Nombrar mata

En ocasiones el acto de escribir parece ser solo el acto de la transcripción grafológica, la copia de las palabras entrevistas que, como tal, no se han conformado todavía en ninguna parte. En el tránsito de la idea a la palabra entrevista, y de la palabra entrevista a la palabra trazada, nunca se dice lo que se quiso decir en un principio.

La escritura es el hecho de salir a la caza de lo que quiere decirse y fallar en ese intento de un modo que lo dicho equivalga en precisión a lo que no se pudo decir, que lo no dicho conduzca a lo dicho de tal manera que parezca que no buscábamos otra cosa que lo que al cabo tenemos. Se pierde una certeza y se gana un hallazgo. Sin embargo, uno siempre quiere volver sobre el hálito de la certeza inicial, nunca revelada. Jugar con eso es jugar con fuego.

No hay, como se sabe, ideas fuertes, todas las ideas son por naturaleza ideas débiles, líneas escuálidas que solo pueden ser dotadas de musculatura en el gimnasio del lenguaje. Explotar esa mina, tal como los picos de los extractores explotan las reservas de petróleo anidadas en el corazón de la tierra, es la tarea que corresponde al ámbito de la escritura entendida como despliegue físico, golpear las teclas, tomar la libreta de apuntes y el lápiz, que no es un acto de traslado de nada, sino que contiene en sí el transcurso de la idea, su gestación biológica. La idea se hace en el pulso, la acción contiene al pensamiento.

Ni que decir tengo —aunque, evidentemente, sí tiene que decirse— que lo dicho hasta ahora encaja en sí mismo como un guante en la mano. No es esto lo que había pensado decir, pero no parece que haya estado buscando decir otra cosa.

La primera noche en casa, después de un par de meses fuera, mi novia me pide que veamos una película de amor. En un sitio pirata encuentro Elegy, un filme de Isabel Coixet en el que Penélope Cruz, una dramáticamente bella alumna universitaria de veintitrés años, se enamora de Ben Kingsley, exitoso profesor de literatura treinta años mayor, que reseña libros en The New Yorker y descifra la lógica cultural del mundo, sea lo que sea que esto signifique.

Entiendo enseguida que fue una mala elección. En la película se habla demasiado. Mucho arte, mucha retórica, mucha representación erudita, largometraje basado en novela.

Hace nueve años, cuando vi Elegy por primera vez, yo era alguien necesitado de palabras, redundante y explícito como todos los jóvenes furiosos y ridículos, capaz de quebrar mi propio arco sentimental en las formidables confesiones del amor culto. Ahora ya no, desde luego. Toda la emoción radica en el silencio y la insinuación, en el sagrado ejercicio del laconismo y la decencia estética de las alusiones. Insulta, y destruye cualquier tipo de conexión afectiva, que alguien crea que algo que ya se ha dicho tiene todavía que decirse de modo más directo para que pueda ser comprendido.

Kingsley tiene en casa una cámara oscura donde revela las fotografías que toma por afición. Después de un romance turbulento, pero siempre frío, de una ruptura cualquiera y de dos o tres años de ausencia, Penélope Cruz vuelve una noche de lluvia porque le han detectado cáncer de mama y quiere que alguien la fotografíe. Ese alguien es Kingsley, la única persona, dice ella, que le ha hablado sobre la perfección de su cuerpo. Ahí estuvo. Pero entonces Kingsley pregunta si ella quiere que él la fotografíe antes de que los cirujanos le corten el seno enfermo y destruyan la composición de su figura.

Hace nueve años ese no fue, como lo es ahora, un parlamento redundante. Lo acepto hasta donde puede aceptarse porque es la primera noche de vuelta a casa, después de un par de meses de ausencia, y el ejercicio explícito del amor en Elegy evita que mi novia y yo tengamos que entregarnos al ejercicio explícito del amor nuestro, a la sobrexposición de las palabras, y podamos transcurrir sosegados como espectadores en un cine de barrio que solo nos contiene a nosotros.

Si yo hubiese intentado ver Elegy por segunda vez, pero solo, no la hubiese visto en lo absoluto, porque todo lo que está dicho ahí está dicho de más. Es una sensación cada vez más poderosa, no tiene que ver con nadie en específico. El umbral del estremecimiento intelectual necesita cada vez que menos cosas sean dichas, admite cada día una menor cantidad de expresiones posibles. Todo es la vulgaridad de los esclarecimientos, la bondad didáctica de las explicaciones.

La sofisticación de la emoción tiende trágicamente a empujarnos al silencio, niega de modo rotundo el ejercicio de la palabra. Alguien que se mantenga a flor de piel, intactos su dolor, su curiosidad y su deslumbramiento, no necesita que se añada ningún amago de comprensión sobre la arquitectura de las cosas, sobre la disposición de los hechos en la geometría del mundo.

En su punto más extremo, sin embargo, este sistema desemboca en el solipsismo, trae consigo la artrosis de la racionalidad y las devociones espirituales, y solo puede salirse del hueco trepando la cuerda de la palabra hasta el brocal del pozo, y ese brocal es nuevamente un estado semejante a la primera juventud.

¿Es uno el músculo que utiliza la vida para contarse a sí misma?

Escribir es una posposición, una suspensión de los hechos. Con precisión técnica, desterrado el escándalo, uno se desconecta, pero sigue siendo este un ejercicio que de modo inexorable hay que acometer dentro de la misma cápsula de la vida, un paréntesis en el que se aguanta la respiración para intentar justamente definir qué cosa es respirar. La vanidosa apnea de la palabra.

Escribir es no solo un acto exterior a lo escrito —y lo escrito es lo vivo, lo vívido y lo vivido, lo posiblemente vivencial—, sino también su opuesto. Recrear la vida es vivir menos en pos de una vida luego agotada por los otros a través de la lectura. De ahí que —como supiera todo el mundo ya, y ahora también este servidor, temporalmente detenido— nombrar mate, escribir mate, y leer sea resucitar los tiempos muertos en uno.