A él le bastaba con ser libre una vez al año. Como era artista, tenía la posibilidad de viajar bastante y se organizaba.
A veces, en febrero, sabía que en septiembre le tocaba el avión y entonces empezaba a marcar el calendario. Aguantaba, como los nadadores de profundidades, un ratico la respiración. Total, nadie puede ser libre todo el tiempo. Eso no trae nada bueno.
Así empezaba a pensar y se justificaba: de la libertad se pasa al libertinaje y eso sí que no. El capitalismo tiene cosas muy malas: pagar la salud, los deseos imperiales, la desnutrición, la droga, asaltaron al primo de no sé quién… Era muy duro pensar en que se podía ser libre todo el tiempo sin ningún tipo de problema. ¿De qué habían servido entonces tantos años encerrado?
Llega septiempre y el músico fue enviado a un festival de música latina en Nueva York. Junto con él viajaban unos compañeros del Ministerio y otro músicos. Un grupo variopinto: jazzistas, reguetoneros, timberos, clásicos, narradores orales…
Los primeros días los pasaron normal: burlándose de la manera de comer de este, de cómo el otro se robaba las pantuflas y los cojines, de aquel que se llevaba hasta los removedores…
Pero de lo que quiero escribir es de una noche especial en que una residente, una loquita de allí, amante de los cubanos, de la whisky-izquierda, de las canciones protesta, les metió unas droguitas en la boca a todos y se los llevó a conocer la verdadera noche de NY.
Él se volvió loco. Sin saber cómo, acabó sentado en un sofá de terciopelo con dos negras hermosas arriba de él. Por unos minutos era el fucking rey, escuchaba a Jay Z y se veía como un verdadero capo (y todo eso con 20 dólares en el bolsillo, en un sitio donde el trago más barato costaba 18).
Voviendo a lo que quiero contar: cuando se acabó ese party, la loquita llamó por teléfono a un amigo que tenía un bar, y malanga y su puesto de vianda fueron para el local, que estaba cerrado. Quiero decir: el bar lo abrieron para los cubanos. Solo para ellos.
En ese bar de inframundo (de hecho, quedaba por debajo del nivel de la calle) todo el mundo bebió, se drogó y se tocó.
El bajista le metió el dedo en el culo a un bailarín de Las Tunas.
La luminotécnica acabó vomitando en un lavamanos.
La mujer del mejor jazzista del grupo acabó dandole consejos a uno de los compañeros del Ministerio.
Todos, por primera vez, se dejaron llevar por la libertad: gozaron, bailaron, se drogaron y, oigan esto, todos singaron.
Todos amaron esa noche en Nueva York.
Antes de la cama pasó algo curioso: a la salida del bar, subieron a la acera en grupo y vieron cómo amanecía. Como en las películas. Amanecía en Nueva York.
Un grupo de cubanos resacados, en medio de la calle, viendo cómo tras los cristales de los rascacielos se veían a los tipos y las tipas corriendo en el lugar, haciendo ejercicios bien tempranito, antes de empezar el día.
Los cubanos fueron libres ese amanecer, y vieron a un grupo de desconocidos que empezaban su jornada. ¿También libres? No sé. Pero se me antoja que sí.
Nuestro hombre caminó por las calles y tarareó.
Sabía que, a los pocos días, el grupo iba a volver a la Isla y todo iba a ser distinto: el compañero del Ministerio iba a joder al flautista del piquete de Camagüey, el bailarín iba a volver a hacerle brujería a la primera figura, el del violín iba a regresar con la caja del instrumento llena de jabones porque la cosa estaba dura y la niña, la negrita suya, se bañaba mucho porque tenía un desorden de los nervios…
Esa probadita de libertad, de estar lejos de la casa y del árbol, le traería tranquilidad por el resto del año.
Quizá el año que viene habría otro viaje.
A él le bastaba un ratico de libertad; por eso, cuando los viajes no llegaban, se ponía hacendoso y se brindaba para ir a buscar el pan, para ir al agro (así estaba un rato lejos de los niños y la gritería de la suegra). Agarraba su jaba de nailon y caminaba lentamente por la calle, mirándole el culo a la gente, a las mujeres y a los hombres.
