Un grupo de científicos de la Universidad de Southampton, en el Reino Unido, realiza un estudio entre dos mil personas que han pasado por la muerte clínica, dos mil de las personas más sabias del mundo, se entiende, y concluyen que después del paro cardiorrespiratorio la conciencia se mantiene intacta durante otros dos o tres minutos, haciendo en ese lapso lo que la conciencia hace.
¿Tal estado de lucidez sigue solo para los que van a volver de la muerte clínica, o les pertenece también a los que ya no vuelven? Dos, tres minutos. Da igual. Cualquier otra cantidad de tiempo sería exactamente la misma. Un segundo es todos los segundos, un momento de eternidad no termina nunca.
He pensado en esto cuando tengo que volar. Un temor concreto al avión, a la normalización por parte de los otros del horror del vuelo, termina provocando de modo invariable un desajuste sensorial. Muy frecuentemente, cuando miro mi mano agarrando un tiquete y un pasaporte, no reconozco una mano. Mis músculos comienzan a anestesiarse desde que la azafata me saluda en la puerta como un cyborg amable, y muchas cosas siempre activas en el cuerpo y en la mente, que no sé cómo llamarlas, de repente dejan de funcionar.
No me refiero a esa versión del miedo, instalada en la sensibilidad colectiva, que proyecta la posibilidad de un accidente fulminante en algún momento de la travesía, pues no puede morirse quien ya está muerto.
Me veo ahí, abrochando el cinturón, y sé que es la puesta en marcha de mi propia forma de fallecimiento clínico. Si hemos de entrar en el desastre, ya estoy dentro, me digo cada vez que subo a un avión y tengo que enfrentarme a lo que eso significa, un hecho lo suficientemente espeluznante por sí mismo como para tener que padecerlo desde el delirio y la paranoia de la catástrofe inminente.
La imagen de la muerte, una imagen inverosímil y sorprendente, pero también prosaica, es esa, si la piensas: viajar metido en un tubo de metal a treinta y cinco mil pies de altura, con una temperatura ambiente de -50 grados centígrados alrededor, el frío en los pies y en partes ilocalizables del cuerpo que nadie sabe nunca cómo abrigar. El cielo y Dios más cerca que tú del hombre.
Vas en el asiento estrecho, rodeado de desconocidos que toman café, comen croissant y pinchan con un tenedor plástico una cuña de piña desabrida en medio de alguna coordenada cualquiera ubicada sobre algún punto desconocido del Atlántico o del Pacífico. Perteneces a una especie que se inventa un avión para luego meterse en él a comer pasta recalentada y mermelada de frambuesa.
Enfrente de ti hay una pantalla que enlata programas de televisión y música en conserva. La función emotiva e intelectual de esos productos se esfuma por completo. A determinada altura el hombre no conecta con nada, los sentimientos también habitan únicamente en una determinada franja de presión atmosférica antes de que estallen y se desvanezcan. La parrilla de comedias y dramatizados en un Boeing 747, pongamos, esté compuesta por películas que se supone que ya has visto o que no te interesa ver.
No puedes entregarte de modo genuino a algo que sabes que su objetivo principal es hacerte olvidar que estás donde estás. Nunca como nada en un avión, no importa cuán largo sea el vuelo. No miro la cara diabólica de las azafatas ni el rostro seco de mis compañeros de viaje. No escucho ningún aviso, no hojeo ninguna revista, ni atiendo ninguna instrucción de comportamiento para casos de emergencia.
No vale la pena memorizar un procedimiento que vas a tener que poner en práctica en una circunstancia hipotética, que no ha sido trabajada jamás por tu experiencia y que contradice, a su vez, aquellas pocas cosas que tú experiencia, y la experiencia de los demás, sí te han demostrado, como que en situaciones límites uno es completamente otro, alguien que se las tiene que arreglar con las herramientas y los recursos que sea capaz de desplegar en ese momento.
¿Qué estarían mirando o escuchando las víctimas de accidentes fatales justo en el instante blindado en que entendieron que no iban a salir nunca más del sarcófago de un vuelo interoceánico? Brian Sweeney, uno de los pasajeros del vuelo United Airlines 175 que en septiembre de 2001 se estrelló contra las Torres Gemelas, escribió a su esposa en un mensaje de texto: “Hola Jules, soy Brian. Ah, escucha… Estoy en un avión que ha sido secuestrado. Si las cosas no van bien, y las cosas no están yendo bien, quiero que sepas que te amo profundamente (…) Te veré cuando llegues aquí. Te amo enormemente. Adiós, nena, espera que te llame”.
Yo aspiro a eso, con toda sinceridad: domesticar el furor de las confesiones elementales, entender que la cursilería es el balbuceo individual de los muertos vilipendiado en el ágora pagana de los vivos. El mensaje de Brian está escrito desde la muerte como circunscripción, una casa de la que no tuvo que enviar las coordenadas porque la viuda Jules, que aún debe vivir, va a saber encontrarla en su momento sin ayuda de nadie. “Te veré cuando llegues aquí”, texteó Brian, un sitio al que entró luego de los puntos suspensivos. “Ah, escucha…”, dice, y ahí se desliza al otro lado casi con desdén, preso ya su destino en la voluntad suicida de los terroristas.
Esos puntos suspensivos son el signo de puntuación mejor empleado que yo conozca, la sintaxis tendiendo un manto de discreción sobre la tragedia y el pánico, el novio evitando que la novia cargue por el resto del tiempo –tiempo que para él se clausura drásticamente– con el gramaje de su sufrimiento, una materia esta que es siempre abundante y ampulosa y que, si apenas se tiene a mano un mensaje de texto para decir lo último que se va a decir, más vale pasar por alto.
A Jules debe bastarle con saber que ese mensaje ha sido escrito entre dos aguas, antes Brian estaba en un lado y ahora está en otro, y que la última de esas aguas, en la que el fundamentalismo islámico ha metido a Brian, es un agua definitiva y espesa en la que nadie sabe nadar, el naufragio está asegurado. No hay engaño en el mensaje de amor de un muerto, porque un muerto ya no busca ni exige nada. Tampoco merece.
Ese mismo muerto, pero vivo, y en posesión de ese mismo amor y ese mismo mensaje, fuera un rufián o un adúltero, sus energías agotadas hoy en la trabazón obesa del matrimonio. Dos púgiles, él y Jules, subidos al cuadrilátero del hogar, sin pegarse ni esquivarse, sino cansándose y jadeando en un forcejeo estéril, uno sobre el otro, sin que ningún espectador les vocifere ni árbitro alguno los separe y los envíe por el bien de ambos a las respectivas esquinas de las que alguna vez parten todos los hombres.
Algo parece quedar claro. Es en la vida donde único puede uno hablar para siempre. La muerte no se acaba nunca, cierto, pero el tiempo y el espacio con que un muerto dispone para hablar son limitados, el lapso de dos o tres minutos de una llamada a cobro revertido cuyo precio exorbitante pagamos nosotros.