Algo sobre mi madre

Mi madre no tiene buena conexión. Su celular no está hecho para Internet. 

Hace unos meses, una amiga de sus amigas perdió a su madre. No sé si mi madre le escribió, lo que sí sé es que estuvo muy sentida, dando vueltas por la casa. Con la cabeza en otro lado.

Para darle un poco de paz, agarré mi teléfono y, sin avisar, le hice una llamada a su amiga, a la doliente. Y le pasé el teléfono. En ese instante, en vez de darle el pésame, la vi decir, asustada: “Siento…, siento que mi mensaje no te llegara”.

Mi madre no podía decirle, sencilla y claramente: “Siento que se te haya muerto tu madre”. No, la vieja, a su amiga, solo le podía decir: “Siento que mi mensaje no te llegara”.

Como si entre su boca y el teléfono hubiese un muro de concreto. Un muro que no la dejara hablar.

Esa imagen se me quedó grabada. Supe que la podría utilizar en alguna película. 

Desde hace rato yo, su hijo, he querido hacer una película sobre la incomunicación familiar. Una obra como La pianista de Michael Haneke, o como aquella película austriaca del niño que andaba todo el tiempo con una antorcha. Me imagino un lugar bien árido, un pueblito perdido, y un protagonista como sacado de una película de Dumont, que busca y busca la ternura en un ambiente emocional tan desolado como el lugar que lo rodea.

Pero nunca me sale: empiezo a escribir y las guayabas, los colibríes, lo tropical y el choteo me joden el tono. 

También es verdad que yo he tenido una vida bastante buena.

Hace poco mi madre se me acercó, circunspecta, y me preguntó si yo de niño me abochornaba de ella. Me recordó que yo estaba todo el tiempo en casa de unos vecinos, hablando bien de la mamá de mi amiguito, de lo rico que hacía el batido de chocolate, de cómo hacían los dulces de yemita… En las graduaciones y fiestas de la primaria, según mi madre, yo trataba de que ella no fuera. Prefería estar solo, me dijo.

En ese momento, como en una película austriaca, yo no pude decirle a mi mamá: “No seas boba, tú eres lo que más quiero”. No. En ese momento yo solo me hice el ofendido y le dije que me parecía una locura que ella pensara así, que era hiriente para mí.

Hubiese sido más fácil decirle: “Te quiero”. Pero cuando le toca a uno decirlo es más difícil. Es más suave culpar al otro, juzgar desde afuera, y decir que fulano no puede dar el pésame porque hay “un muro” entre la voz y el auricular.

Curioso: yo estaba tratando de escribir una película bien contenida y seca, pero solo me salían ideas para comedias costumbristas; sin embargo, estaba repitiendo el patrón de los personajes de Haneke. Estaba jodido.

Mi madre me crio sola y siempre me ayudó a hacer lo yo tuviera que hacer a continuación. A levantarme y a seguir.

A cada rato bromeo y le hago un cariñito. El resto del tiempo juego a ser su papá y le digo lo que está bien y lo que no. Ella se deja invitar a ese juego. Así pasamos los días.

Somos dos compartiendo el mismo techo. Pero se me hace difícil hablar de las cosas serias. A veces para no preocuparla, otras veces porque no me sale.

Ayer, hablando con una amiga, la flaca, me decía las cosas buenas y sobre todo la cantidad de cosas malas que le había visto a Melaza, mi primera película. Me comentaba de las entonaciones, las repeticiones, el énfasis. 

Mientras hablaba, yo solo pensaba en cómo el ser humano necesita de aditamentos, utensilios, otras narrativas para poder decir lo que realmente quiere decir.

Un texto es mejor que hablar de frente.

Una película es más fácil que salir a la calle con un cartel.

¿Quién le puede decir a uno que Bruno Dumont o Michael Haneke no pecan de los mismos problemas de sus personajes?

Uno llega a una parada de guagua, o a una cola del pan, y con cualquier extraño se empieza a hablar mierda y también se empiezan a decir cosas profundas. Comentas el problema que tienes con tus padres, con tu esposa, con tu amante.

En un avión vi a dos muchachas cubanas que venían acompañadas de viejos italianos. Las escuché comparando a sus maridos: “No, él sí me ayuda cantidad, y todavía está fuerte, en la cama es un tronco, lo que pasa es que el clima de Cuba le hace mucho bien y quiere quedarse, pero yo no estoy para eso mi vida”. 

Y los italianos estaban ahí, viendo cómo hablaban de ellos como si no estuvieran presentes.

Es más sencillo decirle a un desconocido lo que realmente pasa. Porque al final, los desconocidos no importan.

Con la gente que te importa, con mamá, con papácon la jeva, es más fácil hablar de lo feos que están los galanes de la telenovela, de lo cara que está la libra de tomate, y así, un millón de boberías más.

En otra ocasión, mi madre me escuchó hablando por teléfono con un famoso director de cine español. El realizador, a quien yo admiraba mucho, se había tomado un tiempo en su ajetreada vida para leerse uno de mis guiones. Yo estaba encantado. Sus notas me parecieron geniales. Mi madre, que me escuchaba de lejos, luego me dijo que yo sonaba muy falso. Me preguntó: “¿Quién es ese tonto con el que hablabas? Todo el tiempo estabas como tratando de salir de él”.

La verdad es que, en mi interior, por pena o por alguna bobería, yo estaba loco por colgarle al hombre. Algo, en el fondo, me estaba apurando. 

Quizás me pasa que es muy difícil aceptar algunos elogios. 

Es más difícil aceptar las cosas buenas que las malas.

Estoy tentado a escribir que los seres humanos andamos así, a tientas, tratando de ser felices, de encontrar seguridad y cariño, y sin embargo no somos capaz de hablar de frente. Pero no quiero generalizar. 

Toda teoría puede ser rebatida.

Siento una gran confusión. No se me quita de la cabeza una escena que me contó un amigo que perdió a su padre en un accidente automovilístico. 

Unos días antes del infortunio, el padre de José estaba muy decaído y le había pedido a su hijo que lo acompañara a ver a su psicóloga.

El socio mío no quería ir. Su padre se demoraba mucho en caminar. Ir de L a Paseo era un calvario. 

Por suerte aceptó. Si no, ahora estaría sintiéndose más culpable. 

En la consulta, la doctora puso a José y a su padre frente a frente. Les mandó a cogerse las manos y a mirarse a los ojos. A hablarse. 

Antes de decir la primera palabra, el padre se echó a reír con fuerza. Una risa nerviosa, incontrolable.

José se preocupó. En el fondo, como una voz en off, escuchó a la psicóloga decir: “¿Por qué, si eso es lo más grande que tú tienes en la vida?”.

Su padre no supo qué decir.

Quiero hacer una película de distintos momentos de incomunicación.

Entre parejas, padres, familia…




Las señales de mi padre - Carlos Lechuga

Las señales de mi padre

Carlos Lechuga

A veces me descubro haciendo las mismas muecas de mi padre. Sus mismos chistes. Me gustaría saber dónde están todos sus diseños. Los diseños de las portadas de los libros de la editorial Pueblo y Educación. Sus diseños para logos y marcas de algunas firmas extranjeras. Sería bueno tener todo eso en una cajita.