Coño, pensaba, que me voy a morir sin haber mamado un rabo, sin haberme metido una raya de coca, sin haber manejado un avión…
Luego se censuraba y decía para sus adentros: qué clase de comemierda eres, déjate de mariconerias.
Camino al agro, un día, se encontró al compañero de la Seguridad del Estado que atendía al grupo en los viajes. El tipo, en su motico, se paró y le dijo: “Chamacón, ¿qué bolá? Oye, no te guardamos ningún tipo de rencor por no haber estado en el concierto de la Plaza”.
Cuando le iba a responder, el motorista le dijo: “Te dejo pipo, que hoy me toca llevar a la niña al dentista”.
Coño, un gesto humano. ¿Habrá sido un gesto real? ¿O era solo para parecer humano, una táctica bien aprendida y usada para despistar?
Caminó y pensó: ¿En qué momento es libre el compañero de la Seguridad?
Qué vá, me voy a volver loco, se dijo. Mejor sigo pensando en culos.
El tomate a no sé cuánto, la libra de carne a tanto, billetes van, billetes vienen. Un cargamento de chinos, un grupo de rusas con el grajo sabroso, la china gorda que lo saluda y le trata de vender una latica de ají cachucha.
De regreso a la casa, casi sin querer tropezó con su rostro en el espejo: no estaba contento con lo que veía. Nunca fue lo suficientemente descarado como para que el gobierno le diera un Lada, una cesta con un pavo, un buen pago por salir en el programa del 31 de diciembre… Ni tampoco fue lo suficientemente valiente como para haber tratado de extender su estancia en la yuma.
A él le bastaba probar un poquito el viento en la cara, la soledad, jugar a ser otro. Con eso se conformaba.
Pero la cabeza era traicionera y a veces le pedía más. Cuando pasaba eso, lo mejor era darse un buche, darle par de galletas a la jeva, singársela bien singada (bien para él, no sabemos si ella disfrutaba y él no lo sabrá tampoco) y dormirse bocarriba.
Un día llegó el guitarrista con la foto montada de todo el piquete en los Niuyores.
La foto la había hecho la loquita. Era una foto frontal con todos los cubanos detrás de una vitrina y una luz de neón: se veían felices, sin máscaras, sin dobleces, sin intenciones.
Se había comido bien, se había dormido en una camota rica, estaban en la gozadera.
Al repasar las caras en el papel, se dio de cuenta que había uno, uno de los compañeros, que al parecer nunca se relajó. El más bajito de todos, el de la camisita de cuadros. Tenía una tristeza en los ojos…
Si esta fuera una película de Bruno Dumont, él lo tomaría en sus brazos, lo apretaría, le besaría la frente y le diría: “Descansa, relaja…” Pero la vida real no era como el cine, y ese tipo era el que le podía hacer la vida un yogur a él, o a su mujer, o al trompetista del piquete.
¿Qué temperatura hay hoy en Manhattan?
¿Hasta qué hora está abierta aquella tiendota buena de instrumentos de música?
Ya todo eso daba igual. Era el momento de preguntarse:
¿En dónde sacaron puré de tomate?
A él le bastaba con ser libre una vez al año. Pero había años en que no se viajaba. En que la película del sábado era un abuso. En que quitaban la luz tres veces seguidas, como para joder, y el congelador no volvía a enfriar.
Esos eran los años duros. Los años en que él debería tener más ganas de ser libre. Sin embargo, eran los años en que más cabizbajo andaba.
No se podía pedir mucho: el capitalismo es malo, Trump está del carajo (dicen que tiene un inodoro de oro), y por lo menos aquí se está tranquilo.
A él le bastaba con ser libre una vez al año.
A otros no.
Ensalada fría y LSD
Irene Manantial no puede entender lo que me pasa: es demasiado joven y demasiado comunista. Para ella todo está “genial”. La obra de teatro de X: genial. El concierto de la Filarmónica: genial. Buena Fe y Adrián No-sé-qué: genial.