Boarding Pass (III)

Acostumbro a sacar el pasaporte de uno de los bolsillos de mi mochila y mirar la primera hoja en pleno vuelo. Repaso mi foto, mis datos y lo vuelvo a guardar. Me gusta que siga ahí: el salvoconducto que en cuanto aterrice me va a permitir entrar de nuevo a la vida.

Es un documento repleto de visas y miedo. La visa es un permiso por un lapso de tiempo, el margen de tolerancia de los poderes nacionales. Nunca he extraviado ni dañado mi pasaporte. Es tan valioso para mí solo como alguna vez lo fueron las armas que a los diecisiete años unos oficiales borrachines me entregaban para la guardia de madrugada en el servicio militar.

Al igual que las armas —es decir, que el fusil AKM, que a veces, dependiendo del cansancio, me lo colgaba del hombro derecho y a veces del hombro izquierdo, y metido en una posta en un monte oscuro podía olvidar en cuál de los dos hombros lo tenía colgado— también olvido a veces en qué bolsillo he guardado el pasaporte y me adentro entonces en un momento de pánico que roza el masoquismo.

Cuidar tanto algo también significa descuidarlo, porque lo estás cuidando con el automático puesto. Creo que las cosas serían de otro modo, menos maníacas, si estuviera en poder de un pasaporte fuerte, si yo fuese estadounidense o europeo o japonés. Pero mi pasaporte es débil, una criatura frágil que siento estremecerse a cada tanto bajo la presión de mis dedos igualmente frágiles, que a duras penas me defiende, y que no solo no me libra de interrogatorios en casi cada aeropuerto al que llego, sino que constantemente los propicia.

La contradicción reside en que, para sus respectivos portadores, un pasaporte débil vale más que un pasaporte fuerte, porque los ciudadanos con pasaportes fuertes son también ciudadanos fuertes, que saben que, si algo pasara con su documento de identificación, el entuerto se va a resolver sin mayores contratiempos. Un poco de burocracia tal vez, pero ningún daño letal. Ellos no peligran, pueden relajarse, viajar distendidos, olvidar cosas. Tienen sus embajadas, sus economías nacionales, el peso geopolítico de sus gobiernos y el buen prestigio primermundista a su favor.

El dueño de un pasaporte débil, en cambio, es carne de cañón entregada al pelotón de fusilamiento que suelen ser los puestos de aduana y las salas de inmigración. No obstante, la debilidad o la escasa fuerza de su documento es también la única garantía, y más le vale al ciudadano subdesarrollado no echarla por el tragante del descuido. Por eso reviso constantemente mi mochila en los vuelos internacionales.

Quizá estoy sublimando la comodidad del viajero primermundista, pensando que no tiene que exponerse a nada cuando no es del todo así, pero quizá ustedes no estén entendiendo tampoco el grado de indefensión que significa —entremos en materia— viajar con un pasaporte cubano, sin el respaldo de ninguna economía nacional, cargando encima con la mala fama de la pobreza crónica y con el aura trágica de los pueblos condenados a la fuga.

Los pasaportes fuertes apenas tienen visas, o no tienen ninguna. No son necesarias. Los pasaportes con visas son los pasaportes débiles, pero aquí hay que hacer una salvedad. En la liga exclusiva de los pasaportes débiles un pasaporte con visas es un pasaporte fuerte y un pasaporte sin visas es un pasaporte débil.

Si quieres, siendo de un país débil, ir a un país nuevo, más te vale haber ido antes a un país más poderoso que el país al que en ese momento quieres ir. Yo tuve la suerte de que el segundo país que visité en mi vida fue Estados Unidos, y el tercero fue Alemania, y eso, dentro de la debilidad inherente de mi pasaporte, me arregló un poco la vida, porque los países menores son países cobardes que te valoran más solo si Estados Unidos o Europa te han valorado antes.

