La verdad es que iba a escribir sobre Frank Darabont, el desarrollador de The Walking Dead —una serie de televisión sobre un apocalipsis zombi, en donde nadie dice la palabra zombi—, pero no lo voy a hacer. Eso lo están haciendo todos, con justa razón y Jorge Carrión a la cabeza. Lo que sí voy a hacer, de manera algo gratuita, es hablar de los muertos caminantes cubanos, esos tipos que hacen periodismo cultural.
A lo que voy: el periodista cultural cubano está lleno de gustos, porque no tiene gusto, está lleno de opiniones, porque no tiene ninguna opinión. Ante un libro desnudo, tiembla. Calcula el número de páginas, habla de su portada, de la raíz cuadrada del ISBN, cita a Saint-Exupéry, lee en voz alta un prólogo, nos instruye sobre el conteo de esperma de su autor, todo y cualquier cosa para no emitir un juicio. En una isla de poco más de doce millones de habitantes, no puede darse el lujo de descartar a nadie.
Tiene que emborronar cuartillas, tiene que reciclar todo lo que encuentra. Así, Leonardo Padura se convierte en el Descemer Bueno de la literatura cubana. Un chiste que habla de cómo la cultura se esfuma, desaparece, se convierte en un espejismo.
La ambigüedad siempre lo salva, y le permite estar de acuerdo y en desacuerdo con todo y todos, dependiendo de quién es el centenario, qué novelista muerto está de moda, a qué Lezama hay que descubrirle un nuevo pasatiempo, amante u obsesión.
El pecado del periodismo cultural cubano no es haber castigado o enjuiciado mal a los buenos escritores del patio, sino no haberlos descubierto hasta después de los cincuenta años.
El periodista cultural cubano no encuentra nada bueno, ni nada malo, sino todo interesante, sintomático, raro. Todo es identidad. Lo que lo vuelve lo suficientemente escurridizo como para ejercer de banda sonora perfecta en los Informativos.
Descubre que Pedro Juan Gutiérrez es nuestro Bukowski o nuestro Carver o nuestro Ford. Las cosas más insospechadas. Pero jamás llega al descubrimiento de que Pedro Juan Gutiérrez es simplemente Pedro Juan Gutiérrez, y que en tanto debemos leerlo.
Es maestro en hablar de novelas como si fueran telenovelas, y discos como si fueran películas y en juzgar las películas por su director de fotografía o el peinado de sus actrices. (Esto funciona increíblemente cuando del cine de Fernando Pérez se trata.)
El pecado del periodismo cultural cubano no es haber castigado o enjuiciado mal a los buenos escritores del patio —aunque hay una larga lista de disparates— sino no haberlos descubierto hasta después de los cincuenta años.
El problema de los periodistas culturales made in Cuba es que no pueden dejar de escribir como quien no puede dejar el alcoholismo.
De alguna forma, lo que llamamos crítica literaria es la llegada de esta especie, más bien marginal hace algunos años, al dominio completo de nuestros suplementos culturales. Pedro de la Hoz en la crítica musical es el símbolo mismo de ese golpe de Estado.
El problema de los periodistas culturales made in Cuba es que no pueden dejar de escribir como quien no puede dejar el alcoholismo. Han intentado el funcionariado y la academia, la psicoterapia trovadoresca y la cerveza Cacique, la brujería, el aforismo y los aeróbicos, el sóftbol, pero nada. Sus recomendaciones son suicidios fallidos. Y se sabe: no hay nada más patético que un suicida fallido, alguien que sobrevive nada más porque también es negligente para la muerte. Hay un poema de Heriberto Yépez que dice: “Un vago se tiró de un puente y falló. / Nadie lo vio embarrado / en el pavimento / debajo del Puente Constitución”.
¿Te imaginas como debe sentirse un sujeto que incapaz de vivir intenta matarse y tampoco lo consigue?