Obscenos pajeros de la noche (I)

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Hablando una tarde con Ena Lucía Portela sobre la edición, en la editorial Debate, de su novela Cien botellas en una pared, y también sobre sobre erratas y erritas (o sea, erratas que van más allá de lo habitual, como si fueran erratas de erratas… porque imaginen ustedes un colofón que diga: “Este libro está libre de erritas”), salió a relucir, precisamente, el título errado de El obsceno pájaro de la noche, la célebre novela de José Donoso. Él, un hombre tan serio, escritor de fineza obsesiva y que usó un verso de Shakespeare para nombrar su mejor libro, era embromado desde el ámbito de un pajero pajuzo. 

Ena Lucía Portela me enseñaba la nota de solapa de Cien botellas en una pared. Allí se decía que una parte de sus cuentos se había publicado no en Una extraña entre las piedras, el libro que dio a conocer en la editorial Letras Cubanas en 1999, sino en Una extraña entre las piernas, lo cual es, definitivamente, un título muy gótico y muy sensual.

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(Ahora mismo no sé si se escribe pajuzo o pajuso. El uso popular también emplea, supongo que mal, la voz pajizo. En cualquier caso me refiero a esa alegre, exuberante y universal compulsión masturbatoria. Una compulsión generalmente tenida por impúdica).

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Elvis Céllez, pintor radicado en Pinar del Río, concretamente en Minas de Matahambre, es el autor de un bello y sorprendente retrato titulado Todavía me masturbo con tu recuerdo. La compulsión a que me refiero no brota, allí, de una alegría exuberante que podríamos asociar al deseo del voyeur. Céllez pinta a partir de la exploración de la tragedia física del amor, y entonces lo que vemos en el primerísimo plano, más allá del hombre que se masturba, no es un pajero de la noche, sino un tipo lacerado de veras por la añoranza y asolado por una nostalgia que no lastima su avidez.

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Como Macbeth, amparado en la oscuridad y el sueño, los pajeros hacen de las suyas. No es que incrementen el peligro natural o imaginario de las calles cubanas. Simplemente observan, morbosos, la realidad variopinta de los cuerpos, y se excitan. Los pajeros son nocturnos por esencia. Pero todo eso ha cambiado: sus lugares de desempeño pertenecen ya a dos ámbitos radicales y distintos: el teléfono móvil, el muro protector o los matorrales de algunos parques.

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Hay una paradoja muy llamativa en todo esto. La pulsión del sexo, al menos en La Habana (una ciudad donde, tras mucha mezquindad, recién asistimos a las bondades de la navegación por Internet mediante los teléfonos celulares), sigue aferrada a la realidad del encuentro sexual furtivo. Sin embargo, WhatsApp, Facebook Messenger y Skype están ahí, ayudando a los pajeros. (Contemplar el toro, con vivísima emoción, tras la barrera). En efecto, las videollamadas son irresistiblemente sugestivas. Y por ese motivo el encuentro real deviene mítico y llega a idealizarse como una tierra de promisión.

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Hace unos años los filósofos sociales estaban dramáticamente convencidos de que el sexo virtual, la masturbación y el intercambio erótico a través de Internet tenían mucho que ver con los fantasmas cruciales de las enfermedades de transmisión sexual. Difícil dudar de esa interdependencia. Sin embargo, tampoco es posible negar que lo virtual se constituye en un sendero donde la imaginación suplanta por completo a la realidad y crea parámetros de seducción sobre la base de referentes muy corredizos.

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Obsesiones ciertas (I)

Alberto Garrandés

Algo de Henry Miller y de Sebald, pero además de Godard y hasta de David Lynch, tenía el reparador de teléfonos públicos.

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Luego de mucho trasiego en el alambique alquímico de las teorías, ya resulta imposible no considerar la masturbación como una zona autónoma del sexo, pues se trata de un proceso que, a pesar de su naturalidad (recordemos que a inicios del siglo XX había, en los estudios de medicina, una extraña asignatura colateral llamada “Anatomía, fisiología e higiene”), queda notablemente intervenido por la memoria ficcional y la ensoñación fantástica. El obsceno pajero de la noche pervive ahora en una comarca que puede ser muy extraña: es un voyeur, es un sujeto que se masturba, es un agresor (si se esconde, exhibicionista, tras un árbol), y es una máscara digital.

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El pajero tirador (llamémosle así) de Céllez refleja en su rostro una mezcla de angustia y goce. Agarra su pene fuertemente con la mano derecha y se poya en una pared con la izquierda. Está seminclinado, pero mira adelante. ¿Céllez pornógrafo? Ni modo. La pornografía no se lleva bien con lo trágico ni con el desconsuelo, a no ser que seamos espectadores de un fingimiento, o de una melancolía con la que se procura seducir, una melancolía de doble fondo. Basta recordar la tristeza erecta de Rocco Siffredi cuando interpretó a Tarzán a fines de los años 90 en una de sus mejores películas.

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Ignoro si el obsceno pajero de la noche ha protagonizado ya algún texto narrativo cubano de los años que corren. Algún relato en serio, de talante ensayístico indirecto (de ese talante brotaría una densidad narrativa atendible). Anunciando su búsqueda de compañía, el obsceno pajero es perceptible en esos chats cubanos (o para cubanos, ganemos en precisión) que devienen casas de citas. Un carnaval de máscaras más o menos traslúcidas. Historias para llevar y traer. Ficciones y artificios. Autoescritura.

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Antes el pajero se apostaba, vigilante, y dialogaba a solas con su apetito y su esperanza. Se entendía bien con los mitos del mirahuecos y del exhibicionista, en cuya esencia está el acto de defender la idea (obvia a más no poder) de que una cosa es masturbarse en privado y otra, muy distinta, masturbarse en público, como un desafío que sigue el rastro de un posible interlocutor. Ahora, sin embargo, el obsceno pajero explora la posibilidad de hallar un socio sosias, un doble, para que surja un sentimiento misterioso y que desata todos los demonios: la admiración mutua. Este compañerismo es tan seráfico como muy gay. Pero, claro está, no representa un problema. 

Ciertas obsesiones. Sexo y literatura.

Obsesiones ciertas (II)

Alberto Garrandés

Las fórmulas más atractivas de la escritura de ficción actual se compendian en la tendencia a lo pornográfico, el retelling del sexo, la anatomía de los micropoderes, la autoparodia y la einvención del yo.

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2 Comentarios
  1. Me contó alguna vez Pepe Triana de un popular personaje entre los asiduos al Parque de la Fraternidad. El ingenioso voyeur a la caída de la tarde trepaba a un árbol, sobre un banco en zona penumbrosa, donde se sentaban las parejas a lo que bien sabemos. Quizás fue Virgilio Piñera quien lo bautizó el Aeropajita, ya con jota, en homenaje a la colina ateniense (Areópago) y al filósofo, que tal vez se masturbaba… En el Diccionario del habla popular cubana, de Argelio Santiesteban, hay varios nombres para estos personajillos, hoy casi todos militantes del Partido Comunista, porque se contentan con poco.

    1. Pero, por Dios, qué puede tener que ver un simple tipo que se masturba con un militante del Partido Comunista… Estamos locos o la paranoia ha podido con nosotros: los intelectuales, o los exiliados, o los anticomunistas. Un poco de rigor, ¿sí?

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