La Seguridad del Estado: ¿bala o bótox?

No estoy segura de quién fue mi padre. Por mucho tiempo he tenido ganas de saber qué significa lo que hay en las poquísimas fotos que tengo de él. Y entender, por ejemplo, por qué hay imágenes muy intensas que de vez en cuando regresan como memorias, aunque no recuerdo nada específico de ellas. Es como si en mi infancia hubieran pasado cosas importantes a mi alrededor que nadie me explicó.

Le preguntaba a mi mamá, para que me contara; le pedía que me diera las piezas que faltaban. Ella siempre respondía igual: no me acuerdo. Un día, finalmente, me contó algunas cosas, como que mi padre participó en un robo de un banco en el Líbano, junto a un grupo de palestinos, y que años después, parte de su labor contribuyó con algo de comida para el país durante el Período Especial.

Hace poco mi hermana descubrió por qué mi papá tenía dos ombligos: uno era la marca de una bala (consecuencia, parece, de un atentado). Esa bala puede ser la sensación que tengo de aquellos años, cuando empecé a dibujar y a escribir mis propios cuentos para sustituir la tensión que había a mi alrededor. Para aislarme de lo que no estaba articulado para mí, pero que parecía importante.

Sigo haciendo arte, sigo buscando lo que en aquella época parecía importante.

Un día descubrí la razón de la mala memoria de mi madre. Fue el día que mi padre me obligó a ir a una segunda cita con la Seguridad del Estado, el día que quiso que colaborara. Mi táctica fue hacerme innecesaria, obsoleta y redundante. Quitarle valor a la información y, si era posible, no tener información alguna. De ser una joven ávida de ilusiones, que iba a todas las conferencias, que no se perdía una inauguración ni una fiesta y ansiaba estar en todos los proyectos, pasé a ser una persona que no quería saber nada de lo que estaba pasando.

A veces algún amigo se quejaba de algo, y yo le decía: prefiero no saber. En aquella época, uno pensaba que la Seguridad del Estado tenía poderes telepáticos, y aunque nunca delaté a nadie, me sentía más segura al no saber. Me fui volviendo obsoleta también para mis amigos. Así, poco a poco, mi necesidad de erradicar las memorias que pudieran ser usadas contra otros se fue convirtiendo en amnesia. Solo así podía mirarme en el espejo cada mañana. Mientras trataba de recordar quién era, a mi alrededor todo se esfumaba.

Aunque no había nada de qué hablar, seguían citándome. El no saber era cada vez más intenso: llegué a no recordar qué quería, ni qué sentía. Porque llegó el momento en que también traté de olvidar todo sentimiento, excepto el de estar orgullosa de mi amnesia. Finalmente, opté por irme a estudiar una maestría fuera del país, para que el tiempo hiciera el trabajo de borrarme de las listas de citados y poder recuperar un poco de sanidad mental.

Por aquellos tiempos no era tan raro que a un artista lo citara la Seguridad del Estado para “conversar”, para que el artista les “explicara”. En un momento de la conversación, como una especie de bonificación en ese juego de espejos, siempre te decían que podías ser crítico con lo que veías a tu alrededor. Como si haciéndote creer que podías cambiar algo, pudieran lograr que pensaras que valió la pena estar ahí.

Sin embargo, este “privilegio” no es para los que no están con ellos. Esa es la carnada para los que no se corrompen; a los demás les dan prebendas materiales y toleran su corrupción.

Tengo entendido que siempre lo han hecho así, desde 1959.

Recuerdo que, en los años 80, a un colega lo iba a ver un tal Rudy a su casa. Rudy era el nombre del seguroso que “atendía” la plástica en aquel momento (yo no era de interés, así que solo lo conocí por cuentos). Lo sano en aquella época era que, una vez que este personaje terminaba de “conversar” con el artista, este se apresuraba a contarle a todos (entre burlas y alertas) lo que le habían preguntado, y detrás de quiénes estaban. Como la información era el arma que la Seguridad del Estado tenía contra nosotros, saber nos hacía un poco menos vulnerables.

Pero en la época en que me tocaron a mí esas “conversaciones”, ya todos los que eran transparentes se habían exiliado, y los que se creían invencibles tenían la cabeza baja. Se había establecido el silencio y “la metáfora” entre los artistas. Así que cuando yo intenté hablar de esto no encontré apoyo, ni oídos interesados en saber nada. ¿Estarían todos tratando de proteger su amnesia?

