¿Por qué importa Habana Abierta?

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“Las grandes músicas del mundo son tres: la norteamericana y la cubana” afirmó el escritor Antonio José Ponte en una conferencia reciente.

Apartando la injusticia con la música brasileña por omisión, allí hay una verdad más asumida que reconocida: no hay músicas populares más expansivas y determinantes en el último siglo y pico que el resultado de esos tres grandes encuentros de la tradición africana con la modernidad que se dieron en Estados Unidos, Cuba y Brasil.

Incluso los otros dos grandes focos creativos, el Reino Unido y Puerto Rico, se pueden ver como derivados de la música norteamericana y cubana. Si, por algún motivo, Cuba se ausentara del planeta, la principal razón por la que la echarían en falta no sería el azúcar o el tabaco, ni la poesía o la pintura, sino por la incesante creatividad de sus músicos.

La convicción anterior me anima a insistirles a mis amigos de Habana Abierta sobre la importancia de su obra: dejar huella reconocible en una de las músicas más importantes del planeta no es poca cosa. Hacer un aporte significativo a una tradición que ha engendrado la habanera, la contradanza, el danzón, el son, la guaracha, la conga, la rumba, el mambo, el chachachá, el jazz afrocubano, el songo, la timba y el reparto, te hace poco menos que inmortal, independientemente de cuántos discos se vendan por el camino.

Pero para hablar de los aportes de Habana Abierta es conveniente comenzar reconociendo lo que no han aportado. Porque cuando de música cubana se trata, parece inevitable hablar de la invención de géneros nuevos, con ritmos distintivos y paternidad demostrada. Visto así, no es mucho lo que puede decirse en favor de los músicos de Habana Abierta.

Aparte de las variantes nacionales del funk y el rap que esbozaron en su momento Vanito Brown y Luis Barbería, o híbridos como la conga-rock de Boris Larramendi o el rockasón de Alejandro Gutiérrez, poco se puede decir de ellos en cuestión de géneros. Que vinieran a llenar tardíamente un vacío cultivando géneros que engendraron variaciones locales en todos los continentes —como el rock o el funk— no parece razón suficiente para elevar a los músicos de Habana Abierta al santoral de una de las grandes músicas del planeta.

Porque a mi entender, el gran aporte de ese grupo de artistas —que excede el elenco agrupado en torno a la etiqueta “Habana Abierta” con que lo promocionaron las disqueras españolas— ha sido el de retomar la visión más esencial y creativa de la música cubana.

Retomar la visión más esencial y creativa de la música cubana.

Me recuerdan el caso de otro artista imperfectamente valorado en la historia de la música nacional y universal: Arsenio Rodríguez. Pese al empeño del Ciego Maravilloso por atribuirse el mambo o por introducir ritmos con poca suerte comercial como el capetillo y el quindembo, el impulso gigantesco que le dio a la música cubana no consistió en patentar un nuevo género exitoso.

El gran aporte musical de Arsenio fue el de sacar al son de su estado cuasi folklórico para igualarlo en complejidad a las grandes músicas del momento y crear un aparato —el conjunto— capaz de llevar a cabo las más importantes revoluciones posteriores de la música afrocubana y afrolatina, incluida la aparición de la llamada salsa.

Otro tanto podría decirse del fílin que, más que género nuevo, fue una manera novedosa de interpretar géneros preexistentes, que introdujo complejidades armónicas a la música popular cubana que la mantuvieron en la competencia con las otras grandes músicas del mundo.

Para entender la gran novedad que supuso la irrupción de estos músicos desde la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo pasado hay que entender en qué estado se encontraba la música cubana por entonces. Un estado en que, si se compara con la maravillosa eclosión de los años cincuenta, no podría catalogarse de otro modo que de lamentable.

