The Newsroom (I)

Los tacones de aguja fina de la periodista A resuenan en el pasillo del periódico más de lo normal. No tendrían por qué sonar tanto, pero la periodista A se empeña en llamar la atención y afinca sus pisadas con perfidia, como puñales en las losas. Contonea sus caderas y yergue el mentón. Los ajustadores apretados le empinan la masa deforme y flácida de sus senos maduros, en los que amamantaron sus dos hijos hoy adultos, hasta los diez meses uno, hasta los dos años el otro, y en los que unas cuantas bocas de amantes, además de un marido durante quince años, abrevaron con lujuria, chupando y mordiendo.

La periodista A es toda altivez, pero su ropa es bastante ridícula. Un vestido rojo elastizado, que le ciñe las carnes, y un cinto negro y grueso como un zambrán de soldado alrededor de un vientre pálido, abultado y en el que, para colmo, la cicatriz horizontal sobre la pelvis, resultado de la cesárea con su segundo hijo, el que amamantó hasta los dos años, se ha venido ensanchando, siendo ahora la cicatriz un siniestro verdugón color carne que la periodista A no quiere ni mirar.

A nadie molesta el ruido deliberado que la periodista A produce con sus tacones, salvo a la periodista B, quien todavía no se explica cómo la periodista A puede siempre llegar al mediodía, más que tarde para el turno de trabajo, y a los demás no parece importarle. Ningún directivo le pasa raya roja en la hoja de asistencia que ya desde bien temprano, sobre las ocho menos diez de la mañana, la recepcionista C tiene encargado supervisar. Pero la recepcionista C, muy probablemente porque madruga a diario para trasladarse en ómnibus desde su casa, en las afueras de la ciudad, hasta la sede del periódico, se pasa el resto del día dando cabezazos sobre el buró de la recepción, apoyando la sien en la palma de la mano y el peso ingrávido de su anatomía derrotada en el codo, hasta que poco a poco toda ella se va resbalando o el codo se le entumece o se le entumece, después de mantenerla doblada y con las libras de su sueño encima, la articulación que une el antebrazo con la mano. Luego la recepcionista C se pone de pie y se arregla el peinado, una cola de caballo sujeta con una felpa negra que de tanto zafarla, juguetear con ella, o colocársela de pulso en la misma articulación cansada, se ha estirado hasta casi romperse.

Cuando la periodista B se acerca y le sugiere a la recepcionista C que la periodista A sigue llegando tarde y que el subdirector D no le impone ninguna sanción por ello, y pregunta que a qué la recepcionista C cree que se deba, la recepcionista C opta por no hacerle mucho caso a la periodista B, porque sabe que la periodista B y la periodista A mantienen una vieja disputa por el subdirector D, disputa que finalmente la periodista A parece haber ganado, pues casi todas las tardes la recepcionista C es testigo involuntario de cómo la periodista A entra a la oficina del subdirector D y no sale hasta quince y a veces hasta veinticinco minutos después, en dependencia, se dice la recepcionista C, de cuánto haya aguantado ese día el subdirector D, ya que por otra parte resulta evidente, o al menos a ella, a la recepcionista C, le resulta evidente que el subdirector D no es lo que se dice un semental o un portento, sino que con sus sesenta años maltratados, y todas esa maneras ridículas y graves que lo definen y encorsetan, el subdirector D clasifica como el típico eyaculador precoz, como el clásico inexperto que no aguanta el menor movimiento o el menor trance provocador salido de tono, nada, en definitiva, que la periodista A, que se ve una cuatrera rodada y ponchada, no pueda controlar o someter.

La recepcionista C se pregunta cómo la periodista A y la periodista B pueden disputarse a alguien tan poco sexy, aburrido y seriote como el subdirector D, y la única conclusión más o menos razonable a la que llega es la que presupone que tanto la periodista A como la periodista B se disputan al subdirector D por el simple y universal hecho de que el subdirector D es el subdirector D, por lo que su cargo implica, porque, por ejemplo, si el subdirector D fuera el custodio E, con seguridad ni la periodista A ni la periodista B lo mirarían, aunque también hay que tener en cuenta que justamente por ser la persona que es, es que el subdirector D ha llegado a ser subdirector D.

