El martes pasado amanecí fino. En mi cama una mulata despampanante con cañoncitos oscuros en sus axilas y una boca carnosa y rosa. Miré el techo de mi cuarto, el bombillo sin lámpara. A mi alrededor los carteles sin montar de mi último corto, tres pares de zapatos, cuatro camisas… Lo tenía todo.
Estaba ready para dejar el sufrimiento y seguir adelante.
Envalentonado, corrí a la computadora y me puse a escribir la carta de despedida, para terminar por fin con la mujer casada.
Empecé:
En un momento de Mad Men, el protagonista hace un cambio de identidad: en medio de la guerra agarra la chapilla de un hombre muerto y deja de ser Dick Whitman para convertirse en Don Drapper. Montado en el tren de regreso, ve por la ventanilla cómo su familia recibe “su cuerpo”.
Para él, en ese momento, las opciones son bajarse y seguir viviendo en un pasado del que ha tratado de huir, o quedarse en el tren y aceptar la invitación de una bella mujer a tomar un trago, aceptando con esto la invitación a una nueva vida.
A fin de cuentas, tiene toda la vida por delante. Es joven.
Hoy, a principios de febrero de este año, a mí se me presenta una situación parecida a la de Don Drapper.
Hace meses no hubiera tenido fuerzas, estaba muy débil como para tomar esta decisión, pero ahora que me siento más fuerte, sobre mis dos pies y con la cabeza más fría, creo que ha llegado el momento de alejarme de tu vida.
Hace unas semanas, apareció en mi vida una mujer que es todo lo contrario a ti.
Una mujer que sí quiere quedarse, que desea formar una familia y ve el lado bueno de la vida.
Sé que me conoces bien y sabes que soy propenso al cinismo, a la oscuridad, a rechazar todo lo que sea construir algo en esta tierra (que hasta hace poco sentía como un terreno baldío); pero la verdad es que no te puedo seguir acompañando en esta relación (ni siquiera sé si es una relación), no puedo seguir en esta historia tóxica.
Ya tengo una edad: o construyo o me muero.
Dicho esto, debo dejarte claro una cosa: te he amado como nadie en la vida te va a amar.
Espera, tengo que hacer una pausa porque me tiemblan las piernas.
Lo que te quiero decir, más allá de que me creas o no (ya no puedo luchar porque entiendas lo que te digo y cómo te lo digo), es que a pesar de todo lo malo que surgió, trajiste mucho a mi existencia.
En el momento más oscuro, apareciste para besarme las sienes y cantarme mientras me dormía (como un bebé, me decías). Me sacaste de un hueco y me demostraste que sí, que en Cuba existe la mujer perfecta (o casi).
Me devolviste la fe. Me cuidaste cuanto pudiste. Y me entregaste todo tu cuerpo. Tus cabellos y vellos. Tus manos, tu ombligo y tus pies.
Una sola carta no alcanza. Sabes bien todo lo que te he pensado, escrito, llorado.
Cuando te dije: o él o yo, también te temblaron las piernas y por poco caes al suelo. Pero a los pocos segundos decidiste: él, siempre él.
Yo hubiera escogido igual.
A veces siento que me amas más a mí, pero a él lo tienes que cuidar. Tienen un lazo enfermizo que no se corta.
Y tras bloquearte y huir de ti, pensando que era el fin, encontrábamos siempre una manera de volver.
Estabas esperando a que yo estuviera mejor. No querías hacer sufrir a nadie, me decías.
Pues bueno: ha llegado el momento. Mejor que ahora no me voy a sentir. Créeme. Esta vez sí es de verdad.
Por favor, no te quedes en vela. Toma algo para el insomnio y trata de verle el lado bueno a la vida. Que es una sola, aunque se haga larga y los golpes… y en fin, nada, eso: que mires un poco hacia arriba.
Espero no encontrarme más contigo, pero si por casualidad sucede, andes sola o del brazo de él, por favor no me eches esa mirada que sé que me vas a echar. No me digas que me amas con los ojos. Ni con la boca, porque no te voy a escuchar.
Para bailar hacen falta dos, y para mí ha llegado el momento de pasar a otro andén.
No me busques ni trates de interpretar las señales. Yo no lo haré.