Ya el estremecimiento provocado por Óscar D’León en los escenarios cubanos en 1983 dejó a los músicos locales preguntándose qué habían estado haciendo hasta entonces y, sobre todo, qué deberían hacer en lo adelante. Pero la parálisis nacional iba más allá de la música bailable y la preocupación sobre qué nuevo género inventarse. Lo crucial era reimaginar el modo de entender la música en aquellos tiempos.

Por aquellos años, los consumidores y productores de música en la isla se dividían en tres grandes tribus: la de los pepillos, la de los guapos (o cheos) y la de los trovadores (o faranduleros).

Los pepillos se concentraban en consumir y reproducir los grandes éxitos de la música rock y pop norteamericana o inglesa; los guapos preferían la música popular bailable y, si acaso, el R&B afroamericano; y los faranduleros iban de los neotrovadores del patio a la nueva canción sudamericana y el rock argentino y, ocasionalmente, algo de la música popular brasileña posterior a la bossa nova. Funcionaban todos como compartimientos estancos y cualquier incursión en los gustos de las otras tribus era vista como una traición a la tribu de origen y, más que nada, una profunda falta de swing.

A este fraccionamiento no era ajena la obsesión del Estado por controlar la música que consumía la juventud. De ser un país con un acceso privilegiado a la música internacional y en especial a la norteamericana, el celo ideológico del régimen instaurado en 1959 había limitado las posibilidades de acceso musical al mínimo. Nunca fue la música de la Isla tan provinciana como entonces.

Nunca fue la música de la Isla tan provinciana como entonces.

En la misma época de la gran explosión salsera, las orquestas más populares en Cuba —Los Latinos, La Monumental— se dedicaban a copiar merengues. Si el impetuoso desarrollo de la música nacional en la primera mitad del siglo se había dado en medio de un intenso intercambio y competencia con la música norteamericana, tanto el uno como la otra se habían visto frenados en seco.

Apartando el continuo éxodo de músicos, muchos de sus colegas que quedaban en la isla eran sometidos a continuos “castigos” que conseguían silenciarlos por años o por el resto de su carrera. Desde Meme Solís, Martha Strada, Felipe Dulzaides o Los Zafiros hasta el mismísimo Silvio Rodríguez.

El embargo norteamericano fue sin duda esencial en obstruir el acceso de la música producida en Cuba a los grandes mercados, pero lo cierto es que, aparte de los sospechosos habituales —Irakere o Los Van Van—, durante la breve hendija que se abrió en el embargo con los conciertos de la CBS, los gendarmes culturales de la Isla no tenían mucho que ofrecer.

A mediados de los ochenta acababa de pasar el momento más alto de la guerra contra el llamado diversionismo ideológico (“camisa estrecha, pelo largo y pantalón campana, me abrigan la cabeza como ideas de lana” canta Vanito Brown para definir la época) que, en la práctica, pasaba por la prohibición de facto del rock y de buena parte de los baladistas más exitosos de habla española.

La dinámica que generaron aquellas prohibiciones en los jóvenes fue muy diferente a la del mundo no comunista de la época y merece un estudio separado. Incluso aceptando que la fragmentación tribal de los gustos musicales podía obedecer a pautas similares a las de otras latitudes, el modo semiclandestino en que circulaba la música más atractiva para los jóvenes reforzaba el recelo entre las tribus musicales, dándole incluso un sentido político.

Si el rechazo de los rockeros hacia el Estado que los perseguía se extendía a la música cubana, los “guapos” en cambio despreciaban a los consumidores de una música que la propaganda oficial catalogaba de extranjerizante y nociva. En algo coincidían todos, sin embargo, incluida la propaganda oficial: no había nada anterior a la Revolución digno de escucharse. En aquellos tiempos, no había manera de hacer que un joven escuchara música anterior a 1959, a menos que se tuviera la precaución de amarrarlo previamente a una silla.

Iniciados los ochenta, cuando el rock apenas salía de su prohibición y el pop en televisión quedaba limitado a una hora semanal, la radio sostenía un rígido sistema de cuotas para favorecer a los músicos afincados en la Isla, si es que no habían tenido algún tropiezo con el Estado y flotaban en el purgatorio de los “castigados”.

