Detrás de la puerta está la calle, los atajos, el colegio y el parque de los niños. Está también la panadería, el bar, el funcionario de Correos que sigue repartiendo algún pedido. Están las cajeras del supermercado, los policías y los conductores de buses que recorren la ciudad semidesierta.
Puertas adentro estás tú, paseando dentro de ti, fugándote al pasado y al futuro: desvariando un poquito. Acecha el solipsismo y, al menos por un rato, nada tiene sentido. Emerges por momentos y topas con la familia, la pareja o el compañero de piso. Emerges de ti y ahí siguen: la mascota y el florero vacío.
Haces una foto al juguete de madera y la subes a Instagram para dar fe de tu existencia construida. La calle está vacía, pero la red se muestra más poblada que nunca.
Quizás es el momento de leer para ocupar la mente. Revisas varios títulos; mejor dejarlos para luego. En cuanto puedes te disparas una serie, una de esas que te han recomendado.
Una experiencia tan individual como el aburrimiento deviene estado colectivo. Es un tiempo en que nos aburrirnos todos de la misma manera.
Puertas adentro está el sosiego, o el horror al sosiego… Los problemas y las conciliaciones conyugales. Puertas adentro están las ganas y el miedo a salir fuera.
Silencias los grupo de WhatsApp, las notificaciones, y mil ofertas culturales que contribuyen a reforzar la precariedad del sector. Crecen los challenges y las recetas de cocina, las torrejas de Pascua y las flores de Pascua.
Puertas adentro está el ruido de la tele y las palabras.
Afuera, como nunca, está el silencio.
Cada mañana revisas el número de muertos, el nuevo número de ingresos y cómo va la escala logarítmica de la gráfica de tu localidad.
Ya te has acostumbrado a indagar por la curva, porque de ella depende volver a traspasar la puerta. Volver al barrio, a las calles, tomar el atajo para llegar al parque, al colegio y al bar. De ella depende esa posibilidad azarosa de subir de nuevo al ascensor cuando pensabas irte, porque te cruzas al funcionario de Correos que trae algo para ti y te arruina la partida. Recoges el paquetes, le firmas con el dedo en la pantalla, vuelves a abrir la puerta y bajas otra vez con la prisa en los hombros.
Todo eso es un pasado lejano, y peor aún: un futuro lejano.
De tanto estar adentro, aquello que está afuera ya no es la calle ni el atajo ni todas esas cosas que hacen de tus hábitos una vida. Ahora tu casa es tu país, allí dónde radicas. Los pleitos por las autonomías y las identidades quedaron suspendidos.
En tu casa-país las reglas ya no las pones tú. No importa si los niños recogieron su habitación o hicieron los deberes: da igual, no bajarán al parque. Las reglas, las pocas que eran tuyas, tampoco ya son tuyas.
Las reglas y sus posibles consecuencias son gestos de conciencia, de desacato, de subordinación, de violencia. Las reglas y sus posibles consecuencias son píxeles de una foto elocuente de tu casa-país. Si amplías esa foto te adentras en el interior de una vivienda en la que ocurren cosas, las cosas de siempre:
“Los Mossos d’Esquadra han detenido a ocho personas acusadas de tráfico de drogas después de que organizasen una orgía en pleno confinamiento por la pandemia del coronavirus […] Al llamar al timbre de la vivienda, los agentes, que no iban uniformados, fueron confundidos por personas que iban a sumarse a la fiesta. Tras identificarse como mossos d’esquadra, les permitieron entrar en el domicilio sin problemas”. (El País, 21 de marzo 2020).
La última oración de la noticia es una peli porno. La última oración de la noticia es una risa macabra. La última oración de la noticia es la noticia.
“Una mujer de 78 años fue asesinada por su pareja. Su cuerpo fue hallado esta mañana en un apartamento de Las Palmas”. (El Mundo, 4 abril 2020).
En mi casa-país el Ministerio de Sanidad ha activado un teléfono de apoyo sicológico. La gente susurra su dolor detrás de un aparato.
Un teléfono y una ley tienen funciones muy distintas. Un teléfono es solo un paliativo.
Paliativo es una palabra bonita en apariencia. Significa “que no cura, pero alivia”. Si buscas la etimología, sus componentes léxicos son: palliatus (tapado con un manto), más el sufijo -tivo (relación pasiva o activa).
Un manto es lo que cubre un cuerpo en un apartamento de Las Palmas.
Otra medida paliativa de estos días es el cese de los desahucios mientras dure la crisis de la COVID-19. Dicho así, cualquiera lo celebra ¿Qué es un desalojo, realmente? Una tropita de robocops llega a tu casa, te tumban la puerta si pones resistencia y te sacan de ella de forma violenta.
Hace unos años, en la ciudad donde vivo, La Coruña, un bombero se negó a colaborar con la comisión judicial para llevar a cabo el desahucio de una mujer que había dejado de pagar dos meses de renta. La mujer era una costurera jubilada, tenía 85 años y vivía en esa casa hace tres décadas. El bombero se llamaba Roberto Rivas, y la señora Aurelia Rey. El bombero dijo que entre sus funciones no estaba desalojar ancianas de sus casas. Saltó a la portada de todos los medios de España y fue multado con 600 euros por supuesta alteración del orden público. Un grupo de ciudadanos pagó la multa de la sanción en acto de solidaridad.
