Que somos una población dañada, emocionalmente dañada, eso lo sabemos todos. En varias tribus activistas se ha popularizado el término “daño antropológico”. Este término no es nuevo, se ha empleado desde hace mucho. Es frecuente escucharlo cuando se aborda la realidad cubana, como referencia a las consecuencias del abuso y la disfuncionalidad de la “ingeniería social” y la política del gobierno. Pero creo que debería empezar a usarse también para hablar del daño que nos hacemos los activistas entre nosotros.
El activismo es luchar por un cambio. Pero esto es algo que también hacen otros, no solo los activistas. La diferencia es que ser activista significa, además, cuidar a los que están contigo, luchando por ese cambio.
No es mera consigna cuando se dice que el amor es la respuesta a la violencia. Los activistas (no importa donde luchen) viven agotados, constantemente alertas (porque peligran, o para no perderse una injusticia que les pase por el lado); se sienten aplastados por todo el esfuerzo que tienen que hacer para lograr una victoria mínima, acompañan más de una batalla a la vez, están a toda hora dispuestos a defender el derecho ante una ley injusta, y ante las injusticias sociales: ya sea un vecindario contaminado por una megaindustria, una mujer violentada, un colega preso…
Nos toca estudiar un poco de leyes, conocer los trucos de los que están en el poder para detectar cuando nos quieren “pasar gato por liebre”, movernos a otras ciudades para que el cuerpo social que se forma en una protesta sea lo más grande posible… La lucha parece infinita: aun cuando logras cambiar algo, queda una eternidad de injusticias. Los activistas saben que les toca ser persistentes, más que estridentes.
Muchos activistas dicen, una y otra vez, que van a “colgar los guantes”. Pero siguen. ¿Por qué siguen? Pues porque hay una comunidad que los acoge cuando están agotados, una comunidad que ofrece relevos en los procesos de vulnerabilidad, y es ahí donde los activistas encuentran apoyo emocional después de haber ganado o perdido una batalla; es ahí donde se sienten útiles.
El activismo se hace con la energía de la rabia que da ver una injusticia, con el derecho a estar enojado y desde la impotencia que quiere convertirse en competencia. Pero esa energía no puede enfocarse nunca contra los que están a nuestro lado. El objetivo tiene que estar muy claro. Proporcionarle una herida al activista que nos sostiene, que está luchando por nuestra causa, puede suponer la ruptura y pérdida total de un tejido social que siempre es muy frágil.
En Cuba, los activistas enfrentan retos autóctonos que les hacen todo más difícil.
Algo que no experimenté en proyectos de activismo fuera de Cuba, es la constante infiltración de agentes de la Seguridad del Estado que existe en los grupos y, en consecuencia, la obsesión enfermiza que tenemos todos por adivinar quién es el seguroso encubierto. Perdemos mucho tiempo en esto.
Si no confías en alguien (los activistas, en todo el mundo, somos muy desconfiados), toma medidas: confróntalo, comparte tus dudas con tus colegas y amigos, alértalos, cruza información. Pero no acuses a nadie en público si no tienes pruebas. A veces somos paranoicos, injustos, o leemos mal los signos, y el daño es más grande que el beneficio. Enfócate en el DSE y en sus métodos para infiltrarse. Saca alguna lección de la experiencia. Convierte la rabia en aprendizaje.
El segundo reto es que el gobierno “no reconoce el proceso de participación de la sociedad civil en la formulación de políticas públicas”, como dice Laritza Diversent. En Cuba el activista no puede hacer cabildeo; las asambleas de rendición de cuenta son puro teatro; no te reciben ni dan seguimiento en los ministerios a donde llevas una queja o una demanda; no te responden las acciones legales que interpones ante lo mal hecho por el gobierno; te persiguen si tratas de buscar datos que sostengan tu argumento; ven la necesidad de manifestarse como riesgo a la seguridad nacional…
No hay canales de comunicación, porque un interrogatorio no es la manera de saber cómo piensa una persona. Entonces, ponen a los activistas en la posición de hacer activismo por Internet, o de acudir a organizaciones y eventos internacionales para hacer sus denuncias y plantear sus demandas, porque es solo en esos espacios donde el gobierno abre sus oídos.
