Las (otras) comidas profundas

En 1820, el químico alemán Friedrich Accum publicó en Londres un Tratado sobre la adulteración de la comida, en el que describía los fraudes más extendidos en la capital inglesa en los albores de la revolución industrial: guisantes molidos mezclados con el café, aceite de oliva con una gran cantidad de plomo, caramelos teñidos con óxido de cobre, vinagre mezclado con ácido sulfúrico para que fuera más ácido…

Cabría pensar que desde el siglo XIX las cosas han mejorado mucho en el planeta. Sostengo un paquete de café Hola, de “tueste oscuro”, destinado al consumo de la población cubana; en la parte de atrás del sobre se lee: 50 % café y 50 % chícharos. Aunque podría ser peor: hace apenas una década, el café normado tenía una composición frankensteiniana: 50 % de café, 40 % de chícharos y 10 % de sucedáneos. (El significado de la palabra “sucedáneos” permanece oculto hasta hoy). 

Como se ve, hay mucha reflexión en el café cubano. El café Hola parece más una abstracción que una infusión en toda regla, una idea de café esperando encarnarse. Un reconocido humorista cubano dijo que una pequeña taza en la mañana era como desayunar y almorzar al mismo tiempo. 

Supe por la recepcionista de CUBACAFÉ que la persona indicada era el director del departamento de marketing y comunicación de la empresa. Por puro afán tecleé el nombre del susodicho en Google + “café cubano Hola”, mientras aguardaba a que se pusiera al teléfono. Lo primero que encontré fue esta muestra de su trabajo: “Hasta la fecha los resultados de las encuestas arrojan un 94,6 % de criterios de bueno, en el caso de la capital”. La incredulidad me obligó a abrir otra página: “Más allá de la utilización de chícharo —totalmente de importación— es considerada buena la calidad del producto dirigido a la población, en el que mayoritariamente se utilizan granos también importados”.

Esto bastó para convencerme de que ese tipo tiene un trabajo infernal. Da igual cuánto le paguen: no es suficiente. En un derroche de optimismo le pedí su autorización para visitar una torrefactora. “Envíeme una petición por escrito”, respondió con una voz neutra y engolada, ideal para un anuncio de Tolnaftato. Escribí mi petición y se la envié por correo.

Un amigo de toda la vida que trabaja en CUBACAFÉ, me advirtió que la fábrica era más hermética que un condón de los buenos. 

Después de tres meses escribiendo cartas y jugando al gato y al ratón por teléfono —si se puede considerar que los jugadores son dos cuando uno deja mensajes sin recibir jamás una respuesta—, llegué a la conclusión de que ese hombre estaba demasiado absorbido por el embuste como para ocuparse de asuntos triviales para los que fue contratado.

Si alguien quiere probar suerte, acá les dejo el teléfono: 72084252.

Como los cubanos han perdido el paladar, no es de extrañar que el Ministerio de la Industria Alimentaria, con la total complicidad de las tiendas de distribución nacional, ponga a la venta cualquier cosa con el pintoresco nombre de “café” o “queso”. En Francia, por ejemplo, el término “queso fundido” es una denominación oficial regulada, no se puede fabricar de cualquier manera, debe tener como mínimo un 40 % de materias secas (lo que queda una vez que se ha quitado toda el agua del producto), cosa que limita considerablemente la cantidad de líquido que se puede añadir. Pero en Cuba, ¿qué importa esto?

Conviene tener presente que el queso fundido cubano sirve para aprovechar quesos industriales insípidos de mala calidad, quesos que no se han vendido o quesos procedentes de lotes defectuosos. Se trata de una papilla de composición incierta, llena de aditivos como las sales de fundido. ¿Crees que es saludable tragarse fosfatos, fosfatos trisódicos y otros citratos? 

Nuestro refresco Piñata “vitaminado” contiene elementos totalmente sintéticos, sustancias semicomestibles que en última instancia no provienen de la mandarina o de los cítricos, sino de una refinería de petróleo o de una planta química.

Nuestro queso fundido es un placebo. Una magdalena proustiana en ciernes. 

Conviene aclarar que el consumidor cubano no es demasiado razonable, por no decir que es un absoluto cretino, lo que facilita aún más las cosas. Por ejemplo, basta con presentarle, en el caso de un producto como el refresco instantáneo Piñata, la imagen de un cítrico alegre, una mandarina pongamos, con un letrero de “con vitaminas y minerales”, para hacerle creer que el producto es sano. Sin embargo, todo figura claramente en la lista de ingredientes. ¿Es que los cubanos no saben leer?

