Una amiga de mi mamá llega a la casa como siempre lo hace: dando gritos, llenando todo de alegría. La tipa viene para ver cómo va la cosa, pero también porque le ha ocurrido algo gracioso.
Hace algunos años, su marido le pegó los tarros y ella lo mandó al carajo en cuanto se enteró. No dudó ni un minuto. Y después de estar un tiempo sola, dando conferencias por el mundo acerca de las mujeres y el empoderamiento femenino, esta semana tuvo un pequeño encuentro con el ex. Un encuentro virtual.
Publicó una foto de esas que no son un meme, ni una talla de autoayuda: era como un dibujo de unas brujitas volando, acompañado de un texto. Algo así como: “No hay techo para nosotras las brujas”, o “Vuela alto que no hay quien te pare”. Y el exmarido, el que la engañó, le comentó abajo: “Hay algunas que vuelan tan alto que no se les puede alcanzar”.
A la amiga de mi mamá le causó gracia. Al final, mirándonos, con un poquito de tristeza, remató: “Ese no vuelve a chocar conmigo más nunca”.
¿Por qué cuento esto?
En el año 2007 salió una película americana independiente, bien curiosa, pequeñita, con buena fotografía (apoyándose en el amarillo), llamada Teeth (dientes, dentadura). La historia iba de una muchacha que tenía dientes en el interior de su vagina. La chica tenía una vagina dentada. Se revisitaba el viejo mito de las mujeres con vaginas dentadas.
Este mito viene desde hace mucho y, por supuesto, como todos sabemos, parte del miedo de los hombres a las mujeres duras, brujas, empoderadas, inteligentes. Así como a esa historia devoradora de que las mujeres acaban con los hombres, de que el deseo carnal lleva a los hombres a la perdición. Hay mucho de religión en todo eso.
No sé si la película estaba dirigida por un hombre o por una mujer o por una persona que no se identifica con estas categorías. Lo que me llama la atención es la cuestión esta, que nos pasa a muchos hombres: les tenemos un miedo tremendo a las mujeres inteligentes, a las mujeres “empoderadas” (tampoco sé si esta palabra defina lo que quiero decir).
A veces nos mentimos y decimos que no les tenemos miedo ni nada. Pero, no sé, aunque estemos avanzados en muchas cosas, se nos hace imposible o parece que nos resulta muy difícil dejar de ser machistas o posesivos, o no tratar de ser los “guías” de las mujeres que están a nuestro lado.
Ese tipo, el engañador, el ex de la socia de mi madre, se me hace hasta un poco invasivo en el hecho de comentar su post. Es una cuestión de: loco, ya perdiste ese tren, metiste la pata. Por lo menos, silencio, u otra cosa. Invéntate otra talla.
Hace unos años, en la EICTV, la Escuela de Cine de San Antonio, hicieron un panel sobre narrativas femeninas y recorridos de las heroínas. En el panel había tres señores blancos, heterosexuales y gordos. (No sé por qué menciono lo de gordos, pero sí, eran así: una casualidad). Los estudiantes, las chicas y muchos de los chicos, estaban ofendidos. ¿Qué podían saber aquellos tipos de narrativas femeninas?
Con mis socios del club de lectura y cine del Polinesio (un grupo que surgió en 2014 y que está formado por una veintena de hombres que vienen de disímiles lugares y ambientes diferentes), después de discutir de arte, entre copas, nos ponemos a hablar de mujeres. Hay un millón de temas, pero siempre acabamos ahí.
Nos contamos casi todo. La mayoría de las veces, de lo que se habla es de cuerpos: caras, tetas, culos… No me siento orgulloso, pero es así. En esas charlas he escuchado frases terribles, difíciles de repetir. Tienen que ver con el tamaño de las vaginas, los olores, la cantidad de líquido, los colores, los afeites…
Llegado cierto momento de la noche, parecemos un grupito de cobardes hablando impresionados, con temores. Temores sobre los tamaños de nuestras pingas, sobre nuestra capacidad para satisfacer… En fin. Un grupito de miedosos encorvados en la oscuridad de un viejo restaurante. Al acabar nos levantamos y regresamos a casa, a la soledad, a la compañía de la esposa o de la novia, con un millón de complejos y de miedos. Es bien raro.