En cualquier caso, el gobierno no reconoce a quien le hace críticas y propone aportes, sino que lo convierte en su enemigo. Es decir, el activista en Cuba llega a tener rango de enemigo del Estado.
El tercer reto es que el gobierno se apropia de las demandas, las victorias y la función de los activistas. Con ello, les hace una contracampaña a la vez que pretende hacerse pasar por defensor de las mismas agendas que les critican. Lo hemos visto en la creación de organizaciones de masas que monopolizan las demandas sociales y los canales para “elevarlas”, además de hacer alianzas con (y pertenecer a) la entidad gubernamental a la que deberían cuestionar. En consecuencia, no solo deslegitiman al activista sino que niegan la existencia de temas urgentes, como el racismo o el feminicidio, porque no existe una organización estatal que lleve tales temas o porque ellos, al hablar por todos, dicen que tales urgencias no existen, y punto.
Recientemente hemos visto un ejemplo de cómo las instituciones gubernamentales se hacen pasar por activistas: un artículo publicado en Granma se apropiaba del lenguaje, pero no del contenido o el dilema, de una demanda feminista.
No dar crédito al trabajo de los activistas es algo sistémico. Los animalistas llevan décadas pidiendo derechos; ahora que el gobierno anuncia la intención de legislar sobre este asunto, en vez de asesorarse con esos activistas acude a una institución estatal. La ley contra la violencia de género, como la llaman algunas activistas, se discutirá para el cronograma legislativo de 2028; es decir, cuando ya sea un problema endémico absolutamente insostenible, y cuando las muertas empiecen a ser personas que todos conocemos. Los activistas son los que detectan las urgencias porque son los que están ahí, viviéndolas; en Cuba eso no se respeta: se penaliza.
Este nuevo formalismo político estatal (donde ellos “se hacen”, pero no son) busca debilitar el trabajo de los activistas y demuestra la capacidad que tienen, como poder, para desecharnos. Empecemos entonces por reclamar palabras como solidaridad, y espacios que nos corresponden a los activistas y no al gobierno.
Estos retos (por citar algunos) son cosas que por lo general no tienen en contra los activistas de otros países. Así que, si ya el panorama es más difícil de lo normal, ¿por qué nos hacemos daño entre nosotros mismos?
Pienso, por ejemplo, en quienes confunden una discusión sobre un posicionamiento generacional, con una vendetta personal. Los que no logran poner, como dice Armando Chaguaceda, “lo analítico sobre lo biográfico, lo cívico sobre lo afectivo”, en el afán de mejorar las cosas para todos.
No escapamos ni al daño antropológico ni a la idiosincrasia, pero los activistas no podemos permitirnos darle armas a quienes quieren dañarnos en una lucha que es desigual y a largo plazo. Puedes estar disgustado con un colega: habla con él, dile todo en su cara o a través de mensajes privados. Pero no pierdas de vista que usar el espacio público para desacreditarle, ofenderle, acosarlo, ni resuelve tu problema, ni hace pensar, ni ayuda a tu causa. Más adelante, los que estaban tirándose del pescuezo quizás se reconcilien, pero aquellos que podían ser potenciales activistas, estimulados por encontrar un lugar donde militar, ya se han ido espantados, desanimados, asqueados; y quienes trabajan buscando las fracturas emocionales, ya lo han dejado todo grabado para hacer más daño después.
Una parte de los problemas entre algunos activistas parece venir de una tensión entre posiciones prepolíticas, directamente políticas, y pospolíticas. Pero, más que nada, el problema radica en la intransigencia hacia el proceso del otro.
