Contra la lectura

No tengo casa fija y, por tanto, la idea de armar una biblioteca ha estallado en pedazos. Pero, ¿quién necesita armar una biblioteca de cero en 2017, sobre todo después de haber armado dos, ladrillo a ladrillo, para que ambas terminasen secuestradas en cajas de cartón en una casa municipal al interior de Cuba? Un lugar —el interior de Cuba— que convierte en pulpa a las personas, no digamos ya a los libros.

Las bibliotecas en mi país se construyen como se construye todo: resolviendo. La acumulación de libros sigue la misma lógica que la acumulación de sacos de cemento. Luego uno va a levantar con eso un lugar donde guarecerse. Cuando me di cuenta de que los libros habían invertido su dirección y de que, en vez de guarecerme, me desprotegían, paré de robar, paré de comprar y paré de pedir prestado.

Es absolutamente deprimente para mí acumular libros de cinco en cinco o de diez en diez para luego viajar por ellos de uno en uno. No necesito eso. Que algo me recuerde que mi tiempo es corto. Hace ya bastante que los libros solo me provocan malestar. Esto no esconde ningún tipo de parábola. Hablo de malestar real, malestar ponzoñoso, malestar del tipo quítenmelos de mi vista.

Los buenos libros tienen la virtud de sacar lo peor de mí, un claro e irrefutable sentimiento de angustia y envidia. Y los libros malos me reflejan. Contrario a los libros buenos, que son un hoyo negro o un punto de fuga o una espiral de náuseas en la que no me puedo reconocer y que, mientras más me succionan, más parecen alejarse de mis posibilidades y de mi brevísima singladura, siempre hay algo de mí, de mis pretensiones y mis artificios que aparece perfectamente retratado en los libros malos, que los libros malos saben captar mejor que cualquier otra cosa en el universo, y no solo que lo saben captar, sino que lo saben devolver como si me lanzaran una recta a los codos.

Sin embargo, por alguna razón he logrado sobreponerme y seguir leyendo, y al finalizar 2016, por ejemplo, me sentí extrañamente complacido cuando me pareció que fue un año en el que leí más que en 2015 y 2014, aunque evidentemente menos que en épocas lejanas y extintas. Por otra parte, no sé qué es lo que mido exactamente con esto, porque no creo que la cantidad de libros o las horas de lectura sean lo que defina esa sensación agridulce e íntimamente presuntuosa de que uno, digamos, ha leído, o está leyendo. Ya saben a lo que me refiero.

Mi disciplina, como la de tantos, se formó principalmente en el gimnasio de las Ediciones Huracán, todo Balzac y Stendhal en páginas amarillas enfermas, libros que se desgajaban literalmente entre las manos, atravesados por el proyectil de las polillas. Es curioso que luego cada edad haya tenido su propia editorial: la fabulosa colección Cocuyo, o la desigual pero igualmente reveladora colección latinoamericana de Casa de las Américas. Visor Poesía, Anagrama, de Bolsillo.

Como todo el mundo sabe, un libro le abre el camino a otro de su mismo sello, de ahí que probablemente en mi carrera de lector nada sea tan drásticamente rechazado de plano como encontrarme una edición contemporánea de Letras Cubanas o Unión. Si uno de esos libros viene caminando, lo miro uno o dos minutos, con extremo placer, y luego cruzo la acera.

Es lo que hago también en las librerías y en los puestos de viejo en el extranjero. Tomar los libros de autores desconocidos y esforzados, escritores infames que no le han hecho daño a nadie. Contemplar sus bodrios durante dos cuartillas, porque solo hacen falta dos cuartillas, y a veces menos, para que un libro apeste, y en ese espejo de letras verlos retorcerse como larvas tristes. Todas sus madrugadas y sus ilusiones y sus ínfulas y sus múltiples lecturas empaquetadas y convertidas en pulpa.

Esto es absolutamente necesario para mi salud psíquica. Pocas cosas en la vida me reconfortan tanto como saber que tanta gente escribe mal.