La estrategia de la transparencia, usada por la generación anterior, ya no parecía funcionar. Ahora, a puertas cerradas, los artistas negociaban lealtades con quienes los querían tranquilitos. El Ministerio de Cultura, seguramente autorizado por la Seguridad del Estado, había hecho más extensivas las “excepciones” legales con aquellos que no causaban problemas. Los artistas políticamente zombis podían comprar una mansión en Miramar (cuando para el resto de los cubanos estaba prohibida la compra-venta de casas); se les daba un permiso múltiple de entradas y salidas del país (cuando los demás dependían de un largo y arbitrario proceso); y podían importar todo tipo de cosas (cuando a los demás les contaban y cobraban las libras de sus maletas).

A ellos, a los “confiables”, hasta se les tolera que fumen marihuana, usen alguna que otra droga dura o tengan algún tipo de tendencia o gusto ilegal e inmoral, desde violencia doméstica hasta pedofilia. Esto sirve para chantajearlos y domarlos. Todo funciona muy bien, todos tranquilitos, todos buscando que los demás entren en el ring del fango. Si antes te decían que si colaborabas podías ser libre de expresar tus críticas, ahora si colaboras puedes estar exento de la ley. La Revolución sigue comprando lealtad, pero cada vez a un precio más alto.

No faltan los que se apuntan voluntariamente, porque apoyar a la Revolución ha dejado de ser un sacrificio personal en beneficio de los otros, para convertirse en un modo de vida ajeno a los problemas del pueblo. Para muchos de los protegidos por la Seguridad del Estado, el pueblo es un mero accesorio: una palabra que hay que decir para mantenerse en la clase social a la que han accedido con su complicidad.

El país está lleno de oportunistas, mientras el pueblo pasa hambre y sus casas se derrumban. La obesidad mórbida de los dirigentes que piden paciencia al pueblo, ha pasado de ser una caricatura a ser un error de cálculo. Nos vendrían bien unas cuantas escobas para reestablecer el concepto de la vergüenza.

Hace poco llegó a un interrogatorio un tal Mario: alto, delgado, calvo, con espejuelos y voz serena. Cuando entré a la citación me dijo: “¿No te acuerdas de mí?”. No tenía idea de lo que hablaba. “Yo era el que te atendía en los noventa”, me dijo, como si quisiera implantar en mi amnesia una falsa memoria.

Han vuelto a citarme después de mi performance #YoTambiénExijo (2014). He tenido a varios interrogadores en estos seis años: Kenia, Javier y la muchacha que venía con él, que atendía a los cineastas; Isabelita, la que atiende artes plásticas y creo que también al ISA; el coronel Alberto y el otro coronel que viene con él; un psicólogo durante la primera detención… Su estrategia más socorrida es que hagas algo de lo que te sientas avergonzado.

Y ellos, ¿están avergonzados?

¿Qué queda de aquella Seguridad del Estado, la maquinaria tan temida y tan respetada a la que perteneció mi padre?

¿Por qué acciones reciben medallas hoy?

¿De qué se enorgullecen?

¿Para qué quisieron ser oficiales de la Seguridad del Estado?

¿Cómo se sienten cuando tienen que hablar con personas que están protegidas, pero que ellos saben que no creen en nada, y que serían los primeros en traicionarlos?

¿Cómo hacen para estar delante de quienes ellos saben que son corruptos e inmorales, y que no han sido calificados de CR (contrarrevolucionarios), sino que son presentados como defensores de la Revolución?

¿Existen todavía en la Seguridad del Estado quienes estén dispuestos a recibir una bala a cambio de que no se caiga un edificio?

¿Qué serían capaces de hacer cuando se den cuenta de que no saben cómo salir del hueco en el que estamos?

¿Son ellos también huérfanos de la Revolución?

¿A quién defiende hoy la Seguridad del Estado?

Hago todas estas preguntas porque ya no voy a sus citaciones ni abro la boca en los interrogatorios, y sé que me leen.

La represión a los que no se corrompen con sus propuestas ya no funciona, y su mito se desmorona. Ahora nos toca preguntarles a ellos: ¿qué van a hacer por el futuro de este país?


* Imagen de cubierta: © Tania Bruguera.




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Tania Bruguera

¿Quiénes queremos ser? ¿Cuáles son los parámetros éticos que nos guían? ¿Qué vamos a hacer con el poder que nos da la visibilidad en las redes sociales? ¿Cómo somos diferentes de aquello que criticamos? Nada de esto está claro hoy. Pasó antes en otras partes. Nos pasa ahora a nosotros, en un contexto globalizado, de fake news e influencers.