“Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está —maridos, padres, hermanos—, pero solo recuerdo a las mujeres”. Así empieza Apegos feroces (Sexto Piso, 2017), de Vivian Gornick, elegido por The New York Times entre los diez mejores títulos del pasado año: sin penes.
En definitiva, ¿para qué sirven los hombres? Uno puede imaginar que en otras épocas, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e irremplazable; pero en 1987, cuando se publicaron originalmente las memorias de Gornick —dense cuenta que el mejor libro de 2017 es una reedición—, no cabe la duda. “La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad”, había escrito veinte años antes Valerie Solanas en su SCUM (Society for Cutting Up Men) Manifiesto: “los machos son lisiados emocionales”.
Que Vivian Gornick es fan del SCUM Manifiesto —a estas horas y después de leer algunos comentarios en su libro: “Me ha dicho que el vello púbico le arde porque el vecino de abajo le envía radiaciones”— es cosa obvia. Hay que tragar saliva…
Apegos feroces crece alrededor del ombligo de una mujer madura que camina junto a su madre, judía y supercastrante, por las calles de Manhattan. He aquí la sinceridad que deslumbra a los críticos de todo el orbe: “Me siento gorda y sola, atrapada en mi deplorable vida. […] Es tal la ansiedad que estoy paseando incluso con dolor de estómago”.
El libro tiene casi 200 páginas que si las lees todas seguidas, quizás te quedes impotente. No sabes ni por dónde empezar: “Si un hombre era bajo o estúpido o inculto o extranjero, me sentía lo suficientemente superior como para arriesgarme a abrirme a la ternura. Podía sentirme incómoda en el ámbito social, pero me hallaba liberada. […] Acostarse con un hombre significaba comenzar a ahogarse en la necesidad”. Aquí ya vemos cómo funciona el mundo para Gornick: la vida, como la literatura, no puede ser disfrutada —ningún libro, de hecho, puede ser disfrutado— sin elegir bando. Es como vivir en Cuba: si uno no es disidente ni comunista, pierde toda la gracia. De modo que usted debe elegir un equipo en la batalla de los sexos. O se es mujer o se es “un accidente biológico”. Visto así, el supuesto proceso judicial contra Kcho me parece mucho más razonable que una orgía con Gornick.
Pero Apegos feroces condensa algunas sabidurías: uno descubre, por ejemplo, formas insospechadas de violencia de género: mujeres que se pasan veinte y dieciocho años embarazadas. Que mantener la virginidad es casi como sobrevivir a un accidente aéreo: “Recuerdo los dieciséis años, con mi virginidad bajo asedio […], levantándome todos los días para afrontar el combate sin fin que se libraba entre mi mente y mi cuerpo e implorando en silencio a mi madre […] mientras tú andas atareada al otro lado de la pared, a dos metros de mí, a salvo en la retaguardia mientras yo estoy en las trincheras…”. Este eufemismo para las relaciones sexuales: “Te lo has beneficiado, ¿verdad?”. La explicación a todo el asunto femenil: “siempre he pensado que la rabia sexual era lo que las hacía estar tan locas” (de pronto, saber que no sabías que todo el asunto se reduce a una cuestión de “chicas mal folladas”, te hace agachar la cabeza). Algunas perlas sueltas: “Me he dado cuenta de que, cuando una mujer no puede mandar a un hombre al carajo, con frecuencia acaba loca”. Otra: “Las chicas no son vacas que pacen a la espera de que las crucen con un toro”. Las influencias teóricas de Gornick: “Mary McCarthy había escrito acerca de los hombres […]: si eran inteligentes, resultaban poco agraciados; si eran viriles, resultaban estúpidos. Dicha ecuación la interpretábamos, tanto yo como mis amigas, como un conocimiento ganado a pulso”. Y algo que no puede faltar en un libro escrito por una mujer, la pulsión lésbica: “Era a ella a quien quería ver, solo a ella. Y quería tocarla. Mi mano siempre amenazaba con salir disparada de mi cuerpo en dirección a su cara, a su brazo, a su costado. La anhelaba. Irradiaba una especie de promesa de la que era incapaz de apartarme. Quería… quería… no sé qué es lo que quería”. Así como otras virtudes de la lactancia materna: “Una chica tiene que ser sensata. Saber dar lo mínimo posible para conseguir lo máximo posible era algo que tenía que haber mamado de la teta materna”.
Todo esto en páginas y páginas de vampirización mutua: “La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora. Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilidad entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención”.
Después de leer Apegos feroces uno se pregunta: ¿son todas las madres de los escritores unas brujas castrantes? ¿Guadalupe Chávez, la madre de Julián Herbert (Canción de tumba)? ¿Edna Akin, la madre de Richard Ford (Mi madre)? ¿Las de Richard Russo (Sobre mi madre), Javier Pérez Andújar (Paseos con mi madre), y Sergio Galarza (Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre)? Anotemos enseguida que los libros de Herbert, Ford o Galarza, son impresionantes. El de Gornick —permítanme la crueldad—, me ha parecido nefasto, aunque muy bien escrito.
Igual, no creo que hubiese muchos editores en 1987 dispuestos a diluir en una carta de rechazo un mensaje como este para Vivian Gornick: “el libro donde tu madre confiesa que ‘Tu padre podría haberse acostado con diez mujeres en una sola noche’ es patético”.
Por lo visto, en 2017 tampoco.
.