Aquellos que llevan más tiempo como activistas tienen muy poca paciencia con los que acaban de empezar a preguntarse qué pueden hacer por cambiar las cosas. Así, también, los que empiezan ven demasiado “radicales” a quienes simplemente ya saben lo que va a pasar y evitan procesos previsibles. Lo que ni unos ni otros ven, es que el gobierno ha desarrollado un guion que es igual para todos; es un proceso escalonado por donde iremos pasando todos. Nos toca pasar por las mismas pruebas. Nadie es inmune; si crees que lo eres es que todavía no te ha llegado el momento de pasar esa prueba, pero te aseguro que llegará.
Entonces: ¿por qué quienes van más avanzados no recuerdan qué se sentía cuando pensaban que a ellos no les iba a pasar? ¿Por qué, a los que empiezan, les cuesta tanto escuchar a quienes tienen más experiencia?
También pienso que hay activistas, e integrantes de la sociedad civil, que están viviendo adelantados al momento político en el que estamos. Actúan como si estuviéramos todo el tiempo en campaña electoral y ellos fueran nuestros candidatos. Y, por ende, convierten a todos los demás en potenciales contrincantes políticos, a quienes hay que destruir para ganar votos (que en realidad son likes).
El camino del activista rara vez conduce a la aspiración de cargos políticos. Cuando sucede, se trata generalmente de la táctica en un grupo para tener una incidencia directa y monitorear al gobierno desde dentro. Pero la mayoría de las veces esto no sale nada bien. Un activista se debe mantener siempre en la ciudadanía, exigiendo y vigilando desde ahí al que ha sido elegido para gobernar.
El activista es agradecido, le da la bienvenida a cualquiera que lo apoye, trata de incorporarlo a sus luchas, pero no te exige aquello para lo que no estás preparado. El activista estimula, te crea el deseo de participar, pero nunca te obliga a hacerlo.
Cuando fui parte de Occupy Wall Street, en una marejada de personas que se multiplicaba por horas, una de las cosas que aprendí fue que era importante saber cómo uno podía ser más útil. Un amigo escritor me llamó para decirme que se sentía culpable por no estar allí. Nosotros le dijimos que él era más útil escribiendo sus artículos sobre el movimiento que siendo un puntico más en una foto aérea.
Estar de cuerpo presente en la “avanzada”, es siempre más seductor; al menos eso dicen las películas. Pero los activistas deben saber cuáles son sus habilidades y, por consiguiente, los aportes que pueden hacer, las funciones que les tocan en cada momento. Hay que entender que tiene tanto valor quien expone su cuerpo como quien está en la retaguardia apoyando.
Otros, como me dijo una amiga defensora de la libertad de expresión: “están viendo los créditos en vez de la película”.
El 2 de marzo de 1955, nueve meses antes que Rosa Parks, Claudette Colvin se negó a dar su asiento en el ómnibus a una mujer blanca. No fue Rosa Parks, sino Aurelia Browder, Claudette Colvin, Susie McDonald y Mary Louise Smith quienes lograron, ante la corte en Alabama (por votación 2 a 1) declarar inconstitucional la ley de segregación en el transporte público. Este caso fue reafirmado por la Corte Suprema en 1956.
La diferencia es que Rosa Parks fue escogida por su organización como la mejor candidata para la imagen de ese gesto. Claudette Colvin era muy joven, era soltera, y estaba embarazada de un hombre casado. Detrás de todo esto había abogados, organizadores sociales, activistas, muchas personas juntas pensando cómo hacer más efectivas las cosas. No es que Rosa Parks un día decidió no dar su asiento, y a partir de ahí se acabó la segregación. Tampoco significaba que, después de ese evento, Rosa Parks iba a ser la protagonista de todas las acciones del movimiento al cual pertenecía.