Repasemos los componentes del refresco instantáneo Piñata de mandarina (uno de los productos más vendido de la empresa Coracán), a modo de ruleta rusa: 

1) “dióxido de titanio”: tengo en la casa un galón de pintura blanca Doal que también contiene dióxido de titanio; 

2) “enturbiante”: sin comentarios; 

3) “colorante (amarillo ocaso, amarillo tartracina y rojo 40)”: lo que conviene señalar de los colorantes es que su función es enmascarar los defectos o embellecer un producto de pésima calidad. Hay aditivos para el color o el sabor, para mejorar la conservación, para espesar, para reducir las calorías, para evitar que haga espuma o que se pegue, para que brille, para que sea crujiente, para que se hinche o para muchas otras funciones insólitas (hay aditivos, ya que estamos, con nombre y apellidos: las ensaladas premium de McDonald’s vienen con un “aliño Paul Newman”); 

4) “sabor similar al natural”: en el año 2001 la revista Capital hizo analizar los raviolis “de estofado de carne de cerdo y de buey” de la marca Leader Price. ¿El resultado? Los famosos raviolis no contenían ADN alguno de cerdo ni de buey, sino trocitos de cartílago, de glándulas salivales y restos de tejido renal de pavo. Ni pizca de cerdo, ni de buey, ni de estofado, ni siquiera hervido o mezclado con harina. 

Nuestro refresco Piñata “vitaminado” contiene elementos totalmente sintéticos, sustancias semicomestibles que en última instancia no provienen de la mandarina o de los cítricos, sino de una refinería de petróleo o de una planta química. De hecho, viendo la cantidad de moléculas exóticas empleadas para crear esta bebida lo lógico sería que el refresco Piñata hiciese algo más espectacular que simular el sabor cítrico en el estómago de un niño cubano por menos de un CUC. 

Comparado con el refresco Piñata, el picadillo de “pollo curado” made in Cuba, por ejemplo, es mucho más simple. Aunque, en realidad, la relación del llamado “picadillo MDM” (Masa deshuesada mecánicamente) con la carne de ave resulta casi tan metafórica como la del refresco Piñata con la mandarina. 

Esto es quizás lo que mejor sabe hacer la cadena alimentaria industrial cubana: oscurecer la genética de los alimentos que comercializa procesándolos hasta tal punto que, más que productos naturales —cosas elaboradas a partir de plantas y animales— parecen productos culturales. 

Vivimos en la pesadilla de Antonio José Ponte llevada a escala industrial.

Son las llamadas “comidas sustitutivas” de las que alguna vez escribió Antonio José Ponte en Las comidas profundas. La ironía se repite en cualquier país con depresión económica o en guerra: “Chuletas de arroz […], calamares fritos sin calamares, buñuelos de crisantemos […]: nombres sacados de un recetario barcelonés de la Guerra Civil. Crema de chocolate sin crema, sin huevos, y casi sin chocolate: de un recetario francés de 1871, año de guerra en París. Achicoria tostada por café en Alemania, después del bloqueo de 1806 contra las islas británicas”; soja por carne de res, pavo, pollo, incluso por pescado, en la Cuba de 1990; jamón de claria en la Cuba de hoy… 

Vivimos en la pesadilla de Ponte llevada a escala industrial.

En su libro Saber comer (Debate, 2014), el periodista norteamericano Michael Pollan enumera “64 reglas básicas para aprender a comer bien”. Algunas de sus recomendaciones parecen eslóganes: 

“Evita productos que contengan ingredientes que un niño de primaria no pueda pronunciar”.

“No comas nada que no le pareciera comida a tu bisabuela”.

“Come solo alimentos que acabarán pudriéndose”.

“No ingieras nada que haya sido cocinado en lugares donde todo el mundo tiene que llevar mascarilla quirúrgica”.

“Evita productos que contengan más de cinco ingredientes”

“No desayunes cereales que cambien el color de la leche”.

“Evita productos que afirmen ser saludables”.

“Come únicamente alimentos cocinados por seres humanos”.

“Evita alimentos que finjan ser lo que no son”.

Así, lo que empieza como una guía nutricional o de autoayuda —hay otro libro de Pollan con el que sucede lo mismo: El dilema de lo omnívoro (Debate, 2017)—, no demora en transformarse en una especie de incitación a la desobediencia civil. Será porque comer bien —lo saben Antonio José Ponte y Michael Pollan— es forzosamente un acto político.