En esos años los principales representantes de la Nueva Trova pasaban —tras el éxito de Silvio y Pablo en la Argentina post-dictadura— de ser mirados con sospecha a convertirse en los voceros oficiales del sistema; los rockeros seguían prefiriendo la tortura antes de que los vieran bailando casino o cantando en español; los bailadores de casino rechazaban el rock por exótico y a la Nueva Trova por aburrida; y los faranduleros se limitaban a acompañar las canciones de sus ídolos sentados en el piso.

Planificada o no, tales divisiones empobrecían la producción musical, indigencia que se reflejó en la tardanza con que aparecieron variantes nacionales del rock o en el estancamiento en que se encontraba la música bailable.

La división es esquemática y no sobrevivió demasiado tiempo, a medida que avanzaba la década: los rockeros comenzaron a aburrirse de tararear canciones que no entendían y comenzaron a componer y a escuchar canciones en español; los casineros no quedaron inmunes a la aparición del rap norteamericano; y los faranduleros empezaron a preguntarse si no valía la pena levantarse del piso y bailar, eso que le parecía tan divertido al resto de sus contemporáneos.

De esos años y actitud, nacieron los conciertos en vivo del grupo Síntesis que, añadiendo hitos del rock argentino a su habitual repertorio afrocubano, juntaban a pepillos y faranduleros. O la timba de NG La Banda que, dándole un toque de modernidad a la anquilosada música bailable, hizo bailar a los que escuchaban con desdén los ritmos locales.

En el frente cantautórico, los ochenta produjeron la llamada “generación de los topos”. Esta incluía a Carlos Varela y a Santiago Feliú, cantautores especializados en la crítica constructiva (“sé con qué canciones quiero hacer Revolución”), pero que eran tratados poco menos que como agentes enemigos (“a veces me pasan en la radio, a veces nada más”).

Tanto Varela como Feliú pronto se hicieron acompañar por el sonido de la guitarra eléctrica, al que el Movimiento de la Nueva Trova, del que procedían, había rechazado hasta entonces como invención diabólica. (Una excepción fue el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, que se trataba justamente de eso: un producto de laboratorio dedicado a crear música para cine).

También eran parte de la generación de los topos Gerardo Alfonso y Frank Delgado, quienes cultivaban géneros populares bailables. Delgado —descendiente musical de Pedro Luis Ferrer—principalmente se ocupó del son tradicional, aunque sin dejar de incursionar en otros géneros. Alfonso, en cambio, consiguió una compleja y atractiva síntesis entre reggae, música brasileña, el pop norteamericano y géneros tradicionales cubanos como la rumba y el son, que anticipaba musicalmente la aparición de un fenómeno como el de Habana Abierta, pero al que las grabaciones raramente le hacen justicia.

Lo que ahora conocemos como Habana Abierta tuvo su origen, como se sabe, en aquellas peñas sabatinas del Museo Municipal de El Vedado, conocidas por el cruce de calles donde estaba ubicado: 13 y 8. Sus inicios correspondieron al típico esquema farandulero: un grupo de adolescentes congregados alrededor de una guitarra.

Un grupo de adolescentes congregados alrededor de una guitarra.

El programa se complementaba con lectura de poemas, cuentos y ocasionales representaciones teatrales, pero el plato principal eran aquellos trovadores que cada sábado competían por el favor del creciente público: Vanito Brown, fundador de la peña, Boris Larramendi, Alejandro Gutiérrez, José Luis Medina, Jorge Luis Estrada y Eugenio Said (futuros integrantes del dúo Cachivache), Mario Incháustegui, Luis Barbería, Carlos Santos, Andy Villalón, Athanai Castro, Pepe del Valle y la revulsiva presencia de Raúl Ciro y Alejandro Frómeta.

