Planeta Cerquillo es un espacio que me ha brindado Hypermedia Magazine para que deje algunos de mis textos. Yo no me considero un escritor, y si tuviera que ponerme a revisar mucho estas palabras perdería tiempo de trabajo en mis imágenes, que es lo que más me apasiona.
Por esto le pido al lector que no me tome demasiado en serio. Estos textos hay que verlos como un pie de página a una vida entregada al cine. Nacen de la imposibilidad de estar filmando todo el tiempo, por eso cumplen la función de un amigo imaginario que acompaña y ayuda a seguir.
Planeta Cerquillo es el nombre de uno de mis cortometrajes. Una peliculita que casi nadie ha visto, pero al mismo tiempo, la más libre de mis obras. Por eso, esta columna se va a llamar así, porque aunque esté llena de errores, eso sí: va a ser una columna muy libre.
Tengo 36 años y estoy perdido. Ayer, en una fiesta, una conocida me llevó aparte y me dijo: tienes que parar, tienes una especie de ansiedad que no te va a llevar a ningún lado; y otra cosa, tienes que dejar las redes sociales. Pero ya. Esto me molestó, agarré la puerta y me fui al carajo.
Caminando por G para abajo me quede pensando: a la mujer le faltó decirme que tengo mucha rabia. Una rabia contenida.
La tarde había empezado mal, yo tenía que estar a las ocho en la fiesta y había salido a las seis de mi casa. Sentado en un parque me metí casi dos horas sin nada que hacer. Mandando mensajes a mujeres desconocidas: “Hola, ¿qué haces?”. Luego llegué a la fiesta y en una hora ya me había ido, molesto.
Caminando G abajo, sin rumbo fijo, terminé encaminándome hacia el teatro Brecht. No me gusta llegar solo a los lugares, pero necesitaba una cerveza antes de irme a dormir. En la barra no había nadie, todo el mundo estaba adentro, en el concierto. Entré. Me paré y miré a todos lados. No había nadie conocido. Todo me parecía extraño. La gente se movía a un ritmo que desconocía. ¿Dónde estaban mis amigos?
La sensación que tenía era que había mucha gente encerrada en su casa, con miedo a salir, esperando a que cambiaran las cosas. Y que un grupo de seres humanos nuevos se habían adueñado de la ciudad, la disfrutaban, la conocían. Era una ciudad distinta, a la que no me habían invitado, y por ende desconocía sus códigos.
Pero todo esto era una construcción de mi mente, la verdad es que la mayoría de mis amigos desde hacía mucho vivían fuera, o habían muerto, o ya no me hablaban.
¿Ustedes saben lo que es una cápsula del tiempo con mensaje para los jóvenes del futuro? Es algo que hacen algunos seres humanos, a veces en sus empresas o centros de trabajo, donde agarran un papel, escriben un mensaje y lo entierran o empotran en una pared, con la prohibición de no sacarlo en veinte, treinta años.
Pues después de estar casado, tranquilo, encerrado en un hogar, cuando uno se enfrenta al divorcio y tiene que volver a la calle, uno se siente como una cápsula del tiempo que abren varios años después. Los jóvenes que escribieron el mensaje ya no están, el paisaje ha cambiado y la gente ya no es la misma. Así me siento en este momento.
La cabeza es traicionera y te deja caer algunas ideas que no son ciertas. La rabia no es de ahora. La ansiedad no es nueva. Desde los 11 o 12 años ya tenía esta misma ansiedad. Es como si tuviera una enfermedad que hace que me cueste vivir como una persona normal.
De adolescente trataba de llenar el vacío, los días, con cualquier cosa que pasara. Como si fuera un niño barroco, con miedo al horror vacui. Llenaba mis días con boberías: buscar el pan, ir al cine, llegarme a casa de mi tía. La existencia dolía y tenía que inventarme algo para aliviarlo todo. Una especie de acontecimiento tonto que me sirviera como morfina.
