Monstruos para asustar a niños comunistas (I)

Turistas y caramelos con veneno

Los que nacimos en Cuba a inicios de la década del 80 del pasado siglo, hemos tenido que ver y escuchar una serie de cositas y cosotas bien raras.

Yo, por ejemplo, era un niñito que vivía todo el tiempo bajo la falda de su mamá y su abuela. Dos mujeres que, ellas solas, tuvieron que criarme, alimentarme, vestirme y luchar porque me convirtiera en un hombre de bien. En mi casa no se pasó más trabajo que en las demás casas, pero tampoco menos. Es verdad que yo tenía un abuelo embajador que casi siempre estaba afuera y me mandaba regalitos lindos; pero en general, en la concreta, eran dos mujeres solas cuidando de mí.

En 1994, en pleno Período Especial, yo tenía once años. En casa le decíamos a mi mamá “Arroz con salsita”. Le pusimos ese mote porque eso era lo único que comía. Mamá, la pobre, para dejar que la viejita y el niño comieran bien, o más o menos bien, dejó de comer la poca proteína que se encontraba.

Montada en una bicicleta china, mi madre pedaleaba kilómetros y kilómetros para encontrar un pedazo de tiburón o un pomo de aceite de cocinar. Un aceite negro, quemado, que ya había sido usado para freír algo en alguna empresa estatal. Con esos dos ingredientes fue sacando adelante una serie de platos. Se los inventaba en el aire y, con la mejor cara, nos ponía el alimento fuerte a nosotros y envolvía su dosis de arroz blanco con la salsita que quedaba en el sartén.

En las noches venían los apagones. Quitaban la luz por ocho horas, y los momentos de luz casi nunca coincidían con los momentos del gas. En medio de la oscuridad, entre mecheros para alumbrar y un reverbero de luz brillante para cocinar, el apartamento se llenaba de sombras tenebrosas.

Mi madre me espantaba los mosquitos con una vieja revista soviética y trataba de secar mi sudor. Mi vecina Dinora siempre venía a conversar, a combatir el aburrimiento. Dinora se había puesto a hacer unos panes con queso derretido para vender en el Malecón. Todo el mundo los llamaba “discos voladores de queso”.

Una de esas noches, Dinora llegó con un chisme nuevo. En una de sus caminatas por el Malecón había escuchado la historia (no sé si verdadera, no sé si era una leyenda urbana) de la pareja de turistas que andaban por La Habana regalándole caramelos a los pioneros.

Eran una mujer y un hombre, norteamericanos, yanquis, enemigos, que iban por las escuelas regalando bolígrafos y dulces. Los caramelos estaban envenenados y los bolígrafos tenían explosivos.

Mientras Dinora hablaba, mi cabeza se ponía a millón. Imaginaba los bolígrafos explotando, los caramelos bajando por la garganta, los primeros síntomas de envenenamiento.

Dinora mencionaba lugares lejanos: La Lisa, Luyanó… Pero poco a poco se iba acercando a mi escuela, en el Vedado.

Mi escuela tenía un patio inmenso con unos barrotes de hierro pintados de negro. Entre esos barrotes cabía una mano. Y varias veces había visto rondar a una serie de turistas que se acercaban, preguntaban cosas, tiraban fotos, hacían regalos…

La directora de la escuela, que era una mujer muy alta y severa, ya nos había dicho que no aceptáramos ningún regalo. Pero la tentación era mucha. En medio del tremendo aburrimiento, un regalito, una pluma, un caramelito, era como un oasis en el desierto.

Por mi escuela ya habían pasado una serie de turistas, pero en “visita oficial”, o sea, con el permiso del Ministerio de Educación. Llegaban rojitos por el sol, con sus ojos claros, cargados de cajas con libretas, sacapuntas… Donaciones. Les llamaban donaciones.

En una de esas visitas, un hombre muy alto, con el pelo largo, cargó a una niñita y anduvo con ella arriba todo el rato. ¡Que suerte tiene!, pensé. Esa niñita tenía amigos turistas.

Yo no tenía amigos turistas. Al menos en aquel momento, todavía no. Cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, yo siempre decía sin dudarlo un segundo: ¡Turista!

Yo quería ser turista.

Los turistas podían moverse con libertad, ir a las tiendas de dólares, a los hoteles, montarse en botes… En fin.

Pero ahora la cosa estaba bien mala, porque había una pareja de turistas haciendo atentados. Haciendo cosas malas para acabar con los triunfos de la Revolución.

La nueva historia de terror afectaba también el juego de “los papelitos”. En mi cuadra había dos o tres niños con sus libretas bien gordas llenas de clips que sostenían los envoltorios de los caramelos, bombones, chupa chups… Había “papelitos” difíciles de encontrar y que eran los más lindos, los más grandes, los más coloridos. Tocar esos nailitos, escuchar el sonidito e imaginar a qué sabía el dulce… Olerlos… Casi siempre ya olían solo a papel.

En mi fantasiosa cabeza, me imaginé a la policía yendo casa por casa, decomisando las libretas con los “papelitos”. Eran pruebas, evidencias… Esas libretas ayudarían a encontrar el paradero de los yanquis asesinos.

Con el paso del tiempo se dejó de hablar de eso. Yo pasé a un grado superior de escolaridad y vinieron cuentos más duros, más ricos… Leyendas urbanas más pintorescas. Pero a cada rato me pregunto por aquellos turistas.

¿En qué hotel se quedaban? ¿A que olía su protector solar? ¿Eran realmente una mujer y un hombre? ¿Qué hacían después de cometer los “actos terroristas”?

Quizás se quitaban la ropa, ponían el aire acondicionado a mil y yacían desnudos sobre la cama.

Él movía suavecito su dedo meñique para tocarla a ella. Ella no le respondía. Miraba al techo. Sus pechos bajaban y subían por la respiración.

¿Los habrán cogido?

A lo mejor no. A lo mejor siguen viviendo en Kentucky o Nebraska. Pero ya deben estar viejos, ya deben tener hijos, hijas, nietos, nietas…

Niños pequeños que corren en la yerba, más allá del porche.

En esta serie de columnas me voy a poner a recopilar todas las historias de monstruos de nuestra infancia en la isla: La Loba Feroz, El desfigurado de Manrique, el que ponía agujas infectadas en los cines, etcétera.

Y para todos estos antagonistas, para todos estos villanos, tiene que haber un héroe. O mejor: una heroína.

De todo esto se puede sacar un buen librito infantil.

Contado con los mismos códigos de allá, pero desde el lado de acá.


Dibujo de Camila Lobón. Imagen de portada.

Dibujo de Camila Lobón. Imagen de portada.




Carlos Lechuga

La vagina dentada

Carlos Lechuga

Tenemos mucho que aprender y escuchar. Hace un tiempo escribí un texto donde hacía el amor con Ana Mendieta, y el Messenger se me llenó de mensajes de odio. Algunas amigas me dejaron de hablar. Una me decía: “¿Qué coño te hace pensar que Ana Mendieta querría estar con un tipo como tú?”. Y tiene razón.