El pájaro defecón

Primero defecar, después escribir.

Respetar la autoridad de los ciclos, y la trascendencia de la memoria. Así se llega a un territorio que en todo momento significa familiaridad y sobresalto. Donde lo que parece habitual resulta invadido por lo impredecible, dos cuerpos insaciables de una trama que logrará extenderse hasta que no se extinga el jolgorio de la saliva.

Dentro de ese relieve una silueta se desempeña, genera conflictos, mutaciones, restituye las emanaciones de los elementos. Atesta tantos imaginarios que vibra, es un trozo radiante contra la adversidad de la monotonía.

Digamos que alcanzar la naturalidad puede convertirse en la mayor de todas las aspiraciones; arribar al espacio donde definitivamente estemos capacitados para ser entendidos y entender las múltiples voces que nos acechan. Cualquier grafía que se genere en esa circunstancia parece elevarse contra ese rasgo tan negativo que significa el estreñimiento, donde algunos individuos, con la lengua tiesa como un palo, intentan autodenominarse escritores de vanguardia.

Y todo se decide en el momento en que elegimos qué vamos a meternos dentro de la boca, qué sustancias participarán de esa ceremonia cotidiana que suele conocerse como digestión. La capacidad, o incapacidad, de digerir, se enchufa al lenguaje, y lo mismo lo deja lívido que vilipendiado.

En ese sentido, cada una de las palabras que José Kozer estampa se asemejan a una fruta, a un pedazo de carne, a un pargo, a una ostra, y a veces la semejanza es tan grande que uno termina por confundir el sonido con el objeto.

Yo sigo el rastro de uno de sus personajes favoritos: el pájaro defecón. Le construyo una biografía a mi manera, y le escupo la cabeza a ver si ese engendro sabe mirar hacia arriba. Cuando lo hace me paraliza y quedo convidado al interior de la ceremonia; el muy cabrón me incita a oler como lo hace José: que el olfato se sienta en crisis, apabullado, al límite y hasta muy próximo a lo que pudiera describirse como el umbral de la plenitud.

Entonces la idea es una avalancha, algo que se despeña y fructifica, que desmiembra las estructuras e instaura la germinación.

Ese delirio suyo, que he intentado reconstruir, caga y lanza su excremento en expansión, muta en dibujos que conceden pequeñas claves en las que nos concentramos. Suena mucho esa caca, es una rara percusión a la que quedó en anexo.

Pájaro que trina en la palabra que lo dice: pardal. Después busca las sobras de su abundancia, se deleita en los márgenes de sus expresiones, plumas aisladas, finales de frases que, repetidas muchas veces, se dice: discurso del pájaro. En fin, contentarse con la tinta del fruto que comió viajando en su excremento… Pájaro de Tarkovski: de súbito fallece en la rama.

En su mapa una palabra destapa a la otra, es la reacción en cadena; un despelote con mucho jugo, y el aceite necesario para que las articulaciones no suenen de manera impropia. Una extraña coalición que no la para nadie, ni siquiera el gesto estricto del sentido: este se ajusta a lo que va siendo una barbarie pastosa que se gesta en la lengua; algo así como el paladar transformado en atmósfera.

Todo ese cuenco, que transita con espasmos (y esa ganga de satisfacción que viene después de ellos) de la inmaterialidad a la materia, va siendo llenado por el testimonio de una experiencia en la que se abrazan culturas que parecen distantes, demostrando que la naturaleza del individuo puede estar conformada por elementos heterogéneos, con la única exigencia de que este sienta amor y fidelidad por lo que le ha sido destinado, y que con esos materiales entrañables sea capaz de abrir una zanja en la sensibilidad de los otros.

Así es un poco como este ser insaciable e incesante carga las palabras con la yema de su identidad, ofreciéndoles una infinita liberación que las convierte en exóticas aves capaces de pasar el invierno donde pasaron el verano.

Vocablos listos para soportar y hacerlo con disfrute, a los que ya ninguna situación humana, por difícil o extravagante que parezca, logrará espantarlos. Vocablos que participan de un universo cuyo caos es una verdadera delicia, ya que es concebido desde una mente diestra que ironiza mientras disfruta de los danzantes que se aglomeran en la trastienda.