Tuvimos algo bello, muy fuerte, algo que mucha gente nunca tendrá, y debemos quedarnos con eso. Con el momento en que nuestros relojes estuvieron en sincronía. Y saberlo, y tenerlo, pero muy adentro, como cuando uno aprende a montar en bicicleta o aprendemos cuánto es uno por uno. Pero dejémoslo adentro y no lo saquemos. Para vivir hay que seguir.
Cuba es un país extraño, un país que hace daño, pero hay que ser fuerte. Engañarse, inventarse algo para avanzar.
Soy mayor, debo tomarme un daiquirí de mango, comerme un atún, bailar suavecito y cantar canciones de amor sin sentirlas mucho. Porque si no, solo me quedará la bebida y sufrir.
Tu tomaste tu decisión. La respeté, aunque no la entendí. No sé si fue el miedo a que bajara la pasión de lo prohibido, o si simplemente no te veías a mi lado.
No puedo pensar en eso. No puedo enredarme.
No hay palabras. Sabes que esto va más allá de todo; no fuiste novia, mujer, madre, hermana, prima: fuiste todo eso y más. Pero con una mochila llena de lingotes de oro no se puede avanzar. Y yo quiero avanzar y caminar ligero.
Prefiero vivir en la mentira, inventarme un país y salir adelante, caminar hasta la muerte; prefiero eso a mantenerme real y dispuesto a morir.
Sé que si te hubiera querido menos te hubiese hecho las cosas más fáciles. Te hubiera maltratado menos y a lo mejor hoy tuviéramos hasta un hijo. Pero no me salió. No supe cómo actuar. Lo sabes, y me sobrellevaste.
Te pido perdón por los textos. Era una manera de soltar, de expresar la frustración de no tenerte.
Mi mayor temor era que nos convirtiéramos en extraños. Que nos viéramos de lejos y ladeáramos la cabeza. Ah, sí, esa es una mujer a la que conocí hace años… Pero bueno, uno no lo puede controlar todo.
Uno prepara y Dios manda. No le veo ninguna otra salida a esto.
Sé que en estos columnas mías hay incoherencias, locuras, tallas raras para esconder lo que realmente pasó.
¿Y qué pasó?
Que me pusiste el mundo al revés. Continuamente me dejabas con el corazón inquieto. De repente estaba sereno y luego temblaba, como la canción de Marta Valdés. Y cuando probé mi suerte, el mundo se viró al revés. Porque me querías, pero no supiste qué hacer con ese amor.
Te entiendo. Estabas entre la espada y la pared.
Nada, que esto es un adiós.
Ya ni sé lo que escribo.
Tengo un poco de taquicardia y sé que he sido injusto.
Te amaré siempre.
Poniéndome políticamente incorrecto, feo, detestable: sé que solo estoy saltando a una tabla de salvación. A ella no la amo, con ella no voy a sentir lo que siento contigo. Pero por lo menos podré vivir como una persona normal.
Las intenciones fuertes están sobrevaloradas.
Quizás está hablando mi deseo de subsistencia, o un arco reflejo. No sé.
Quizás solo soy un cobarde. Tu también lo fuiste.
Nada, que no estás para mí como yo estoy para ti.
Y no sé por qué me justifico.
Me fui.
Te vas a enterar, de una vez, de que siempre te quiero.
Aquí acabo la carta y la envío.
De repente, la mulatísima se levanta de la cama y camina descalza hasta mí:
—Macho, verdad que tú estás loco paʼ la pinga —me dice.
En ese momento me arrepiento de cortar con la que me parte en dos.
Preparo desayuno: pan con queso y café con leche, como siempre. Y mientras le huelo la nuca a la visitante, suena el ruido fatal: tienes un nuevo mensaje.
Reviso y veo un documento de Word que me ha mandado la casada: Carta de Bienvenida. Lo abro.
Lo que leo me deja desconcertado.
La tipa me escribe diciéndome que yo nunca voy a tener los cojones de dejarla, que siempre seré bienvenido en su vida y que saque de mi casa a la puta que tengo de visita, que en diez minutos se parquea afuera para sacarme la leche, suavecito, con la boca. Como a mí me gusta.
Miro a la Virgen de la Caridad del Cobre. Necesito un milagro. Ser otro. Llamarme, por ejemplo, Carlos Díaz, y vivir en Las Tunas, Cienfuegos, La Bajada…
No pido mucho.
La mulata me mira. Le digo:
—Mami, ve recogiendo que hoy toca fumigación.
Afuera, la vecina del tercero ha puesto la misma canción: Me quedaré contigo…