La censura nunca ayuda
Antonio Enrique González Rojas
“Todos somos realizadores políticos. Todos. Bergman y el director de cualquier película de Disney”. Carlos Lechuga
Luego pasé por varias escuelas, varios proyectos, varias mujeres; y creo recordar el pasado como un tiempo mejor. Pero, la verdad, estoy seguro que estaba igual de ansioso y molesto. Lo que pasa es que, sí, entonces tenía más gente a mi alrededor, gente que me acompañaba y me ayudaba. Gente morfina.
Dos de mis grandes amigos, que ya no viven aquí, se acercaron a sus 40 años estando aún en la isla. Yo todavía no llegaba a los 30 y recuerdo bromear y burlarme mucho de ellos. Los dos habían logrado una obra, y de alguna manera sentían que el techo ya les rozaba la cabeza. Habían llegado a un punto en donde no podían hacer más nada. El país se les había quedado chiquito y la vida continuaba. No estaban enfermos ni iban a morir. Uno de ellos me dijo: “La vida cerca de los 40 parece que se va a acabar, pero la muy cabrona sigue y sigue”.
Bueno, la cosa es que los dos tenían que reinventarse, y lo que hicieron fue irse del país. Empezar de cero en otras tierras. Antes de partir estaban como yo, muy presentes en las redes sociales, incómodos, tratando de darles un rumbo a sus carreras, pero eso de nada iba a servir. Tenían que pasar a lo próximo. La vida aquí se les había acabado.
Uno estaba muy alcoholizado y usaba unas gorras muy graciosas. El otro lo único que hacía era criticar desde su Facebook a los ministros y a los que gobiernan. Esa gente se fue y ahora no sé si son felices, no sé si siguen ansiosos; quizá tienen otro tipo de ansiedad.
Lo duro de esto es que yo no me quiero ir de mi país. Pero tampoco quiero quedarme en este país que desconozco por completo, y al que le temo. Estoy viviendo encerrado y no me conviene ninguno de los caminos que me imagino.
Cuando uno estaba en el preuniversitario y estaba esperando carrera universitaria, había algo, una jerga graciosa, que era algo así como: “no bajó tal carrera” o “las opciones son”. Pues las carreras y las opciones que imagino para mi futuro, ninguna me acaba de cuadrar.
Ayer mismo, sobre las 4 de la tarde, una santera amiga me llamó y me dijo que había algo muy bueno que venía para mí, y que yo no quería, pero tenía que aceptarlo. Algo en un país frío. Pero algo muy bueno. ¿A qué se refería?
Es que ni de guionista de Juego de Tronos yo me iría de aquí. No quiero. Y sé que soy bruto. Y que estoy como un toro metiéndome contra una pared. Pero no quiero. Y eso que mis días en Cuba me enferman: me fumo cuatro tabacos en la mañana, tengo insomnio, tengo sexo desprotegido, exploto y me meto en broncas siendo tremendamente cobarde.
En fin, en algún momento algo muy malo me va a pasar. Además, cuando empecé en esto, en lo del cine, tenía una identificación con el otro, con el prójimo, quería desentrañar la realidad cubana. ¿Adónde se fue esa sensación?
Ya nada de eso me interesa, ya no soy tan inocente, y la patria no es la misma. ¿Qué hago aquí entonces? Envejecer a una velocidad vertiginosa, cansado, vencido.
Mofetas en su tierra
Ser un cineasta político o escandaloso no es ninguna vergüenza para un intelectual. Pero sería tonto considerar que ‘Santa y Andrés’ pudiera avanzar por el mundo sin el manto gris de la censura, que asusta y a la vez te muestra quienes son tus amigos en las malas, en lugar de esos cómplices puntuales que están ahí cuando las cosas marchan.