Roberto Rivas, Aurelia Rey y aquellos que pagaron la multan, no se conocían de nada.
Desde hace una mes “el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha extendido a toda España el aplazamiento de las actividades judiciales no urgentes, incluidos los desahucios. Este viernes el órgano de gobierno de los jueces acordaba esta medida en las cuatro zonas más afectadas por la crisis del coronavirus: Comunidad de Madrid, País Vasco y los partidos judiciales de Igualada (Barcelona) y Haro (La Rioja). En España se producen de media 150 lanzamientos al día”. (El Diario, 15 de marzo 2020).
Las familias que iban a ser desahuciadas antes del estado de emergencia, perciben la pandemia como un alivio. Su estado de emergencia ha empezado mucho antes, y esto es una tregua.
Volteamos la vista al interior de nuestra casa-casa, y más aún: de nuestra casa-cuerpo. El cuerpo es ahora refugio y cárcel, depende de cada cual. Del cuerpo y la cabeza de cada cual.
En el interior de mi casa-casa, mi hija pide fresas a las seis de la tarde. El cuerpo en cautiverio desarrolla hábitos y apetencias.
Las fresas de mi casa-país llevan años con un sabor amargo. Las temporeras marroquíes que recogen las fresa allá en Huelva, malviven en chabolas y son violadas por los capataces. Los empresarios españoles apenas contratan a europeas del Este para esta labor. No las prefieren rubias. Las prefieren dóciles, pobres, rurales, con hijos a cargo y analfabetas. Las prefieren marroquíes.
El telediario de las ocho anuncia regulaciones migratorias en el campo andaluz. No hay quien recoja la cosecha. Marruecos ha cerrado a cal y canto el paso de los temporeros, y lo mismo han hecho los países de Europa del Este.
La solución ha sido la de siempre: trabajadores sin papeles. Enviar al campo mano de obra barata, la más barata que hay en mi casa-país.
“El Colectivo de Trabajadores Africanos ha hecho llegar una carta a los Ministerios de Interior, Agricultura y Seguridad Social e Inmigración en la que solicita la regularización masiva de miles de sin papeles que sobreviven en los alrededores de los campos de fruto rojo de Huelva […] Estos trabajadores defienden los intereses de cinco mil temporeros, que sobreviven en asentamientos chabolistas que han sido visitas por el relator de extrema pobreza de la ONU, quien consideró que tenían las peores condiciones de cuantas ha visto”. (El Salto, 3 de abril de 2020).
El Gobierno ha respondido con una negativa. Los subsaharianos solo les sirven para ser explotados. Les han otorgado un permiso de trabajo temporal durante la recolecta, y una vez hayan recogido la última fresa, seguirán siendo personas sin derechos.
Después de las declaraciones del Gobierno, la tele se apaga hasta el telediario de la noche. Entremedias, Netflix es un gran sumidero. Los documentos clasificados en manos de la banda del Profesor en La Casa de papel son el tesoro más preciado para negociar con la policía. Ni la policía ni el Gobierno quieren que se hagan públicos los documentos secretos de las operaciones de Estado, aquellas que enriquecen a España de la forma más sucia y que implican a la Comunidad Europea y a la OTAN.
Es un momento de la serie que arroja adrenalina. El espectador se identifica con la banda de atracadores, porque somos muy antisistema si del atraco a un banco se refiere. Sin embargo la realidad, fuera de Netflix, son esos documentos que gritan desde Ceuta, desde Andalucía, desde Madrid y desde cualquier punto, los delitos del Estado Español, de la Comunidad Europea y de la OTAN. Convivimos con ellos.
La abuela de mis hijos compra fresas a diario para endulzar el encierro de sus nietos. No pone atención en el etiquetado, ni existen razones para no comprarlas porque para una abuela no hay más razones posibles que los deseos de cuarentena de sus nietos.
La abuela avisa por teléfono y deja las fresas en el ascensor de casa. Yo las lavo con agua y con culpa, las corto con el cuchillo y con culpa, las sirvo con amor y con culpa.
Los pequeños placeres se llenan de culpa. La culpa afecta mi casa-cuerpo pero no afecta mi casa-casa y menos aún mi casa-país. Una culpa inocua, una estúpida culpa.
En Instagram, la publicación de recetas de comida y postres tiene un nuevo lema: “Quédate en casa”. El hashtag fresas tiene 903.000 seguidores. Sigo sin entender cómo logramos aburrirnos de la misma manera.
Crónicas de cuarentena (I)
Hace tres semanas, las noticias de la COVID-19 nos hablaban de lejos. Era una desgracia que ocurría en Italia. Madrid contaba ya con casos confirmados, pero parecía alarmismo mediático. Otra treta para no hablar del negocio de las guerras, del cambio climático, las olas migratorias, los campos de refugiados, los desalojos, las mujeres asesinadas…