Aprendimos a bailar sin música, a los quince o dieciséis, en el patio central de un internado de mil alumnos donde todos fuimos perdiendo alegremente la virginidad. Practicábamos en la noche, asustados por el descubrimiento de nuestros cuerpos, la danza clandestina del sexo, y de día nos iniciábamos en el mundo paralelo del baile, igualmente vasto y sensual, sin más canciones que las que giraban en el rotor de nuestras cabezas. Van Van, casi siempre.
Cada vez que las clases nos daban un respiro, armábamos gigantes ruedas de casino de veinte o treinta parejas, en las que algún condiscípulo avezado capitaneaba con órdenes de vueltas específicas y el resto intentaba ejecutarlas lo mejor posible. No existía aún la sincronización, no existía el ritmo ni el quiebre ni, mucho menos, el estilo personal. El casino era apenas su propio esqueleto, el tenaz aprendizaje de los fundamentos y el silencio como música de fondo, esa canción interminable con la que se puede ensayar hasta el desmayo.
No es un dato menor. En el corazón del casino, contrario a lo que parece, hay siempre un punto de inconsciencia y silencio, un segundo de introspección en el que el bailador se remite a lugares en los que probablemente nunca estuvo. El baile es escritura corporal, trazo que se deshace sobre sí mismo, y la discografía de Van Van es para los cubanos una suerte de alfabeto sonoro en el que cabe cualquier expresión, desde el estilo más convencional hasta el más transgresor. Van Van, a lo largo de cuarenta y tantos años, no solo ha sido indistintamente muchas orquestas, sino que ha sido orquestas contradictorias entre sí, con lo que ese coctel de formas queda completamente justificado.
Es una agrupación que, desde su irrupción en 1969, innova dentro del formato clásico de la charanga. Juan Formell sustituye la flauta de cinco llaves por la flauta de sistema, introduce el bajo y la guitarra eléctrica, revitaliza el tratamiento de las cuerdas, con una función menos melódica, y configura su estilo sobre la base rítmica de la percusión, con el bajo a contratiempo y el piano otorgándole a la banda un timbre decididamente único.
En los ochenta, temerario, Formell dinamita la fórmula que lo ha llevado al éxito e introduce los sintetizadores y los trombones, con lo que amplía el arco sonoro y, además, crea una suerte de equilibrio entre los registros agudos, violín y flauta, y los graves, bajo y piano. Todo este edificio musical, se entiende, sobre la estructura de hormigón del set percusivo. Que es lo que vuelve songo al songo, su plus virtuoso.
Finalmente en los noventa, con la llegada de la timba —el heavy metal del son, pura adrenalina y complejidad orquestal—, Formell tiene que asumir ciertos reajustes interiores para mantenerse en la cresta de la ola popular. Es, quizá, el único cambio considerable no promovido por su ingenio, sino por la presión externa. Van Van demuestra no solo que es capaz de fijar la ruta dentro del escenario musical cubano, sino que puede adaptarse con soltura a las nuevas formas impulsadas por compositores cuya escuela, muchas veces, fue el propio Van Van. El sonido central de los trombones, por ejemplo, pasa a ocupar casi por completo el espacio de los agudos.
Y estos tres grandes parteaguas o momentos, con sus respectivas, abultadas listas de éxito, definen cómo se ha bailado en Cuba durante las últimas cuatro décadas. Lo que Van Van todavía propone, lo que lo vuelve único, aún hoy, es la oportunidad de ofrecer en un solo concierto, en el marco apretado de dos, tres horas, esa larga y muy heterogénea línea de tiempo que ninguna otra orquesta bailable en Cuba podría, ni de lejos, recorrer. En ninguna otra circunstancia se puede bailar el mismo baile de tan distintas maneras, porque ninguna otra orquesta puede tocar lo mismo de tan distintos modos.
El casino de los setenta, lento y elegante, acusa un toque de severa gestualidad. Los pasos —el un-dos-tres— son impecables. Los giros son tan limpios y exactos como los de un gimnasta, el bailador es un cirujano que disecciona impecablemente la anatomía de la canción, corta donde hay que cortar, en el músculo armónico, y no la hace sangrar ni la violenta, sino que la respeta con voluntad sagrada, como a una madre. Todo ocurre con minuciosa sincronía, de manera mucho más grácil y altiva. El bailador usa preferiblemente zapatos de dos tonos y ropa de colores sobrios. Nada que no sea su pulcro desplazamiento debe destacar en él. Como es un baile que todavía conecta directamente con los tradicionales bailes cubanos de salón, el casino de los setenta solo se ejecuta en pareja, con sutil complicidad. El hombre es siempre quien marca la pauta.
