del mundo” a la Cuba de 1996. Allí, el periodista norteamericano comenta, entre otras cosas —un encuentro bufonesco con Fidel Castro, una velada en la que Alí no pronuncia una sola palabra, se queda dormido, y Fidel hace trucos de magia con un pulgar de goma— que, en el lobby del hotel Nacional, el púgil firma algunos autógrafos, escribe “su nombre completo en las tarjetas o trozos de papel que le pasan sus admiradores: ‘Muhammad Alí’. No se conforma con el eficiente ‘Alí’ ni con las simples iniciales. Nunca fue cicatero con su público”.

Quedé pasmado. Me puse a revolver mi papelería hasta que encontré una libreta con una firma: “Muhammad Alí”, escrito en parkinsoniano. El libro de Talese me hizo recordar algo que había borrado por completo del disco duro. (Una lectura y su precuela varios años antes. Como Breaking Bad y Better Call Saul. Esa onda.) Yo tenía unos once años y seguramente estaba allí por obra de mi padre, pero lo había olvidado.

¿Qué hacer cuando nuestra memoria se marchita y comienza a fallar; cuando nuestras anotaciones y registros terminan reemplazando nuestra mente?

Mi memoria de lector la puedo reconstruir ahora mirando todas esas notas. Más o menos. Como esos programas de recuperación de datos, los recuerdos me llegan defectuosos. Irreconocibles. Descubro, para mi sorpresa, que al parecer he leído un libro titulado En el principio fue la línea de comandos, de Neal Stephenson. ¿Cómo describir —a la luz del presente— lo que hace Stephenson con la historia del software? Imagínense un cruce de carreteras donde hay cuatro puntos de venta de autos. Uno de ellos (Microsoft) es mucho, mucho mayor que los demás. Comenzó hace años vendiendo bicicletas de tres velocidades (MS-DOS); no eran perfectas, pero funcionaban, y cuando se rompían se arreglaban fácilmente. Enfrente estaba la tienda de bicicletas rival (Apple), que un día empezó a vender vehículos motorizados —autos costosos, pero de estilo atractivo, con los mecanismos herméticamente sellados, de tal modo que su funcionamiento era algo misterioso.

La tienda grande respondió apresurándose a sacar un kit de actualización (el Windows) al mercado. Este era un dispositivo que, cuando se atornillaba a una bicicleta de tres velocidades, le permitía seguir, a duras penas, el ritmo de los carros Apple. Los usuarios tenían que usar gafas de protección y siempre estaban sacándose bichos de los dientes mientras los usuarios de Apple corrían en su confort herméticamente sellado, burlándose por las ventanillas. Pero los Micro-motopedales eran baratos, y fáciles de reparar comparados con los autos Apple, y su cuota de mercado creció.

Al final la tienda grande acabó por sacar un auto en toda regla: un monovolumen colosal (Windows 95). Tenía el encanto estético de un bloque soviético de viviendas para obreros, perdía aceite y le estallaban las bujías, y fue un éxito tremendo. Desde entonces ha habido un montón de ruido y gritos, pero poco ha cambiado. La tienda pequeña sigue vendiendo elegantes sedanes de estilo europeo y gastándose mucho dinero en campañas publicitarias. La tienda grande sigue fabricando monovolúmenes y vehículos pesados, cada vez más y más grandes.

Con una excepción, claro: Linux, que está enfrente mismo, y que no es un negocio en absoluto. Es un conjunto de tiendas de campaña, casetas, tipis, y cúpulas geodésicas levantadas en un prado y organizadas por consenso. Medio tribal. La gente que vive allí fabrica tanques. No son como los anticuados tanques soviéticos de hierro forjado. Han sido modificados de tal modo que nunca, nunca se averían, son lo bastante ligeros y maniobrables como para usarlos en la calle, y no consumen más combustible que un carro compacto. Estos tanques se producen ahí mismo a un ritmo aterrador, y hay un número enorme de ellos alineados junto a la carretera con las llaves puestas. Cualquiera que tenga deseos puede simplemente montarse en uno y marcharse con él gratis. Aunque, todo hay que decirlo, casi nadie lo hace.

¿Qué más hay en esos cuadernos?

Resulta que he leído tres biografías de Mao Tse Tung. ¿Qué diablos sé de Mao?

Descubro una libreta llena de títulos que, al parecer, no solo leí, sino estudié: Las 120 jornadas de Sodoma (el libro parece subrayado por otra persona) y Justine o los infortunios de la virtud, escritos por el marqués de Sade; la Historia del ojo, de Georges Bataille. Daba la impresión que Jérôme Bosch se había encargado de planificar mis lecturas, porque en esos libros, sin duda alguna, una pandilla provista de picos de ave me estaba esperando.

Notas sobre libros académicos: la novela pastoril española, el teatro clásico francés, la comedia latina. El aburrimiento de mi lista era digno de las canciones country. Lo que sí estaba claro es que la universidad me estaba arruinando el gusto. Afortunadamente, por cada libro de Elina Miranda o Mirta Aguirre fijado para alguna prueba, me zampaba dos de Sergio Chejfec y tres de Mario Bellatin como revancha. Supongo que intentaba compensar así el tiempo perdido leyendo de manera obligatoria. O equilibrar las cosas. Esquivar esas obras fríamente calculadas y escritas para ser deglutidas por la academia. Cuando Bolaño hablaba de las “diamelitas” supongo que se refería a eso, a obras como, por ejemplo, Ella escribía poscrítica, de Margarita Mateo, que contiene todos y cada uno de los temas esbozados en los últimos quince años en las aulas universitarias.

Tenía hasta una foto de Alejo Carpentier comentada al dorso, una foto donde el escritor cubano parece haber estado estudiando las expresiones faciales de grandes peces, severas y mustias hasta límites insospechados. Ahora lo veo y me parece un mero gigante.

Lo único de lo que podía estar orgulloso era de una novela de Michel Houellebecq, Plataforma, anotada. La historia era la misma de siempre: chico conoce a chica, son felices, planean un futuro juntos y luego chica muere. Pero es asombroso lo que Houellebecq hace cuando escribe: la enrarece de una manera espeluznante —aderezándola con sadomasoquismo, miembros cortados, drogas y orgías—, la cambia, como puede cambiar un rostro si le afeitas las cejas.

Choqué contra esas notas sin airbag.

Hay un texto de Patrick Süskind titulado “Amnesia in literis” que viene muy bien para pensar esta cuestión: Süskind se fija en dos tomos de su librero: “¿Qué libro es ese? ¿Cómo se llama? Los endemoniados […] ¿Y el autor? F. M. Dostoievski […] Me parece que me acuerdo lejanamente: la historia tiene lugar, creo, en el siglo XIX, y en el segundo tomo alguien se mata con una pistola. No sabría decir nada más. […] Es una vergüenza […] Sé leer desde hace 30 años […], y todo lo que me queda es el recuerdo muy aproximado de que en el segundo tomo de una novela de 1000 páginas alguien se pega un tiro”.

¿Quién?