Los tres años que duró la peña (1987-1990) fueron testigos de la evolución del homo trovadorescus sedentarius al músico cada vez más homo erectus y consciente de que tenían algo nuevo que decir (y hacer) en escena. En esos años se pasó de las típicas misas cantadas de las peñas de entonces (hasta hubo un “Padrenuestro” de Alejandro Frómeta que solía cerrar las veladas: “Padre Nuestro, que estás en la Isla, no santifiques tu nombre”) a un mayor interés por la música que debía acompañar a aquellas letras, siempre poéticas y ocasionalmente desafiantes.

Alguna vez apareció un trompetista de la mano de Raúl Ciro, o Frómeta tocó el piano, pero todavía quedaba por descubrir la percusión, sin la que es impensable el baile entre cubanos. Apartando el talento de los congregados en aquellas citas, la variedad de orígenes y referencias de los cantautores —desde la música tradicional bailable y la trova al fílin, del rock y el pop norteamericano e inglés a la música brasileña y argentina— fue ampliando tanto su perspectiva como la de su público.

El cierre de la peña en 1990 “por motivos ajenos a su voluntad”, justo cuando alcanzaba su definición mejor, trajo la dispersión momentánea de aquel grupo, pero no interrumpió las búsquedas que el contacto mutuo y la competencia habían alentado entre sus integrantes.

Los años que van del 90 al 95 fueron testigos de la expansión creativa de aquellos músicos, que cada vez se veían más ajenos a su condición original de cantautores de guitarrita y banqueta. Esta maduración cristalizó en varios proyectos colectivos: Vanito Brown y Alejandro Gutiérrez se juntaron en la banda Lucha Almada y grabaron un único CD Vendiéndolo todo, que vino a ser la primera grabación oficial de miembros de 13 y 8.

Boris Larramendi grabó demos con su proyecto Debajo y también acompañado por Estado de Ánimo, la magnífica banda que dirigía por entonces Roberto Carcassés y que contaba con los jovencísimos Descemer Bueno en el bajo y Elmer Ferrer en la guitarra.

Alejandro Frómeta y Raúl Ciro se reunieron en el dúo Superávit que luego incluyó como banda al también cantante y compositor de la época de 13 y 8, Carlos Santos, y produjeron, años más tarde, el originalísimo álbum Verde Melón. Espíritus afines que no habían conocido la extinta peña, como el de Kelvis Ochoa, se acercaron a la órbita de artistas que compartían una concepción de la música cada vez más compleja y definida.

Los músicos Pavel Urkiza y Gema Corredera tuvieron una importancia decisiva para que el fenómeno de 13 y 8 se convirtiera en algo más que un conjunto de jóvenes promesas. Primero, al incluir en su repertorio varias canciones de músicos del grupo e invitarlos a sus presentaciones y conciertos. Luego, cuando se aparecieron en La Habana con el encargo del sello español Nube Negra de grabar una antología de la música underground que se hacía en Cuba.



Para entonces, ya estos músicos estaban preparados para ser algo más que una colección de notas al margen de la música cubana. Pasar del disco que salió de aquel proyecto, Habana Oculta, a los más ambiciosos Habana Abierta y Habana Abierta 24 horas con BMG y bajo la supervisión del propio Pável Urkiza, fue un paso considerable pero no sorprendente.

Estas grabaciones con los integrantes del grupo ya asentados en España, conservaron el impulso y la frescura traídas desde Cuba, más todo lo absorbido de su contacto con los medios musicales europeos.



Se podía escuchar, como en “Máquina de amar”, pasar de un blues a un chachachá trufados con frases de viejos sones y guarachas (el “Buchipluma na’ ma” del boricua Rafael Hernández o “esa cosa que me hiciste, mami, me gustó” de Arsenio Rodríguez); o comenzar con la melodía de un animado soviético en “Hace calor en La Habana” para desembocar en una cumbia con aires flamencos y rematar con un sucu-sucu pinero; o una canción  como “Corazón desabrochado” que podrían firmar Paul McCartney y Juan Formell, si alguna vez hubiesen decidido colaborar; o canciones de género indefinible como “La algarabía”, “La natilla” o “24 horas”, pero que llevaban el sello definitivo del grupo.

