—¡Policía! ¡Policía! ¿Tú eres mi amigo?
—Compañera, usted sabe bien que eso aquí en Cuba no pasa.
—En cualquier otro país del mundo tú te caes en la calle y nadie te recoge. Ni te miran.
—Rebelde, hospitalaria y heroica siempre.
Llevo una semana en Europa y ya parezco un pordiosero. Le pregunté a mi socio que si me veía por la calle pinta de qué tenía y me ha dicho que de currante. O sea, que parezco un trabajador. Eso me gustó.
No sé en qué contén de mierda me viré el pie y ahora ando cojeando. Ando cojo, con la barba y el pelo largo y cuatro capas de abrigos de los años 70. Me he tenido que parar en una esquina a echarme una crema y una señorona me ha mirado con mala cara.
Es el cumpleaños de una cubana que está aquí y en el chat del WhatsApp todo el mundo le ha dado de largo. ¿En Cuba sería distinto? ¿En Cuba nos reuniríamos y le llevaríamos una botella?
¿En qué Cuba? ¿En la de hace diez años? ¿En una Cuba imaginaria?
De un tiempo para acá parece como si a todos los cubanos le hubieran actualizado el software. Como si fuéramos de una manera y de repente un nuevo sistema nos mueve, nos “mejora”, o nos intensifica.
Para no dispersarme, le estoy dando vueltas a dos ideas. Una es que Cuba no existe, no existió, nunca fue. Es una idea que está en mi mente y en la mente de otro es otra talla y en la de aquel es una talla diferente. Pero Cuba, Cuba no existe.
La otra cosa en la que pienso es que todo el mundo está en modo “sálvese quien pueda”. Es comprensible, no me imagino a la gente del Titanic preocupada por el de al lado, o quizá sí; pero bueno, era otra cultura, otra historia personal la que tenía esa gente.
Da igual, mis teorías tampoco son importantes, porque, a fin de cuentas, Cuba no existe y nosotros no existimos.
Acá en la televisión solo hablan de la visa de Novak Djokovic y algo de una sobrina del Rey. Esta gente está interesada en cosas de millonarios. No saben lo que es Cuba ni les interesa ni piensan en eso. Cuba no existe. Es una patada dura al pecho, uno que se ha creído un millón de cosas: los mejores bailadores, el mejor tabaco, el mejor ron, la caña de azúcar más dulce…
Los cubanos Manuel y Darío son una pareja que lleva aquí hace unos años y me preguntan por la situación política de la Isla como si hablaran de los animales de un zoológico.
—¿Oye y es verdad que cambiaron a la jirafa de lugar?
—¿Es cierto que el oso anda fajado con la osita?
—¿El entrenador se fue para Miami?
Yo trato de explicarles, pero a los dos segundos paro porque me doy cuenta de que están dejando de atenderme y ponen todo su pensamiento en lo raro que están los calamares que han servido en la mesa. Para ellos, Cuba es otra cosa, una isla lejana, donde pasan cosas malas, pero una isla que es una mezcla de video de Madonna con collage de noticiero afgano. Una cosa que no les afecta. Un sonido de corneta que salió de una loma allá arriba en casa del carajo y al final lo que llega acá abajo es un susurrito. Da igual.
Por otra parte, allá en la Isla es mejor ni prender la televisión. La calle 23 se ha convertido en la pasarela de los zombis. Todos (y me incluyo) salimos a la calle en busca de algo que meternos en la boca y para eso somos capaces de cualquier cosa. El taxista no tiene problemas en cobrarte 5000 pesos, la que te vende el café te puede pedir un millón y no pasa nada. Eso es así, el que pueda que lo compre; el que no, que se joda. Y los policlínicos llenos de gente haciéndose los PCR para partir: Guyana, Nicaragua, Haití. Da igual, lo importante es irse, salvarse, agarrar una balsa porque el barco ya se hundió y hay que vivir. Lo importante es vivir, salvar la vida, aunque antes la tengas que poner en riesgo para llegar a cualquier sitio.
Tanto aquí como allá, los cubanos andamos un poco así, cada uno a lo suyo y ya. El desgaste, el bajón emocional, la tristeza que han dejado los sucesos del último año han hecho que parezca real aquel dicho guajiro: “Aquello no hay quien lo arregle ni quien lo tumbe”.
La gente tiene que vivir y sobrevivir, y para eso hay que comer, pero también hay que cuidar la salud mental. Enfrentarse a tanto mal, por tanto tiempo, puede volverte loco, kendy, mal…, y nadie está, ni tiene alma, para ser el nuevo Caballero de París o Manolito el de 23 y 12. La gente necesita descansar de ese tema, coger un aire.
Hay un grupo de personas que trabaja día y noche por mejorar la situación. Gente que sueña con un mejor lugar, un lugar a donde podamos regresar todos, un lugar donde podamos volver a creer, donde la belleza le gana espacio al horror. Donde la verdad acaba con la mentira. Esa gente no siempre es la misma, coge turnos, unos entran, otros salen, se aprieta, se afloja, se descansa…
Hay otro grupo de personas que te escribe como si todo fuera una competencia: “Oye, me pude comprar el carro”;“¿Sigues viviendo con tu mamá?”; “Margarita vive en una casa de tres millones”; “El niño de Indira salió feo, pero por lo menos tienen compota para darle…”.
La presión es mucha. Los años van pasando y como muestra aquel meme del zorrito, la vida de adulto está potente. Llevo una semana en Europa y solo he dormido unas horas. Me acuesto a las doce y a las dos estoy desvelado, sumando, inventando. Inventando negocios que no tienen sentido pero que en mi imaginación me van a sacar de la pobreza.
Si compro dos chivas y las cambio por bitcoines y meto las ganancias en una cajita y le mando el guion a esta persona o inventamos un cómic…
La cabeza no me para, como cuando era un muchachito en la Universidad, mil ideas locas que ninguna da para nada; lo que pasa es que el tiempo se acaba. Uno se está poniendo viejo, la cojera, la cadera, la bañadera, caerse…
Todo el mundo está en lo suyo y cuando necesite algo tengo miedo de que nadie me coja el teléfono del lado de allá.
© Imagen de portada: Victor He.
Arturo Infante y la quinta pata del gato
“El proyecto que más me interesa es siempre el que aún no he realizado. Siempre que veo un corto mío, tengo la rara sensación de que no me pertenece, que los ha hecho otra persona distinta”.