Pocas veces hablamos de cuestiones más profundas: de los trabajos de nuestras parejas, de que si llegan tarde a casa, de que si tienen amigas que no le hacen bien… En el grupito hay gente muy inteligente y avanzada, pero igual: parece que no pudiéramos dejar de pecar, de pensar en la misma historia que nos han enseñado durante años. Que si friega, que si no cocina, que si está más tiempo en la calle…
Tenemos mucho miedo. ¿A qué? No me queda bien claro.
En más de cien años de cine, los hombres, que son los que más se han apoderado de la narrativa, han mostrado a las mujeres básicamente en dos tipos. La madre, la esposa fiel, tranquila, en la casa, cuidando a los muchachos; o la femme fatale, la rubia o pelirroja que se para en medio de la pista y mete un baile sensual, que te engatusa con sus hechizos o directamente hierve el conejo de tu hijo.
¿Será el miedo a perder el poder? ¿Tenemos realmente algún poder? Hay que estar en el ejercicio constante de desaprender las cosas malas que venimos cargando. ¿A qué le tienen miedo los hombres?
Desde pequeño, he estado rodeado de mujeres brujas. Mi abuela era cartomántica y sus amigas espiritistas venían a la casa. Mi madre me crio ella sola. Mis parejas casi siempre han sido mujeres fuertes, independientes, con objetivos claros y que van a por todas. Pero, así y todo, hay veces en que me vence el miedo. Como si hubiera una lucha interna.
Uno de los amigos del grupo del Polinesio vive encerrado en su casa. A las seis de la tarde cierra las ventanas y la puerta; se pone a cocinar, prepara una película para su mujer y por nada del mundo sale con ella a la calle. No va a un bailable, ni a un bar, ni a un cine. Lo quiere tener todo trancadito para que nada se le vaya de control. Una noche me dijo una frase que no se me olvida.
“Carlos, ¿has oído este viejo proverbio indio?”.
“¿Cuál?”, le pregunté.
“Hombre que se casa con mujer bonita no descansa”.
Aquello me pareció raro. Empecé a deconstruir mucho: ¿Qué es mujer bonita? ¿Qué es descansar?
El miedo, el encierro, es lo opuesto a la vida. La cultura popular también tiene otras frases, como “Déjala ir y si vuelve es tuya”. Pero, en cualquiera de los dos casos, la visión de la mujer, de lo femenino, pasa por una idea atrasada, horrible, machista, de homo erectus, de controlador…
¿Qué es lo que hay que controlar? ¿A qué cosa hay que tenerle miedo?
No sé. Temo hasta ser incorrecto o anticuado en este texto, pero lo que sí tengo muchas ganas es de sentarme a ver una película donde no haya una vagina dentada. O donde se cambie el significado y la carga conceptual de todo, especialmente en ese tipo de cine de horror.
Tenemos mucho que aprender y escuchar. Hace un tiempo escribí un texto donde hacía el amor con Ana Mendieta, y el Messenger se me llenó de mensajes de odio. Algunas amigas me dejaron de hablar. Una me decía: “¿Qué coño te hace pensar que Ana Mendieta querría estar con un tipo como tú?”. Y tiene razón.
Otra amiga, a la que le di a leer parte de este texto, me soltó:
También tiene razón. Creo que los hombres tenemos que hablar menos, narrar menos y escuchar un poquito más.
Imagen de portada: Fotograma de Teeth (2007).
Mantener la fe
La población está bajita de sal. Sumando. Sacando cuentas. Viendo cómo va a sobrevivir. Agarro mi pizarra de corcho y, con tachuelas, me hago unos supuestos planes para este 2021. El cuerpo me está pidiendo apagar el interruptor CUBA. Olvidarme de todo, enajenarme, perderme. Agarrar el primer avión y partir bien lejos.