Los motivos por los que el éxito comercial no se correspondió con los logros artísticos de estas grabaciones no son asunto de este texto. (Aunque la amplia aceptación de la banda sonora de la película Habana Blues, donde el espíritu de Habana Abierta se diluye para poder ser asimilados por el público español, nos sugiere que lo que separaba a Habana Abierta del éxito es lo mismo que lo que separaba su música de la de Habana Blues).

En Cuba, con su inexistente mercado discográfico, nunca se vendieron los discos de Habana Abierta y el Estado, suspicaz con la irreverencia del grupo, tuvo mucho cuidado en negarles la promoción que le daba a otros músicos. Cuando por fin la oficialidad cultural accedió a que regresaran a tocar en Cuba, los músicos de Habana Abierta ya no volvían como triunfadores sino como hijos pródigos escarmentados por los rigores del capitalismo, buscando el encuentro con el público local como una tabla de salvación.

Sin embargo, como demostró el apoteósico concierto de La Tropical en 2003, Habana Abierta había sido escuchada en Cuba con atención por nuevas generaciones de compatriotas, incluidos los músicos.

Algo parecido ocurrió en América Latina y en España. No solo Ana Belén o Ketama grabaron “Tú me amas” de Andy Villalón. No se entienden esos aires vaga, pero inequívocamente cubanos, del éxito “Agustito”, si no se han escuchado las grabaciones de Habana Abierta de esa época.

Del “sonido Habana Abierta” —al que contribuyeron tanto sus miembros como los músicos acompañantes, arreglistas y productores— se han beneficiado en el mundo hispanohablante muchos más músicos de los que están dispuestos a reconocerlo. A fuerza de ser usados sin recibir crédito, se han convertido en parte esencial del sonido contemporáneo cubano.

El proyecto posterior de Habana Abierta, “Boomerang”, grabado exquisitamente con el sello Calle 54, era una confirmación de aquella mirada desprejuiciada y voraz que había arrancado de La Habana y que a su vez se había enriquecido con su experiencia española. No obstante, si bien “Boomerang” está plagado de canciones que trascenderán como clásicos (“Corazón boomerang”, “Son iguales”, “Lo bueno no sale barato”, “Chocolate con churros”, “La novia de Supermán”, “Como soy cubano”, “Asere ¿qué volá?”, “Siempre happy”), fue incapaz de alcanzar el éxito tan febrilmente buscado.

La falta de aceptación comercial de Habana Abierta no es un indicador de la importancia musical del grupo, como no lo fueron las numerosas grabaciones que hizo Arsenio Rodríguez al emigrar a Estados Unidos en 1950.

El grupo que tuvo sus inicios en 13 y 8, al desafiar el statu quo político y estético de la música post 1959 (¿o son uno los dos?), tuvo el gran mérito de retomar la perspectiva más creativa de la música cubana durante toda su existencia: la falta de inhibición para asumir todo tipo de influencias sin miedo a desnaturalizarse, la infinita confianza en su propia fuerza, su afán de modernidad y, al mismo tiempo, el arraigo profundo en su compleja tradición.

La infinita confianza en su propia fuerza, su afán de modernidad y, al mismo tiempo, el arraigo profundo en su compleja tradición.

Esa fue la misma visión que incitó a José Urfé a incluir aires chinos en sus danzones o a Enrique Peña a introducir el novedoso ragtime en los suyos; o a Antonio María Romeu a recrear en sus composiciones piezas de Mozart o Rossini, para no hablar del plagio de Perucho Figueredo a Mozart en el himno nacional cubano.