Ahora cargo con dos pasaportes. He tenido que pedir tantas visas en tan poco tiempo que ya las páginas del primero, aún vigente, están llenas de cuños. Cuando la última de sus visas caduque, lo voy a guardar con mucho celo. Un documento oficial solo puede convertirse en algo íntimo si archiva tus distintas y atropelladas fluctuaciones, tus ratos de incertidumbre y extrañamiento, los movimientos confundidos de un hombre que a veces huye de propia cuenta y a veces se pone en marcha porque lo echan del lugar. Esto no ocurre con la ficha de nacimiento o con el acta de defunción, que son documentos inalterables y rotundos, incapaces de expresar más que su propia grandilocuencia y futilidad.

El pasaporte, sin embargo, recoge los sitios que visitaste, las fechas de esas visitas, y la cara con la que llegaste a esos lugares, lo cual es mucho, porque la superficie es toda la profundidad.

Mi primera visa a Estados Unidos es de una entrada y en la foto tengo los pómulos salientes, los ojos grandes y hundidos, y una barba copiosa de un año y medio que en los escáneres de Occidente me hace parecer musulmán.

Mi siguiente visa es a Alemania, estampada justo en la página posterior a la visa primera de Estados Unidos, con una diferencia de cuatro meses entre una y otra. Ese recorrido muestra cambios sustanciales en mí.

En esta foto mi barba es igual de oscura pero más corta, el pelo también corto, y una cara redonda y severa de matón de serie B que solo pude haber adquirido después de dos meses de visita en Miami, lejos de la vida precaria y noctámbula que solía llevar en La Habana y muy cerca de los puestos Sedano’s y Walmart, de las tabletas de chocolate Hershey’s y las barras de guayaba con queso Gouda.

Luego viene una visa a México. Tengo el pelo revuelto, la expresión seria, la barba desaliñada, los ojos un poco húmedos. Ya he perdido las libras extras que adquirí en Miami, pero tampoco he vuelto al estado inicial de la primera visa a Estados Unidos. Fue la última foto que me tomé viviendo como tal en Cuba, a fines de 2015.

Recuerdo que por esas fechas yo me encontraba en vilo, pero no es algo que pueda apreciarse ahí. Más bien tengo la cara de alguien a quien han recluido por un delito menor, alguien que acaba de asaltar a una señora en el metro y que va a pasar la noche en el calabozo. Si me preguntan, yo creo además que esa es mi cara arquetípica, sea lo que sea que eso signifique.

Hay una visa a Colombia con mi rostro muy marchito, el cuello de la chaqueta negra levantado, las ojeras pronunciadas, como si hubiera empezado a echarme a perder. Es una foto trágica, tomada a las nueve de la mañana. Parece que se me ha muerto un familiar, o que estoy manoseando con fuerza la idea del suicidio, pero en realidad todo se reduce a que no había ganado un concurso que quería ganar, y había concluido que a los veintiséis años mi exigua carrera periodística y literaria había llegado a su dramático fin. También quería creer que me encontraba de capa caída por cuestiones más graves o dignas de atención, pero no era cierto. He sido el farsante pendiente de esas trampas, por eso los sé reconocer.

Finalmente hay una serie de fotos que demuestran el peso de la costumbre, mi dejadez. Una visa a Chile en la que aparezco borroso, con el pelo como un plumero y la cara abotargada. Otra visa a Colombia en la que soy de nuevo un tipo escuálido, reseco. Otra visa a Chile: la foto un plano americano, el rostro una decepción. Una visa a Holanda en la que aparezco pixelado, aplastado hacia los lados, y otra visa a Estados Unidos en la que descubro el cuello de mi chaqueta gris. Mofletudo y elegante.

Hay una visa argentina que no tiene foto, un sello de El Salvador, entrada a otros países centroamericanos y una infinitud de cuños rosados que certifican mis constantes visitas a Cuba. El pasaporte es azul, y su escudo nacional está ya desgastado, como dictan las reglas de la modernidad. Hay ahí tantas fotos mías, tan diferentes entre sí, que nada demuestra más cuántas personas distintas uno puede ser.