Tengo una vida nueva

Llevo meses sin saber nada de la mujer casada. He comenzado una vida nueva, aunque todavía voy por la cuarta temporada de Mad Men en superfull HD (tercera vez que me pongo a ver la serie completa). Como diría una tía mía: esa serie es la mejor.

En uno de los primeros capítulos hay una pareja que se parece a mis abuelos maternos. Los veo y pienso en la finitud de la existencia. Es verdad que tengo dos rones encima y como ocho tabacos en lo que va de jornada, pero hay algo más en mi interior: un poco de iluminación.

Creo y siento que hay que soltar, dejar ir, disfrutar lo corto que es todo y convivir con el misterio de la existencia. 

Desde hace unas semanas no tengo el mejor de los desempeños con respecto a la paradera del rabo. Me preocupa haber empezado ese camino del que nadie quiere hablar: la disfunción eréctil. 

¿Cuántos años me quedarán con el rabo a full

Recuerdo aquel amigo que hablaba de los cuatro estados de la pinga: muerta, sarasa, parada y parada con brillo.

A lo mejor me convierto en mejor cineasta cuando no se me pare. Podré centrarme más y no tendré que entretenerme con las mujeres. 

¿Valdrá la pena un mundo sin mujeres? No lo creo. Pero, ¿qué haré? Frotar, mamar, tocar… No sé. Trabajo mucho y así y todo tengo mucho tiempo para pensar en todas estas mierdas.

He conocido a una mujer nueva, se la quiero presentar a mis lectores a ver qué piensan, porque ya sé que a la mujer casada la seguían mucho

La de ahora, la nueva, se llama Irene Manantial y es súper buena onda, simpática, inteligente… Pero es demasiado roja para mi gusto. 

Es muy comunista la niña, y para ella yo soy un gusano, un loco, un ser injusto con este sistema. 

Irene Manantial es todo lo contrario a la mujer casada: es tierna y (como a toda buena izquierdista) le gusta el tataki de atún. Me saluda con un abrazo y un minibeso en el cuello. Me acaricia. Aún no hemos hecho el amor. Pero porque yo no he querido. Quiero ir lento, hacer las cosas bien aunque sea por una vez. Tengo miedo de llevarla a la cama y echarlo todo a perder: soltar una palabrota, escupirla demasiado, darle una galleta mal dada.

Irene Manantial tiene algo que me encanta: es material para estar tranquilo. Para ir juntos al agro, ver la película del domingo, criar gallinas, tener chamas… 

Ya estoy viejito y la calle está mala. Necesito que me apoyen, que me acompañen y, sobre todo, necesito justicia. 

Equilibro, balanza. Llevo dos años dando y dando y casi nadie me da. Es verdad que me entrego y ayudo porque me gusta, pero coño, la mayoría del tiempo la gente se olvida de mí y me deja a solas con los demonios, con los diablillos de cola retorcida que tanto visitaban al yunta Bergman allá en la otra isla, en Faro.

Es verdad que todo es producto de la cabeza y la cerrazón; es cierto que con una caminata por el Malecón, hablando con Yemayá, todo se quita. Pero no sé.

A veces necesito esa mano que te calma, que te tranquiliza, que te dice: no estás en la oscuridad, no estás solo.

Irene Manantial me va a hacer bien. Y sé que nos va a ir bien en la cama. Es valiente, no tiene miedo de enfrentar la vida, de echar para delante. 

La conocí en un bar nuevo que se llama Inteligencia, en 17 y F. Entró con unos amigos y ni me miró. Me quedé babeado: ¿De dónde salió ese ángel que no estaba en mi radar? ¿Quién es? ¿Qué hace?

En mi grupo alguien la conocía, y con ese apellido, enseguida la encontré por Internet y le pedí amistad. Chateamos un poco y ya hemos salido un par de veces. Ya hablamos de música, de cine, de comida… Pero tengo ganas, muchas ganas, de sentarla en el sofá de mi señora madre y, con par de tragos arriba, preguntarle qué es lo que piensa de la vida, de la existencia. 

Entrarle suave, onda: “Amor, qué lindo tienes el pelo, mira que estás rebuena, mami, pero hoy tienes un no sé qué, algo… Llevo hace días loco por preguntarte: ¿Qué crees que hacemos aquí? ¿Cuál es el objetivo de nuestra existencia?”. Y hablar largo y tendido, descargarnos, quemar.

Me gustaría, a diario, poder mantener esta sensación de que todo se va, nada es eterno, hay que soltar, hay que saber perder. Y saber hasta disfrutar la muerte que se acerca, la descomposición del cuerpo, la elevación del aire de oro y pasar a algo más, o a la nada.

Este estado hay que agradecérselo a la mujer casada, a la anterior, a la de mis primeras columnas. Porque hay una gran verdad: se aprende más al perder, al fracasar. 

Hay una cosita que tengo que confesar: me da un poco de miedo esto de mis textos, adónde me van a llevar… No debe ser nada bueno esto de estar contando la vida de uno con lujo de detalles. No creo que sea tan interesante, pero me pagan, y para colmo hay mucha gente que me lee.

Tampoco quiero mentir: la verdad es que soltar todo esto me ayuda a vencer las nubes que acarician mi cabeza.

Dice mi amigo Juan que estoy loco, que estoy friturita, que la Seguridad del Estado me dejó embarcado, que si el divorcio… Pero discrepo con él: me siento de maravilla.

Estoy abierto. A lo que sea. A lo que venga. Y estar abierto es mejor para ayudar a la naturaleza en su ciclo (en época de #MeToo y de urgencia por salvar el planeta, es mejor colaborar por un mundo mejor). 

Estar abierto permite que tus poros reciban mejor a los gusanitos que te van a comer. Semillita de verano, matica que está por nacer. Árbol que le dará oxígeno a todo. Oxígeno que es bien necesario.

Cuando mis hijos y mis nietos crezcan, no sé qué audiovisual verán para acordarse de mí, el abuelo raro. Melaza tiene una copia en 35 mm guardada en una bodega en Francia; Santa y Andrés no está en celuloide: si se joden los discos duros, no queda nada.

Si ellos quisieran ver algo que hable de mí, de mi época, de un mundo interior, yo les recomendaría:

Herida, de Louis Malle. 

El marido de la peluquera, de Patrice Leconte.

Nocturno hindú, de Alain Corneau.

Todas francesas, todas del corazón.

Durante el respiro que duramos en esta vida, amar es la única cosa importante.

Suena cursi, cheo, pero es así. 

Hay gente que leerá esa oración y creerá entender, pero a lo mejor esa gente no ha amado. Los que sí han amado, sabrán de lo que hablo.

Estamos acá, en este mundo: 2 afeitadas, 3 cacas flojas y 2 duras, 1 baile, 12 tatakis, 45 cebiches, 123 489 tabacos, 90 botellas…

Hay que ponerse duro, ser valiente, formar un hogar y salir a comprar mucha malanga.

La malanga y el mar, decía un cardiólogo amigo mío, es lo mejor para los niños.

Se acabaron los años de cobardía, se acabó el miedo. 

Es hora de sentar en la mesa al amor y a la enfermedad, y comer todos juntos.

Ahora estoy on fire. Solo espero que cuando Irene Manantial se entregue, se me pare el rabo.