El “descaro” de Habana Abierta replica el de los Hermanos Castro cuando en 1931 grabaron la famosa “St. Louis Blues” insertándole fragmentos de “El manisero”. O el de Pérez Prado cuando llevó un ritmo desarrollado como danzón a la potente sonoridad de una big band. O el del propio Arsenio Rodríguez cuando citaba “In the Mood” de Glenn Miller en “Swing y son”. O el de Paquito D’Rivera, al hacer su versión jazzeada del adagio del concierto para clarinete de Mozart. (Ahora caigo en cuenta, parafraseando a Néstor Díaz de Villegas, que Mozart es “más cubano que la carne con papas”).

Ese “descaro”, que parecía la esencia misma de la música cubana, había desaparecido prácticamente en las décadas previas a la aparición de la peña de 13 y 8. En tiempos en que buena parte de la música extranjera circulaba de contrabando y la música tradicional cubana era ignorada o despreciada, preocupaban menos las posibilidades de la música que se intentaba hacer que adscribirse a las inhibiciones de una tribu, un género, un movimiento, un país.

Cuando Silvio Rodríguez se resignó a los potentes acompañamientos de Afrocuba o Irakere, no estaba cambiando la música cubana sino apenas arropando la suya un poco mejor, de la misma manera en que los neotrovadores no introdujeron cambios radicales en su música cuando conectaron la guitarra la electricidad: la actitud solemne ante lo que decían sus canciones apenas sufrió variación.

Los músicos de Habana Abierta y sus alrededores vinieron a destruir el prejuicio que exigía mantener apartadas la inteligencia, el desafío y el goce, y demostraron que se podía bailar al son de una letra que fuera algo más que ingeniosa. Piezas como “Marchen bien” y “Divino guion” cumplieron la doble función de arrasar viejos escrúpulos musicales o políticos y de abrir nuevos rumbos en la canción cubana.

Lo cubano —que por entonces se veía como una suerte de fatalismo musical, una condena al son, la salsa o la trova— se volvía a ofrecer como infinita posibilidad de combinaciones. Nadie expresa mejor esta comprensión fecunda de lo nacional que Luis Barbería, cuando dice: “Como soy cubano te mezclo / este funky blues con guaguancó”. Lo cubano no como resignación, sino como llamada a la invención y el atrevimiento constantes.

Lo cubano como infinita posibilidad de combinaciones.

El abandono de aquellos escrúpulos, gesto que ahora se ve como mera obviedad, no habría sido posible sin el talento y la integridad artística de sus creadores. Tampoco sin las especiales circunstancias que les permitieron conectarse con el mundo musical de una manera en que no habían podido hacerlo generaciones anteriores de colegas.

Fue ese cambio de percepción lo que hizo viable el surgimiento de músicos que veían como natural lo que, en su época, se consideraba imperdonable falta de gusto o traición a determinada tribu musical o a la patria.

Habana Abierta representa un salto evolutivo que despejó el camino de la mejor música cubana de las últimas décadas: de Interactivos y Free Hole Negro a Cimafunk y Toques del Río. De Qva Libre y Ogguere al Funky y Maykel Osorbo.

Cuando se busquen explicaciones al nuevo despertar de una de las tres músicas más grandes del mundo, los músicos que velaron sus armas en 13 y 8 no pueden ser excluidos. Nadie como ellos hizo más en la última mitad de siglo por conectar “la bomba al coco” —el corazón al cerebro— de la música cubana, ni nadie hizo más para que el resultado de esa conexión terminara fluyendo de la cabeza a los pies.




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Habana Abierta: la noche que no atrapé a Moby Dick

Ahmel Echevarría

Este es el texto sobre el concierto de Habana Abierta en Gibara, donde el público escuchó los temas de siempre, esos con los que el grupo plantó bandera en La Tropical, en su primera Cruzada. Y en aquella otra, que me dejó un mal sabor. Como el ron casero en los años 90, que a pesar de todo me tragaba. ¿El (mal) sabor del fin?






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