La resaca de las elecciones

La primera vez que vi en directo las elecciones norteamericanas, me senté delante del televisor con una Coca-Cola, el periódico con el mapa electoral, un plumón y mi fascinación. Pensaba que esa experiencia me serviría un día en Cuba.

Mi pareja, acostumbrada a esos menesteres y habiendo votado con antelación, estaba delante de la computadora terminando su nueva novela. Yo marcaba en el mapa e iba hacia ella cada vez que daban el resultado de un estado, como si estuviera ante la revelación de un acto de magia. Ella me miraba, decía “ah, sí”, y seguía en lo suyo. Me costaba entender que unas elecciones presidenciales no la sacaran de su asiento; yo hubiera dado lo que fuera por tener esa posibilidad en mi país.

En eso, le comenté que Al Gore había ganado Florida. Ella levantó la cabeza para darle un pequeño espacio al asombro, y casi para sí misma dijo: “vaya”. Dos minutos después corrí a decirle que no, que Gore había perdido Florida. Me dirigió una mirada firme, para aclararme que eso no pasaba allí; que mi confusión era el resultado de mi pobre nivel de inglés; que yo no entendía bien la democracia; que Estados Unidos no era una dictadura, y una pila de cosas que se mezclaron ante mi persistencia de que tenía la razón. Entonces se sentó conmigo y ahí vimos, juntas, el inicio de un ataque a la democracia.

Después vinieron las elecciones de Obama. Un amigo y yo quedamos en vernos en la barra de un hotel donde había TV por cable. Los dos habíamos vivido buena parte de nuestras vidas fuera de Cuba y estar allí, en el Hotel Presidente, era como ocupar un espacio intermedio. Podíamos tener una perspectiva de los acontecimientos desde La Habana, pero como si estuviéramos en Madrid o Chicago. La información la recibíamos en tiempo real, sin la interpretación del Noticiero Nacional cubano.

Como personas relacionadas con el arte que somos los dos, el nivel simbólico de aquellas elecciones obnubiló instantáneamente cualquier comentario crítico de nuestra parte. A veces la política es eso: un golpe de efecto. Creo recordar que hablamos más de lo que significaba esa elección para los Estados Unidos que para Cuba. Nadie podía prever el impacto que tendría para nuestro país (al punto que después de la visita de Obama, recuerdo a gente diciendo que si él se postulaba en Cuba, ganaba por mayoría absoluta). Pero lo cierto es que hasta ese momento, a nivel popular, las elecciones norteamericanas habían representando más una curiosidad que un estado de ansiedad generalizada entre los cubanos.

En la madrugada del 8 de noviembre de 2016, yo iba de regreso a una residencia artística en Boston. Viajaba en un tren, sola, llorando como una adolescente, como si estuviera reviviendo un trauma. Acababa de escuchar los resultados de las elecciones; ya intuía lo que venía. Me preguntaba dónde refugiarme, y cómo aprender de nuevo a sentirme protegida. Dudaba entre irme, porque aquel no era mi país, o luchar por las ideas que había descubierto allí y que me habían hecho activista y mejor ciudadana.

Sabía la batalla que vendría. Una batalla de una intensidad que los norteamericanos no conocían. Por aquellos días escribí en Facebook un post en inglés donde explicaba, paso por paso, lo que les esperaba. La respuesta no tardó en llegar: todos me cayeron encima para explicarme que Estados Unidos no era Cuba ni Venezuela, a lo que yo respondí: en ambos países hubo instituciones democráticas y funcionales que fueron desarticuladas por gobiernos que empezaron como populistas, pasaron a ser autocráticos y terminaron por convertirse en dictaduras con líderes fuertes.