No hay, en ese ámbito, ningún margen de error o de posibilidad que permita que la personalidad del subdirector D termine en el puesto del custodio E, ni que la personalidad del custodio E, alguien que, por lo que la recepcionista C sabe, solo fuma cigarros de siete pesos, escucha programas de participación en Radio Progreso y recicla para quien quiera oírlas las dos o tres anécdotas sobre su experiencia extrema de soldado y zapador en la guerra de Angola, termine en el puesto del subdirector D.

El chofer I es quien le maneja al director J. Por tanto, el chofer I ha llegado a creer, en ocasiones, que él mismo es el director J.

Cada cosa tiene su lugar y todo el mundo a lo suyo, piensa la recepcionista C, quien tiene que conformarse con el chofer F, que no es para nada un mal tipo.

El chofer F considera bastante a la recepcionista C, le da aventones hasta la parada del ómnibus y le compra rosquitas y pasteles para la merienda. Es cierto que los pasteles apenas traen guayaba, o coco, o queso, o lo que sea que deba traer el pastel en cuestión, pero eso no es culpa del chofer F, sino de la secretaria G, y si nos ponemos rigurosos, la culpa no es ni siquiera de la secretaria G, sino del Dios Todopoderoso H, que así dispuso las cosas, aunque a los efectos la que vende los pasteles a dos y tres pesos es, ciertamente, la secretaria G. Los trae en un bolso desde su barrio y luego va pasando puesto por puesto más o menos cada dos horas, y el que no compra primero compra después, la secretaria G no se desespera, tiene su método, su paciencia, y al término de la jornada laboral, que es lo que cuenta, la secretaria G ya ha vendido toda su mercancía, lo cual la emparenta con el chofer I, que no se parece al chofer F, porque el chofer F es más bien noble o comemierda, alguien que no se sale de la norma, aun cuando la norma lo apriete cada vez más, aun cuando las compresas de la norma lo estrangulen y lo asfixien, pero el chofer I sí que vende algunos litros de gasolina de manera ilegal o hace las veces de taxista con el carro del periódico, inventa y se la gana, siempre joseando, y gracias a esa actitud, a ese arrojo, a esa temeridad, el chofer I termina destacando sobre los demás.

El chofer I no tiene miedo y es de esa clase de sujetos que se desenvuelve con soltura en los contextos más adversos, su vida, de hecho, ya es adversa de por sí, y el chofer I no se limita ni parece nunca estrecho de oportunidades.

Lo que lo vuelve aún más interesante es que el chofer I es quien le maneja al director J. Por tanto, el chofer I ha llegado a creer, en ocasiones, que él mismo es el director J, siendo capaz de darse ciertos lujos o aires que a ningún otro chofer se le ocurriría, ni al chofer F, ni al chofer K, ni al chofer L, ni al chofer M, un viejito octogenario que por pena nadie quiere retirar, pero con quien nadie tampoco se atreve a viajar, de ahí que el chofer M se pase el día y parte de la noche durmiendo en la piquera, o conversando con el custodio E sobre mujeres ya muertas, mujeres de su juventud, algunas reales y otras imaginarias.

Los aires o lujos del chofer I tienen que ver con que, si está agotado, o no tiene buen humor, puede negarse a manejarle a cualquiera, incluso al subdirector D, al que finalmente nadie parece respetar.

Todo el mundo, menos la periodista A y la periodista B, sabe que el subdirector D es mero comodín, un eterno segundón destinado únicamente a recibir visitas sindicales o delegaciones de provincia para luego, como un embajador de la bobería, pasearlos por las oficinas del periódico, contarles un poco de soporífera historia, echar mano de algún ejemplar del diario de hoy o de ayer y explicar cómo se deciden las noticias de portada y contraportada, un proceso editorial en el que el subdirector D siempre se disfraza de protagonista, algo, por demás, que los invitados le creen, porque se trata de un subdirector y nadie dudaría del poder de decisión que todo subdirector debiera tener, pero en el que en realidad el subdirector D no tiene ni voz ni voto y a veces ni presencia, ya que el director J es alguien con bastante sentido del humor y le gusta gastarle bromas a los subordinados peleles y sumisos como el subdirector D. En este caso, no invitándolo a las reuniones editoriales y limitándolo a tareas burocráticas de tercer o cuarto orden.

