He fatigado (me encantan esos verbos borgianos) la biografía de David Foster Wallace escrita por D.T. Max: Every love story is a ghost story. Es un libro rayado al músculo, sin la menor veta freudiana que Wallace le reprochara a E. Williamson en su biografía de Borges, escrito desde la senda contraria del autor biografiado, con la justa sobriedad con que Wallace nunca escribiría.
La biografía narra más bien las peripecias de la cabeza de Wallace, el enmarañado bucle de su obsesiva imaginación, que es lo único que puede volver interesante y narrable a un escritor que, salvo una temporada en rehabilitación, se pasó la vida entre campus universitarios del Este y del Oeste (Massachusetts, Illinois, California), ya fuera como estudiante de inglés y filosofía o como profesor de escritura creativa.
A veces la impresión es que Wallace era demasiado inteligente para ser escritor. Con un poco menos de seso no solo le hubiera bastado, sino que, incluso, le hubiera ido mejor, es decir, habría probablemente vivido más, no se hubiera colgado en su garaje con apenas cuarenta y seis años, en el otoño de 2008. La literatura parece alcanzar su consagración allí donde los escritores chocan con el límite de sus posibilidades intelectuales y comienza entonces ese rodeo, esa fabulación, el amago de lo que no se es, el modo en que todos son un poco brutos, genuinamente incapaces, y se empeñan en disfrazarlo.
Le he dado la vuelta a todo esto para emular con el método Wallace, pero hay una manera más directa, más D.T. Max, de decirlo, y es que la literatura se escriba con ignorancia. Wallace se suicida porque se angustia y se angustia porque su inteligencia lo engaña y le hace creer que es posible romper límites o premisas que evidentemente no se pueden romper.
Hijo de la cultura de masas, consumidor empedernido de la televisión, Wallace no se conforma con entretener. Hay algo que le parece corrupto en la aceptación pasiva por parte del autor de que solo con ser leído, con gustar, con salir más o menos bien parado de la contienda estética, ya el libro ha cumplido su función.
En su temprana etapa convencidamente posmoderna, pynchoniana (The Broom of the System, 1987; Girl with Curious Hair, 1989), Wallace reacciona de manera intuitiva —típicos rejuegos formales, rupturas de sentido, etc…— contra lo que viene a ser su Rubicón: no darle más drogas al adicto, no solo seguir entreteniendo al entretenido, sino entregarle un texto que conciba desde su propia configuración las posibles armas para que el lector se redima.
No hablamos, por supuesto, de ninguna vulgaridad didáctica ni, mucho menos, de algún tipo de compromiso social de la obra. Wallace está intentando encontrar esos resortes en una literatura que, digámoslo así, edifique, que construya algo, y para ello está dispuesto a apartar de sí una serie de herramientas y sentimientos que hasta ahora lo han movilizado —vanidad, ego, ansias de reconocimiento, competitividad— pero que ya no van a servir más, porque lo primero que una nueva expedición conceptual exige es un nuevo motivo, una escritura echada adelante con otras poleas.
Wallace, entrañable, sufre y llega a decir: “La ironía, por muy entretenida que sea, está al servicio de una función casi excesivamente negativa. Es crítica y destructiva, asoladora (…) La ironía es singularmente inútil cuando se trata de construir cualquier cosa que reemplace a esa hipocresía que ella misma pone en evidencia”.
¿Qué va a impulsar a un escritor que rompe o que forcejea con su amor propio o que llega a la conclusión de que hay que escribir algo que sea intrínsecamente más honesto que el despliegue narcisista de su talento o de sus habilidades retóricas o estilísticas? A la psique de Wallace, ya rota, apoyada en las muletas de los antidepresivos, aquí parece abrírsele su grieta definitiva. “Creo que soy bastante honesto y sincero, pero también estoy orgulloso de lo honesto y sincero que soy, así que dónde me deja eso…”, dice.
A partir de Infinite Jest, un novelón de mil doscientas páginas escrito a sus treinta y tres años y elevado rápidamente a categoría de culto, con la subsiguiente canonización de Wallace, todo el tema moral de la literatura comienza a consumirlo de manera consciente. Wallace cree haber identificado ya el nudo gordiano de la ficción moderna.
¿Cómo escribir una novela que hable del aburrimiento y de las toneladas de ocio que millones de espectadores pasivos derrochan diariamente delante de sus televisores, arrebujados en un sofá, con un bote de palomitas de maíz en una mano y una Coca-Cola en la otra, pero que sea, esa novela, igualmente aburrida y ociosa, es decir, que no apele a las fórmulas de atención o de entretenimiento o de éxito de la televisión o de la ficción contemporánea, que no se contente con una crítica referencial o con la mera exposición impresionista de la corrupción subyacente en el alma de la América tronitonante, autocomplaciente y profundamente orgullosa de sí misma de los ochenta y los noventa, justo con lo que, según Wallace, se conforma alguien como Bret Easton Ellis, por ejemplo, y cómo lograr, uf, después de todas esa renuncias, que la novela simplemente se lea? ¿Que sea aburrida pero que el lector no pueda soltarla?
The Pale King pretendió ser esa novela, pero quedó irremediablemente inconclusa. Antes de colgarse, Wallace ordena y dispone las doscientas cuartillas del manuscrito que creía listas, para que su esposa las encuentre y les dé camino. En vez de escribir y punto, hay en él —y lo sabe, lo deja dicho— una reflexión creciente y asfixiante en torno a qué, cómo, desde dónde y por qué escribir.
Discípulo confeso de Wittgenstein, es curioso que Wallace haya emprendido una ruta diametralmente distinta a la que va del Tractatus a las Investigaciones filosóficas. Wallace viaja, trágicamente, de la expresión abundante, de la interminable oración subordinada, al solipsismo, al mutismo lógico.
Para los que queremos escribir, todo esto deja quemantes preguntas éticas. Algunos, por suerte, ignoramos lo suficiente para estar a salvo.