Esto pasó hace mucho, muchísimo tiempo. Para ser exacto, hace menos de un mes. En las historias de la vida real quizás treinta días suenen a poco, pero para una columna online treinta días es la prehistoria. Lo que voy a contar ocurrió en esa época, en ese calendario salvaje.
El día primero de octubre de 2017, en Las Vegas, Estados Unidos, un jubilado de 64 años, armado hasta los dientes, disparó doce mil balas sobre la multitud que disfrutaba de un concierto de Jason Aldean. La ráfaga duró entre 9 y 12 minutos. El tiempo que dura el horror. No hubo heroísmo, solo sacrificios.
Esta historia comienza con una chica a la que vamos a llamar Heather para evitar el morbo de la identificación. Entonces, quedamos así: mi amiga se llama Heather y minutos antes del tiroteo marqué like en uno de sus post sobre el concierto. Pero esa no es la razón por la que van a morir.
“Aldean no solo parece aburrirse en el escenario, sino que está aburrido de verdad”, por lo visto tuvo tiempo de darle al botón enviar antes de que un completo desconocido le abriera la cabeza con un calibre 20.
El asesino se llama Stephen Paddock, y también ultimó a otras 57 personas. Vació los cargadores y se fue de lo más tranquilo al living de la suite 135 del Mandalay Bay, piso 32, a pegarse un tiro en la cabeza. Antes hizo una llamada. Dicen que a una mujer. No se sabe mucho más. Aunque en este caso no saber nada es saberlo todo.
El perfil de Facebook de Heather es una bitácora personal como las hay millones. Heather tenía 29 años y un par de botas hasta la ingle. Le gustaba la computación, el tenis, los idiomas. Escribía casi todos los días en su muro. Textos cortos que leían unos pocos amigos. Su penúltimo post tuvo seis comentarios. El último, en cambio, el famoso post-mórtem, está a punto de alcanzar los 5000 mensajes. La gente ha leído la noticia en la prensa y ha ido a escribirle cosas a mi amiga muerta. Su Facebook se ha convertido en un velatorio permanente, en un altar con emoticones llorosos. El sufrimiento lo entiendo, pero ¿por qué también publicar, treinta días después de su muerte, en el perfil de Heather?
(Se sabe: cuando alguien muere, muere también la contraseña de su Facebook, es decir, muere la posibilidad de “actualizar” su muro, y entonces ese espacio en Internet deja de pertenecerle a un vivo, para ser patrimonio de un fantasma).
Todavía no sabemos muy bien qué pasa con todas esas cuentas de usuarios muertos, no sabemos cómo el asesinato es compatible con “Comenta tu estado”, ni si al morir alguien leerá nuestros mensajes privados en Messenger. No lo sabemos porque hasta hace pocos años no había muertos en Facebook. Pero ahora el homicidio de Heather me ha llevado a pensar que un día, dentro de unos 30 o 40 años, Internet estará lleno de perfiles a los que se les habrá muerto el dueño. Bitácoras a la deriva del tiempo, textos inconclusos que acabarán diciendo “mañana les cuento algo que me ha causado mucha gracia”. Y después nada. Después silencio. Los lectores no sabrán nunca que el usuario ha muerto. (La sensación de que la palabra usuario habla de un ente que no ha encontrado todavía qué tiene para decir en Internet. Una palabra hueca, vacía de oficio. Desapasionada y triste. Una palabra que suena parecido a zombi). Los lectores pensarán que se ha cansado, o que ha cortado la amistad, o que ya no quiere escribir más estupideces. No más selfies. La muerte rondará en silencio, congelando las historias cotidianas, cortando la continuidad del home, confundiendo al caché de Google.
Hace 15 años no sospechábamos que un historial mal cerrado podía ser causa de divorcio, por ejemplo. Ni que la fama se mediría en millones de visitas a YouTube. Ni que el verbo “gustar” pasaría de ser un estado de ánimo a una acción realizada: de un sentimiento a una declaración del consumidor. Ni que la cuenta en Twitter quedaría activa después de nuestra muerte. Y ahora nos está ocurriendo.
Incluso el exilio era diferente, no ese símil del que algunos se quejan ahora. Pocos exiliados de hoy han vivido en carne propia aquel dolor horrendo que se sufría antes: el de no saber nada en directo, el de no tener puntos de conexión con el origen. Porque, digámoslo de una vez, en las últimas décadas —pongamos desde 1999— vivir lejos del país comenzó a ser más fácil. Los dramas del desarraigo ahora son más leves: las cartas no demoran meses, ni uno tarda semanas en saber que la madre ha muerto. Las noticias de la patria no llegan con cuentagotas. Al contrario. Ahora los exiliados nos explican la ilógica de este país por Messenger, en una paradoja moderna que me sigue causando gracia y, a la vez, estupor.
Pero me desvío. Para todo cuanto sucede en la vida uno tiene explicaciones relativas, contextos en los cuales meter los sucesos cotidianos, incluso aquellos que pueden parecer extravagantes. En medio de un concierto de Jason Aldean vemos a los espectadores coreando a su ritmo, y de pronto, entre ellos, antecedidos por gritos, vemos gente corriendo: dos, tres, doscientos, mil tipos desperdigados. Mi amiga Heather viene en esa turba. Pensamos primero que se trata de una broma pesada, o que una torre de audio está a punto de irse a la mierda contra el suelo, o finalmente que todos están ebrios. Como sea, encajamos la escena en alguno de estos casilleros y volvemos a lo nuestro.
A veces, no obstante, esta especie de armonía básica de la cordura se rompe, particularmente cuando lo que vemos no debiera estar ahí. Como aquel hombre abriendo fuego contra 22 000 personas.
Era un mensaje, leí en la prensa, posteriormente. Sí, ¿pero un mensaje de qué?