La literatura roba y huye como una liebre, pero la mala literatura no va a ningún lado. Un país fue lo que todavía es en sus ficciones muertas, las que, en cuanto fueron escritas, dieron dos pasos y las mordió una víbora.
Hay un poema testimonial en el que Luis Rogelio Nogueras, desigual pero entrañable, se encuentra con una anciana indigente en el aeropuerto, creo, de Lisboa, y la anciana, que no habla, pide algunas monedas y busca la compasión del prójimo con un cartel mal escrito: “allude a esa pobre ciega”. Sobreviene entonces un debate íntimo en el que Nogueras le concede el rol conmiserativo a su veta burguesa y el papel reflexivo y, de algún modo, implacablemente justo, o eso piensa él, a su lado proletario.
El burgués quiere darle unas monedas a la señora y uno imagina que después de todo va a dárselas, cuando la versión justiciera del poeta le grita en la cara que solo la revolución puede librar a la señora de la miseria y un Nogueras bastante vergonzoso termina por no darle nada.
¿Cómo puede creer uno en la bondad de una revolución que va a ser llevada a cabo por alguien que, ya que se metió en ese debate, piensa que no darle unas monedas a una señora ciega, ahí en la corta distancia, es a la larga el acto más justo? Leer aquello fue un cubo de agua fría para el adolescente que yo era. La lucidez de reconocer un pésimo poema cuando lo es.
Poemas de este corte no se escriben por amor al arte, su punto rojo de cocción solo es posible en la más febril pasión política, aupado por el gentío.
Que incluso Nogueras, de lejos el más ingenioso de los conversacionalistas cubanos, una brizna de humor en los tremebundos setenta, fuese capaz de echar adelante semejante sofisma, nos prefigura cómo ardía el rancho, qué país se cocinaba; qué escritura a las brasas del horno lírico-social.
Poemas de este corte no se escriben por amor al arte, su punto rojo de cocción solo es posible en la más febril pasión política, aupado por el gentío. Una mínima dosis de soledad hubiese bastado para neutralizarlo. Aquí la estética es un asunto que, de momento, ha sido depositado en manos de la moral. El poema es feo porque es indecoroso. No es magnánimo, no es, tampoco, cínico, sino injusto, rematadamente pueril. Alguien que va camino del mal porque haciendo nada cree que hace un bien.
El poema trasciende desde que envejece velozmente, nace, de hecho, viejo, como solo puede envejecer un país tan tempranamente equivocado que en la época que supuso era su edad de oro ya les hacía creer a los poetas, y se hacía creer a sí mismo, que había belleza en el acto vandálico de renunciar al primer ladrillo de la justicia, la bondad mínima, insuficiente, inservible, desvergonzada si se publicita, pero concreta, para escoger la posibilidad luminosa, el porvenir equitativo, el bien absoluto, pero vilmente abstracto y, por tanto, nada, humo, si uno tiene una anciana desdentada delante y no sabe qué hacer con ella y la pospone.
La isla de Cuba es ese cuadrilátero.
Estos dos órdenes de acción no solo concurrentes, sino necesariamente reconciliables, se vuelven incompatibles en el seno estrecho de la literatura de avanzada de la revolución, que los sube al ring. Comienza entonces el primer asalto de un combate fantasma, los jabs al vacío del boxeador en el cuerpo a cuerpo contra el remolino de su estupidez.
La isla de Cuba es ese cuadrilátero. Hay todavía una moneda en el aire, pero no quiero dejarla ahí, suspendida. Sé lo que hay que hacer con ella. Hay que tomarla y saber que, si se la damos al que tiene menos, no es un acto más justo que si no se la damos, que ambas decisiones son básicamente la misma, pero, aun sabiendo eso, elegir dársela.
Por lo pronto, no voy a decir en qué otro poema aprendí esto. Voy a recordar, en cambio, que en un país detenido la mala literatura se mantiene vigente. Somos la señora ciega y vivimos en el verso de la humillación.