En la obra de Kozer la familia alcanza una mística espectacular: restaura el pasado con una intensa mezcla de nostalgia y anhelo, firme el tono, con un gesto lúdico que convierte a muchos de sus textos, dentro de este tema, en divertidas aventuras a través de las cuales los lectores pueden sentirse parte de su descendencia.

Locales, ruidos, la siesta, el buen o el mal carácter de los allegados, sus vestimentas, y hábitos. Todo eso va a parar al poema donde en realidad nunca llegará la traza para destruirlo; por eso en una ocasión escribí con firmeza en uno de los míos: 

“José ha puesto su familia / en el poema, / la ha sentado / cómoda, tranquila. / Kozer sabe, como Velázquez / de esas cosas”.

Diría que si algo sabe hacer a la perfección José Kozer es detectar los eventos, parasitarlos y, más tarde, a golpe de lenguaje, proceder a su destripe. Instante en que la fiesta emana embadurnada de una sustancia que la vuelve resbalosa y por lo tanto inaprensible.

De lo que sí no queda dudas es que es la fiesta en su rango más esencial y sublimado; en ella, seres y cosas intercambian sus fluidos, sus esencias que chorrean con sorprendente histrionismo y pueden dejar boquiabiertos a los lectores más adiestrados en el ejercicio del descoyunte.

El color marrón que se difumina entre sus versos consume el vigor del pez, es un tinte que media entre el ojo y la grafía. Este se vuelve más intenso allí donde existe un remolino, una adulteración de las aguas; donde dos vértebras se han topado en la dimensión del diálogo. Entre José K. y José K. cruzan los destellos de la contemplación, se vuelven dóciles los animales más rígidos, los organismos son manchas estelares que comentan sobre la voluntad de lo vivo.

Con su rastro de palabra abundante, consigue algo que él mismo menciona: “estar más allá del ámbito de la Poesía Cubana, para situarse dentro del ámbito de la poesía”.

Su poética es tan original como las de Lezama y Piñera, justamente por conseguir, en esencia, ser ajena a ambas, fuera de contrapunto, desintoxicada de ciertas herencias insulares, o al menos entrando en ellas con una marca más antigua (ser judío), llevando más adentro la circunstancia de lo errante que la del agua por todas partes.

Lo importante es que la Cuba de Kozer existe y perdura: respira dentro del ojo terso del sijú, se reconoce en el jelengue, disfruta de sus tallullos, se entretiene con el manjuarí y, sobre todo, descansa de la pesantez histórica que casi por hábito es su peor sometimiento.

Isla en escritura que se deja penetrar por judíos, chinos vendedores, cuerpos en fase de desahogo, y otros que en la promiscuidad describen “cruentos garabatos”, y que, sobre todo, disfruta como ninguna otra escuchar una voz que dice:

“chino, ponme una de mamey, dos de mango / chino, todo cambia, cambió la cosa, cámbiame / la de mamey por la maceta de vicaria, las dos / bolas de mango por las dos sillas vacías de / Enea en la terraza. Esa materia no se derrite.”

En los últimos meses, al enfrentarme a las numerosas páginas que nos obsequia sin pudor, he comprendido que una de las pocas cosas que crecen sin detenerse, en la parte del mundo que conozco, desde el más completo y espléndido significado de ese verbo, es justamente su poesía.

La mañana en que uno abre el correo y de pronto, así porque sí, encuentra un poema suyo, aún calentico, que de manera altruista él ha decido regalarte, la realidad se transforma. La realidad cabe dentro del territorio del texto, y creo que queda sobrando espacio.

Entonces, después de todo esto, qué te parece Kozer si a esta altura de la amistad y del poema nos merendamos un trozo de aquel Monet Septuagenario que alguna vez se introdujo por el cono del ojo de la ternera muerta, arrastrando en esa inmersión sus flores subacuáticas y los intensos paseos a través del Jardín de Giverny.

Y es que el arte, incluyendo a tu mano dentro de su mugre, transversa la luz, el tiempo y el espacio, interponiendo una memoria resistente que destila y mezcla.

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Oído Interno, José Kozer (Hypermedia, 2016).

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