El futuro sustituto del director J, visto lo visto, debe ser el Jefe de Página N, pues ambos vienen juntos desde la universidad y nadie dudaría de que, una vez ascendido a responsabilidades de mayor envergadura, como seguramente será ascendido más temprano que tarde, el director J recomendará para su puesto al Jefe de Página N, y el Jefe de Página N, cuyo carisma incluso sobrepasa al del director J, no dudará en aceptar. Esto explica la ojeriza que el subdirector D le tiene al Jefe de Página N, una ojeriza lo suficientemente burda e inofensiva como para que el Jefe de Página N se percate de ello y no se tome el trabajo de devolverle ningún tipo de sentimiento particularmente exclusivo al subdirector D.

La periodista B sería capaz de reconocer o conjeturar cualquier barrabasada con tal de no admitir lo que es ya un hecho incontrastable: su mala, horrísona suerte con los hombres.

La periodista A aún no se ha dado cuenta del poder estratégico que entraña el Jefe de Página N, y de lo beneficioso que sería echárselo en el bolsillo de su vagina o embrujarlo con el manejo de sus artes antiguas antes de que el Jefe de Página N se convierta en el Director N, pero la periodista B sí parece haber reparado en el particular, lo cual explica que en las últimas semanas le haya sacado un tanto el pie al subdirector D y se haya dedicado a flirtear con el Jefe de Página N.

El Jefe de Página N desconoce las interioridades y los motivos del acercamiento, pero tampoco es ciego ni insensible. La periodista B cree que el Jefe de Página N es muy sagaz y que calcula lo que está en juego. En realidad, la periodista B sería capaz de reconocer o conjeturar cualquier barrabasada con tal de no admitir lo que es ya un hecho incontrastable: su mala, horrísona suerte con los hombres.

El Jefe de Página N, sin embargo, ha estado a punto de pararle bola, pero no lo ha hecho porque lo irrita sobremanera que algunas pelusas siempre terminen saliéndosele por fuera del cintillo o de lo que sea que la periodista B se ponga en la cabeza, otorgándole un aire desgreñado y sucio, de perenne descuido.

El Jefe de Página N se lo ha comentado al periodista Ñ y el periodista Ñ le ha dicho que él no cree en nadie, y que, en su caso, ya le hubiera pasado factura a la periodista B.

El periodista Ñ, para atestiguar que no se anda con chiquitas, le ha confesado al Jefe de Página N que él se acuesta con la pantrista O, que es tan fea como graciosa, muy extrovertida y bullanguera, y está más allá de lo humano y lo divino. Ambos, el periodista Ñ y la pantrista O, lo hacen lo mismo en la meseta mal azulejada del pantry, que en el closet de la administración, que en el sofá de la redacción cuando todos se han ido.

Al periodista Ñ no le es difícil cargar a la pluma desnutrida, a la bolsita de huesos y cartílagos que en definitiva es la pantrista O, quien se le sienta a horcajadas encima, se sostiene con una mano del cuello del periodista Ñ y ensaya movimientos pélvicos hacia arriba y abajo, subiendo y bajando por el pene largo pero sin demasiado grosor del periodista Ñ, quien prefiere ignorar que la pantrista O no es fácil y que, por lo mismo, mantiene relaciones paralelas con el chofer L y el corrector P, pero como ninguno se entrega o asume el sexo con la pasión del periodista Ñ, sino que la sientan en el quicio de la meseta mal azulejada, lo que le troza las nalgas escuálidas a la pantrista O, o la ponen en cuatro puntos y olvidan por completo si la pantrista O disfruta o no, la pantrista O definitivamente elige y privilegia al periodista Ñ de la única forma en que ella puede hacerlo, guardándole más meriendas en las tardes, tres o cuatro raciones, las que el periodista Ñ quiera.