Antonioni y Kunikida bailan con Celia Cruz

Esto de estar encerrado en la casa tiene sus cosas buenas. Además, hay que aprovecharlo, porque ahorita vamos a tener que afilar las lanzas y salir a la calle a matarnos por un pedazo de pollo. 

Perdón, nada de pollo: por un pedacito de tiburón o de ave rara, o por carne de gato. Esto ya está feo, pero se va a poner peor

Esta pandemia parece creada por alguien que no quiere mostrar su rostro

Volviendo a mi nube: estoy en la casa, trancado desde hace semanas, y ya he leído y visto casi todo el arsenal de entretenimiento que tengo. Y como me gusta mezclar, hacer remix en mi cabeza, me pongo a escuchar “Vieja luna”, de Celia Cruz, mientras miro al librero.

Le tengo puesto el ojo al libro Más allá de las nubes, de Michelangelo AntonioniHace tiempo que lo leí, y vi la película, pero muchos buenos relatos se quedaron fuera de la adaptación. Por casualidades de la vida, al lado de Antonioni está el libro Cuentos japoneses, que sacó la editorial Arte y Literatura en 1985.

Agarro los dos libros y, sin quitarme los audífonos, me pongo a revisarlos. Hojeo un poco. De un libro y salto para el otro. Sin tomármelo en serio. Como si no estuviera para nada.

Del maestro italiano me detengo en el primer cuento: “El horizonte de sucesos”

Del volumen japonés, marco un cuento de Doppo Kunikida llamado: “El viejo Gen”

Antonioni nació en 1912; Kunikida (que realmente se llamaba Tetsuo) en 1871, cerca de Tokio. 

Lo curioso de todo es que, como si fuera una rara señal, ambos textos giran en torno a la idea de lo que el ser humano es capaz de comprender, y sus deficiencias a la hora de entender y decodificar el entorno.

El viejo Michelangelo nos cuenta que una avioneta con gente ricachona, exitosa, está sobrevolando un pueblito de mierda, perdido en el mapa, lleno de pastores y con un cura. La avioneta se cae y los lugareños, por las pistas que quedan diseminadas tras la destrucción, intentan comprender quiénes eran esa gente. ¿Qué hacían? ¿Adónde iban? ¿Por qué?

Antonioni nos deja claro que da igual el dinero, el éxito: para él lo único que importa es el amor. Para los lugareños, nada queda claro. Ahí radica la esencia de todo: no pueden entender, todo es un reguero de piezas de un rompecabezas. 

Por eso, si no tenemos idea de lo que hacemos aquí, ni para qué, lo mejor es quererse y esperar. Esperar a que un viento nos borre del todo. 

Leo: “El escenario es por tanto el siguiente: en el cielo nubarrones que corren y en la tierra una avioneta estampada y unos muertos. Es un rincón lastimoso del mundo. Un minúsculo pedazo de tierra sin nombre donde prosigue el juego infinito cuya comprensión esta vedada a los seres humanos”.

Avanzo en el cuento, y lo devoro. El director de La noche acaba así: “También se ha dicho: pero si el hombre ha de llegar más allá de lo que concibe, ¿para qué sirve el universo?”.

En fin, que los protagonistas no se enteran de nada. 

Antonioni tiene muchas películas, pero sus obras maestras, como La aventura, son las que juegan con esta idea de lo que sabemos y lo que no sabemos. Las que hablan de seguir adelante y tratar de vivir lo mejor posible, así, a ciegas. 

Kunikida, por su parte, va un poco mas allá. Parece decirnos que, además de no gobernar nuestras propias vidas, aunque amemos, la naturaleza, Dios, el gran arquitecto, no nos reconoce. 

No importa lo que hagamos: podemos ser buenos, honorables, haber sufrido mucho, da igual: la vida no nos descarga. Somos insignificantes.

“El viejo Gen” trata sobre un viejo barquero que después de perder a su esposa y a su pequeño, decide adoptar a un muchacho con problemas mentales, problemas de aprendizaje, llamado Kishu.  

Gen alimenta a Kishu, le da un techo, le da amor; pero, sobre todo, no para de hablarle y de cantarle. Le cuenta todo lo que ha sufrido, todo lo que ha pasado. Sin entender que el muchacho no sabe de lo que le habla. No lo entiende. Está fuera de su “horizonte de sucesos”.

Al final del relato Kishu se pierde, se va, y el viejo Gen, que ya no puede perder a nadie más, se cuelga de un árbol. Cuando los del pueblo le dicen al muchacho subnormal que el viejo ha muerto, Kishu, con la mirada en blanco, sin enterarse, sigue su camino. Todo es por gusto.

Este coronavirus nos ha puesto en una situación similar. Como sacados de una película bien rara, todos estamos dentro del hogar, a determinada hora nos paramos y aplaudimos, el resto del tiempo lo pasamos preocupados por la comida, por el papel sanitario, por el pollo. 

Pero no podemos salir. Aún no es el momento de salir a matarse. Estamos a la espera. Sometidos a la voluntad de Dios. Sin saber. 

Qué poquita cosa somos. 

Por lo menos, nos queda la posibilidad de querernos.

Dudo que Antonioni y Celia Cruz se hayan nutrido entre ellos, y de Kunikida, en sus procesos creativos. Quizás el director leyó a Kunikida o en alguna fiesta escuchó a Celia. A lo mejor Celia vio un par de veces Blow Up No tengo pistas. 

Lo que sí es verdad es que los tres le hablaban de amor y de soledad a sus seguidores.

He escuchado, de la boca de algunos funcionarios cubanos, que no haber dejado entrar a Celia Cruz a la Isla fue un gran error. 

Hay gente que no debería de hablar de eso. Es una falta de respeto. Es una vergüenza que alguien detrás de un buró juegue a ser Dios y decida sobre la vida de los demás. Así, como si nada. 

Nadie se va a acordar de los nombres de los censores (solo acudiremos a ellos para divertirnos, en los textos de Fermín Gabor). Sin embargo, siempre tendremos la melodía de Celia, el tempo de Antonioni y la sencillez del escritor japonés. 

Las películas, los discos, los libros, nos acompañarán y nos servirán de bastón para tratar de avanzar en la maleza de la oscuridad. El arte sirve también para eso, para darnos pistas.

El placer divertido de mezclar tres textos diferentes, que aparentemente no tienen nada que ver, y jugar a crear un nuevo escenario. 

Ya son las dos de la tarde y tengo que ponerme a hacer el almuerzo. Ando en el capítulo 3 de la serie Tiger King y tengo a medias Respiración artificial, de Ricardo Piglia, y el ultimo disco de Pedrito Martínez. 

En el refrigerador queda perrito, un par de papas y un poco de leche.

Puede ser una tarde entretenida.Nadie puede prohibirme qué leer, qué decir, qué pensar. 




Juan Abreu

Juan Abreu

Carlos Lechuga

“Siempre quisimos irnos del país. Desde que tuvimos conciencia o deseamos un destino creador, supimos que no podíamos quedarnos en Cuba. Yo no recuerdo un momento de mi juventud en que no tuviera como objetivo irme de la isla”.