En los ochenta, en cambio, ocurre la explosión de las ruedas de casino. Hay un recorrido espacial en la ejecución, las vueltas, el elemento coreográfico, cobra más protagonismo, y el bailador se empieza a mover sobre la pista, pero es todavía mera traslación. La pareja, si va a distanciarse del paso formal, prefiere no hacerlo de manera abrupta, sino yendo un día a la vez. Es decir, que si la pareja va a caminar, a mostrarse, entonces no gira sobre sí misma. Y si va a girar, entonces no se desplaza. En los ochenta, el planeta que es el bailador o rota sobre su eje o se traslada alrededor del sol, pero no hace las dos cosas al mismo tiempo.
Con la timba sobrevino la apoteosis y el performance, el dulce narcisismo. Es un ritmo acelerado que exige cierta capacidad atlética básica, pero es también todo lo que un bailador excéntrico necesita para, literalmente, si la virtud lo acompaña, hacer lo que le dé su real gana. La pareja ya camina sobre la pista y gira sobre sí misma. También se marca expresamente sobre el lugar, como si el hombre fuese un tornillo de banco, o se ensayan gestos felizmente importados del break dance o del pop. Las vueltas y la búsqueda deliberada de destellos acrobáticos se suceden con frecuencia incansable.
No hay, a partir de los noventa, absolutamente nada sagrado para el bailador, dispuesto a torcer incluso sus propias tuercas y a girar hacia lugares que lo colocan al borde del despeñadero o a meterse por túneles que ni él mismo sabe adónde van a parar, pasadizos difusos pero estimulantes que de repente se abren al interior de la pareja, en medio del alocado éxtasis timbero. Es el lenguaje de las intuiciones, donde los pensamientos que pudieran parecer más sensatos son rápidamente cortados por la acción y el ímpetu. La canción es el rival directo del bailador, y ambos aceptan ese duelo a cuchillo que es la timba, únicamente para fatigar y humillar al otro. En los solos noventeros de metal la concordia no tiene cabida.
Si el recorrido del casinero dejase una estela, si se pudiera mapear el sudor en el aire, podría verse que funciona como la serpentina en la mano de un niño, movimientos tallados con la oscura pureza de todo lenguaje anterior a la palabra. Tomas a tu pareja por el antebrazo, la haces volver sobre su derecha, luego le das medio giro a la izquierda y la detienes ahí, a mitad de camino, la palma de tu mano derecha en su hombro, tu mano izquierda guiándola y haciéndola amagar, un par de veces, como un disco de acetato que de repente se traba, después permites que tu pareja complete la vuelta, luego giras tú, sueltas tu izquierda de su derecha y rápidamente agarras su derecha con la derecha tuya, gira ella y luego giras tú bajo el puente de tu propio brazo, ese cambio de frente tan elegante.
Hay vanvaneros provenientes de cada una de estas promociones, defensores a ultranza de cada estilo en particular. Algunos critican el clasicismo setentero y otros el irrespeto posmoderno. Pero hay vanvaneros idóneos que pueden moverse por todos los registros independientemente de su edad, de lo que prefieren, o de la escuela específica a la que pertenecen.
Los principios del casino vienen siendo los mismos que los del arte sonoro. El ritmo está en los pies. Si en algo tienen razón los casineros clásicos, es en que todo se decide a la hora de marcar. Después uno puede no ejecutar formalmente los pasos, el un-dos-tres bíblico, pero sí tiene que llevar el conteo en la cabeza y respetar secretamente los tiempos. Sobre esa base, es dable cometer cualquier sacrilegio. El error más común entre los aprendices sin disciplina, o los excéntricos baratos renuentes a incorporar los fundamentos, es atacar la melodía sin atender el ritmo, entregarse al desparpajo gestual y a la fruslería gratuita sin ningún tipo de coherencia interior. Como esos ridículos muñecos de aire que el viento sopla hacia uno y otro lado sin orden ni concierto. La cintura necesita un eje mínimo sobre el cual girar, y ese eje es el oído.
El ritmo es tan vital que, si está, no se ve, porque no hace falta verlo, pero si no está, su ausencia es como un grito. En los pies hace cortos el enchufe que lanza latigazos al cuerpo del casinero, un hilo de voltaje que coordina las extremidades y las articulaciones, dinamitando y componiendo lo que, producto de esa misma intensidad, parecía descoyuntarse sin remedio.
Por supuesto, después de bailar durante decenas de tardes en la plaza central de un internado, echándole ganas al silencio, llega un momento en que lo consciente se vuelve inconsciente. Porque todo esto es como respirar. Con la cadencia serena del primer Van Van, si se prefiere, o con la velocidad orgásmica del último. Pero de eso se trata. Poner la cabeza en frío y respirar.