Paranoia constante

Estoy en un restaurante tailandés, cerca de la Sagrada Familia, conversando con una amiga catalana. Le cuento de mi país. No paro de hablar de Cuba. De los últimos acontecimientos y de cómo se ha ido poniendo todo bien malo. Le hablo de los que están presos, de los que están exiliados, de algunos amigos y conocidos.

La escena es bien rara. La decoración del local tiene unos neones, unas letras asiáticas y un cuadro con dos gobernantes tailandeses. Ella trata de entender Cuba. Me veo extraño en este entorno, tan lejos de la Isla y hablando con tanta pasión.

Ella me conoce. Mi amiga me conoce bien. Me ha visto relacionarme con otros cubanos.

Me suelta una idea que me deja mal. Me suelta una bomba que me obliga a tomar agua:

—Para mí es más significativo, no tanto el que dudes del gobierno, como que dudes de tus amigos. Carlos, siempre estás dudando de la gente que te rodea. Te crees que todo el mundo es de la Seguridad del Estado. Y así no se puede vivir.

En un sentido es verdad, me ha retratado. Tomo otro sorbo de agua y la dejo seguir:

—Lo que yo, como europea, no puedo entender…, lo que no se puede entender… cuando no has vivido nunca en dictadura, es que la dictadura es más ese estado mental, esa paranoia constante y no solo el hecho de no poder votar.

Salimos del local y caminamos. Se está haciendo de noche. Camino en silencio y me pongo a pensar. Trato de buscar el momento en que comenzó todo. Cuando estaba en la Isla es verdad que desconfiaba de mucha gente y puede ser más normal. ¿Pero aquí…? ¿Aquí también estoy rodeado de agentes policiales?

Estos días me han pasado varias cosas “raras”. “Momenticos curiosos”.

Estaba sentado en una plaza y una señora muy simpática había pasado por mi lado y me había reconocido: “¡Carlos Lechuga, qué buena vida!”. En vez de hacerle un chiste o simplemente disfrutar su desenfado, empecé a mirar a todas partes a ver quién la había mandado… Una cosa de locos…

Un “turista” de la nada me había tirado tres fotos…

Un socio que se iba de viaje me había pedido que le cuidara a su mascota: el perro Campeón. Tenía que moverme a su casa en las afueras y pasar ahí un fin de semana. El perro era negro, simpático, tierno. Dos veces al día agarraba la correa y salíamos a pasear. Andábamos por una zona aislada, con una estación de tren y un parque. Cada vez que pasaba por la estación, que casi siempre estaba desolada, miraba a todas partes y me imaginaba la llegada del tren. 

El tren llegaba y de él se bajaba un agente cubano abrigado con su camisita de cuadros debajo de su sobretodo. Él tipo me miraba y finalmente sacaba un arma y me disparaba. Moría de una manera rara y, como yo no era una persona tan importante, al final nadie le iba a echar la culpa al gobierno cubano.

Paseando al perro me reía de mis ocurrencias. Al rato, me veía con las manos metidas en los bolsillos de mi abrigo y pensaba en Cabrera Infante. El escritor nació el mismo día que yo. Par de veces me he disfrazado de él. En una entrevista le oí decir que en Londres habían entrado en su casa y se habían llevado unos papeles. Me gusta imitar la manera en que habla.

Paseaba al perro y hablaba en voz alta como Caín. A fin de cuentas, estaba solo con el perro en el medio del parque. De momento sentí unos pasos. Un desconocido. Un tipo raro. Volví a temer. 

Tanto en las fantasías como en la realidad no paraba de estar en una película de espías. Una película de espías en un pueblo catalán en el culo del mundo.

Volviendo al perro negro. Estando cuidándolo, se enfermó. Una vecina me ayudó a llevarlo al veterinario. Estaba en el tren con ella, rumbo a la clínica. El perro estaba con temblores. Temblores bien raros, con vómitos. Los dos, la vecina y yo, estábamos en el tren y mirábamos al animal con ganas de acurrucarlo. 

De repente me entra una notificación al móvil. Un tipo. Un cubano que vive en Oslo. Me empieza a insultar y a escribir una cantidad de mierda en mi muro de Facebook…; en fin. 

En ese instante, en vez de seguir acompañando a la anciana, a la vecina (que me está haciendo un favor), dejo de atender a la realidad y me pongo a contestarle al susodicho. Dejo de estar para el perro, para la señora, para la situación…, porque me urgía contestarle a esta persona que obviamente estaba mandada por el gobierno cubano. La manera en que escribía, lo que decía, su discurso. Era el mismo discurso cheo y retrógrado que ni ellos mismos se creen. Es el mismo discurso de siempre de todos esos tipejos de mierda.

Miro a la vecina. Me pregunta qué pasa. No le puedo decir.  

Miro a Campeón, que con sus ojos tiernos parece decirme: “Pipo, atiende para acá”.

Al final, el veterinario le dio algo que ni sé bien lo que era porque no estaba atendiendo. 

Volviendo al presente, acá estoy, en Barcelona, caminando con mi amiga catalana, tratando de desmontar todas mis paranoias y miedos.

Unos días atrás yo la había invitado a un encuentro de cubanos. Le había presentado a unos artistas cubanos que vivían en Valencia y en San Sebastián. Para mi amiga era bien difícil hacer un esquema de quién es quién.

Entre los cubanos había disidentes (que habían estado presos) compartiendo con nietos de gobernantes castristas. Había hablado media hora con un disidente que tenía buena amistad con el viceministro de Cultura. Había conocido a una pareja que salió huyendo de una misión médica y lo mismo hablaban como agentes que despotricaban de los mandatarios cubanos.

A mi amiga europea se le hacía bien difícil entendernos. Yo lo único que le decía era: “Toda esa gente es de la Seguridad del Estado”. Y ella, ella se reía. 

Más allá de las bromas, yo no tenía una respuesta inteligente para las dudas de mi socia.

Creo que los cubanos estamos todos un poco rotos. A algunos les da por la bebida, a otros por las teorías de la conspiración. Hay mucha gente mala que está haciendo daño. Mucho daño. Y eso deja heridas. Huellas. Secuelas. 

Por estos días mi único aliciente es agarrarle el brazo a mi amiga y caminar en marcha apretada. “Marcha apretada”, así, frase típica de consigna comunista.

Entrelazados caminamos por la noche de Barcelona. 

A cada rato me quedo mirando a uno que viene de frente…, una camisita de cuadro… ¿Y si el perro había sido envenenado?…

Caminamos apretados…, otra camisita de cuadro… Este tiene que ser de la Seguridad…

Qué difícil es ser cubano… Es una cruz. 


© Imagen de portada: Logan Armstrong.




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Último retrato de Yuri Villanueva

Carlos Lechuga

Hay una cosa que hay que entender, desde el minuto uno, Yuri Villanueva lo que quería era demostrarme que él estaba bien. Yo no sé qué chisme él se cree que yo había escuchado; pero la verdad es que estaba predispuesto, como a la defensiva.