En el activismo, en la sociedad civil, cada cual tiene su rol. Y es saludable que a todos nos toque un momento de estrellato, porque todos tenemos algo que aportar. En vez de jerarquizar a unos sobre otros, y sancionar a personas o a sus proyectos porque no nos gustan, sería mejor que todos hicieran sus proyectos, a la misma vez y con toda la intensidad posible, a ver si logramos una masa crítica que presione para que haya un cambio. Porque, por ahora, están dadas las condiciones para que algo cambie. Pero nadie sabe qué proyecto lo detonará.
La discusión sobre los derechos de los que están dentro y los que están fuera de Cuba es conveniente para todos, menos para los activistas y para la sociedad civil. Los proyectos donde mejor he trabajado tienen una característica: siempre hay cubanos que viven dentro y que viven fuera de la isla; solo en esa unión de experiencias he tenido esperanza de que algo va a cambiar.
La sociedad civil y los activistas tienen un camino recorrido. Eso les da la posibilidad de autocriticarse, exigirse, posicionarse ante el otro, ejercer ante sus colegas la transparencia que le piden al Estado; pero no pueden darse el lujo de aniquilarse entre ellos.
Nos toca dejar a un lado los egos que nos hacen pensar que solo nosotros tenemos la razón, y que nos enfadan con los demás; la necesidad de reconocimiento que nos hace equivocarnos; el rifirrafe como ejercicio intelectual. Nos toca estar unidos. Después, ya dejaremos claras nuestras diferencias.
Nos encontraremos por el camino, porque vamos todos juntos. Estaría bien darle la mano a quien duda, pasarle nuestra experiencia al que recién se une, apoyarnos cuando estemos dañados. Estaría bien darnos cuenta de que la pequeña batalla de egos, convertida en un duelo a muerte, ya no tiene ningún sentido. Deberíamos dar la misma importancia al activista “estrella” y al que no quiere serlo; reconocer que, a veces, los que no se ven tanto hacen más que los que son muy visibles; dar crédito a quien lo merece, aunque nos quedemos nosotros sin crédito; dar un respiro a quienes están cansados de tanto bullying estatal, y decirles que se tomen su tiempo para sanar, que los esperamos en la próxima parada. Mirar todos hacia el objetivo, que es el mismo, aunque nos quieran convencer de que no lo es.
Seamos honestos entre nosotros, no tratemos de utilizar a los otros activistas, colaboremos.
Tenemos que lograr que cuando mencionen a los activistas, a la sociedad civil, a los disidentes, a los opositores, el pueblo los vea como las personas que los representan, no como gente ahí despalillándose.
Quizás al activismo cubano le vendría bien disponer de más mediadores internos, para interpelar en los malos entendidos y generar esas colaboraciones que ahora están paradas debido a problemas personales. También sería muy efectivo, antes de llevar a cabo las colaboraciones entre activistas, crear protocolos donde se lleguen a ciertos acuerdos de antemano (discutir plan A, B y C, distribución de roles, cadena de comunicación, selección del vocero, quién se queda en la retaguardia, etc.), para así empezar procesos en los que no nos hagamos más daño entre nosotros.
El acto cívico más trascendente que podemos hacer hoy es eliminar los juegos de poder en nuestros diálogos, y decir perdón cuando nos hemos equivocado. Los activistas no podemos tratar a los activistas como material desechable.
Mi amigo Boris González Arenas me dijo hace ya mucho: “Cuando veas división, es resultado del trabajo de la Seguridad del Estado”. Yo lo que no quiero es que la policía política esté tranquila en sus oficinas, viendo cómo nosotros le hacemos el trabajo.
© Imagen de cubierta: Tania Bruguera.
Est-ética
Después de nueve meses sin poder salir de Cuba, una amiga me invitó a entrevistar a Ai Weiwei en el Museo de Brooklyn. Allí nos conocimos. Hablamos ante el público y me di cuenta de que Cuba y su activismo no le importan a nadie. Cuba no es China. Nadie va a hacer por nosotros lo que nosotros tenemos que hacer. Ese fue el efecto que Ai Weiwei tuvo en mí.