Siempre se abren unas ventanas pequeñitas que dejan entrar un poco de luz. Sin ser escritor, me piden estos textos raros, que no sé cómo la gente se los lee. Yo no leo nada que sea muy largo en Internet. Pero bueno, quizá la gente está menos ansiosa que yo.
Tengo una amiga, cubana, que actúa como si no estuviera en Cuba: tiene montado el personaje de una burguesa bohemia europea y me habla de sus planes de mantenerse soltera, sin esposo ni hijos, viajando con una mochila por Asia, Oceanía… ¿De dónde sacará el dinero?
La socia me habla de unas fiestas privadas llenas de extranjeros de embajadas, me habla de que hay que mantenerse positivo, hay que hacer yoga. Y yo la miro con admiración. Yo quisiera poder ser un poco más así. Salir a correr por Malecón sin miedo a que un borracho me atropelle. Inventarme un negocio que me proporcione dinero para poder viajar de mochilero.
Todos los viajes que he hecho en mi vida han sido por trabajo. En esos viajes, que han sido muchos (al final soy un blanquito afortunado del Vedado), he podido visitar a algunos de los amigos cubanos que viven fuera. Una de las visitas que más me marcó fue cuando fui a ver a un amigo mulato en un pueblito en las afueras de Oslo.
El tipo estaba casado con una noruega y era el único de piel oscura en el pueblito. El lugar, para colmo de males, era bien aburrido y desde la ventana del baño de la casa uno podía ver los venaditos y las liebres pastar. Los horarios de sol, las noches largas, lo tenían loco. Luchaba con el idioma.
Cuando la noruega se acostó, después de ver un partido de balonmano femenino, traté de encontrar cierta paz en la conversación con mi socio. Ansiaba con ganas que me dijera: quédate, aquí vas a estar en paz. En estas tierras frías se calma el espíritu. Pero no. El tipo no pudo abrir su corazón. No quería contarme realmente cómo era la cosa. Solo hablábamos de cositas menores, de músicos cubanos, de programas humorísticos.
En un momento, el socio hace una video llamada a otro amigo, cubano también, que se pasó el resto de la noche hablando como Fidel. Lo imitaba bien.
Luego de esa visita me monté en un tren, un tren que me iba a llevar de vuelta al aeropuerto. Me puse a pensar en que para mí sería imposible vivir en un país así, tan frío, tan distinto. Mientras me quedaba dormido, no sé por qué pensé en la película de Will Smith Hombres de Negro, y pensé en el aparatico, en el lapicero con la luz que después de apretar un botón te borraba la memoria.
Luego pensé en la cantidad de ideas, gestos, frases, que todos los cubanos hemos asimilado en nuestro organismo. Situaciones, conceptos, que han ido moldeando nuestra cabeza en sesenta años de Revolución. Cosas de las que no nos podemos desprender, incluso criticándolas caemos en lo mismo. Ni lo sabemos. Nos parece normal. Y me quedo mirando por la ventanilla del tren: afuera, en la campiña, unas noruegas fuertes, de muslos gordos, pasaban montando en bicicleta, felices, sin saber lo que me pasa. Sin saber qué cosa es Cuba.
Y entonces pensé y me imaginé un tirachícharos letal, con balines de metal. Agarro y estiro el dedal hasta donde se puede. Apunto a las piernas blancas de las europeas. Y antes de disparar, siento la rabia. De nuevo.
Vuelvo a la realidad y rezo, rezo por un accidente de tren que le ponga fin a todo esto. Qué romántico sería: cientos de cuerpos europeos del primer mundo y un cubano desconocido, sin identificar, tirado en la yerbita noruega.
El comandante Playboy sí tiene quien le escriba
Abel Sierra Madero ha olfateado en eBay durante años todo lo que huela a Castro en su portada: revistas porno, tabloides de todo tipo, pulp fiction magazinesdonde Fidel luce alternativamente como papirriqui insular, velocirraptor, bad boy y latin lover.