A partir de entonces, cuando llegaba a universidades a dar una conferencia o un taller, me encontraba con un cuerpo de estudiantes políticamente traumatizado. Algo que siempre me había sorprendido de Estados Unidos era la fe que tenían en su sistema democrático; ahora todo parecía negociable. Empecé a recibir más y más preguntas sobre cómo usar el arte para hacer activismo, y cómo contrarrestar el abuso de poder gubernamental. Se habían cambiado los papeles: hasta ese momento, yo había aprendido del activismo en Estados Unidos; ahora eran ellos los que querían aprender del totalitarismo en Cuba; necesitaban el conocimiento que nosotros teníamos.

Me sumé a protestas en las calles de Nueva York, y empecé a leer sobre otras formas de gobernabilidad que han existido o que se han proyectado como posibles.

Por aquel tiempo me llegó un video hecho por amigos que se declaraban, desde Cuba, abiertamente trumpistas. A una de las personas que salían con tanta pasión cederista en ese video, le pregunté por interno cómo podía defender a alguien que atacaba las cosas por las que estábamos luchando en Cuba: libertad de prensa, libertad de expresión… “Bueno, a mí no me importa lo que le haga a los Estados Unidos; a mí lo que me interesa es que me sirva para mi lucha en Cuba”.

Es lo mismo que pasa con el tema de los inmigrantes: como los cubanos tienen la Ley de Ajuste, no se solidarizan con las luchas por la reforma migratoria que beneficiaría a los latinoamericanos, a quienes luego les exigen solidaridad con la crítica hacia el sistema cubano. Si algo ha tenido la administración Trump es que ha creado una contradicción entre lo que muchos cubanos defienden en materia de política interna de Estados Unidos, y lo que defienden en política exterior.

Estas elecciones no las pude seguir mucho, gracias a ETECSA. Pero, sin duda, han sido las que más ansiedad han generado dentro de Cuba.

Yo entraba a mi edificio y los vecinos me preguntaban: “Tú viviste allá, ¿quién crees que salga electo?”. Te montabas en un taxi y hablaban de las elecciones; ibas al agro y escuchabas a la gente: “Hace falta que salga el nuevo presidente”. Como si fuera el gobernante de este país… Y los medios de prensa oficiales también en campaña electoral: pero la campaña de allá.

Da repulsión ver un comportamiento colonial en un país que se autodenomina libre. Me parece denigrante que la mala gestión del gobierno cubano haya hecho que nuestro destino como nación dependa de las elecciones presidenciales de otro país.

Me alegra que este proceso electoral termine.

Ya no puedo escuchar a un cubano más especulando sobre lo bien que nos va a ir si sale un candidato y lo mal que lo vamos a pasar si sale el otro. Lo que me gustaría escuchar es qué vamos a hacer nosotros para que el gobierno —el gobierno que nos corresponde: el cubano— atienda nuestras demandas.

La melancolía poscolonial no puede ser la resaca de estas elecciones.

Ahora vendrán otras ansiedades. El gobierno cubano siempre ha negociado con los candidatos a la presidencia y con los presidentes de Estados Unidos. Está ampliamente documentado en el libro Back Channel to Cuba: la historia oculta de las negociaciones entre Washington y La Habana, de Peter Kornbluh y William M. LeoGrande. Desde los primeros meses de la Revolución han existido negociaciones al más alto nivel, aunque los discursos digan lo contrario.

Entonces, hoy no importan tanto las palabras de los dirigentes cubanos, los lineamientos del PCC o las discusiones en la Asamblea Nacional. Es el momento de preguntarse: ¿qué es lo que van a negociar ahora, en nuestro nombre y sin consultarnos, con el presidente de los Estados Unidos?


© Proyecto para For Freedoms. Imagen de Tania Bruguera, 2018.




Tania Bruguera

La transparencia institucional en Cuba

Tania Bruguera

Si quieren exigirnos transparencia en nuestros gastos, legalicen nuestros proyectos. Como me gusta predicar con el ejemplo, aquí les dejo la Transparencia Institucional de INSTAR, desde su fundación hasta el 2019. INSTAR es un proyecto pensado para el beneficio público: te pertenece, no hay secretos, y tienes derecho a preguntar.