Richard Ford y yo vivimos junto al mar. Pero no somos vecinos.
Parado frente a la ventana de su estudio, el mar que Richard Ford ve no es el mismo espejo de agua salada y boronillas de mierda, suspendidas o precipitadas, que veo yo desde mi cuarto.
Como densa nata suspendida sobre la costa, el polvillo arrastrado desde África flota sobre el gris y chato skyline de Alamar. Ciudad dormitorio. Comunidad de poetas suicidas.
Días de encierro.
Días sin lluvia.
Días con muchísimo sol y polvo del Sahara.
Richard Ford relató el arribo de la pandemia a su pueblo, Boothbay Harbor, Maine. Desde la ventana de su estudio, puede tirar una piedra y siempre cae en el agua.
No quisiera estar en el pueblito de Richard Ford. Tampoco aquí. Ni siquiera en París.
Da igual a donde vayas: allí estará el coronavirus. Agazapado, esperando a que te confíes, a que metas la pata, a que respires lo que no debieras respirar o toques lo que no debieras tocar.
¿Qué hacer entonces sino sustraerse? ¿Qué hacer sino consignar que el único espacio posible y seguro, el único paraíso, es tu cuerpo y tu casa y la familia que has sabido construir? ¿Qué hacer sino propiciar la meditación?
Abandonado a la meditación, mientras mi esposa y yo tomamos un baño de sol, pienso en la novela Everglades (2020), que lanzará próximamente la editorial Hypermedia. Quizás cuando todo esto acabe.
Pienso en el personaje concebido por Jorge Enrique Lage.
El sujeto investiga un crimen en una Habana “post”. ¿Postapocalíptica? ¿La Habana que está ahí afuera no es, de por sí, un escenario postapocalíptico incluso antes de la llegada del nuevo coronavirus?
A la par que investiga un asesinato el personaje se enfrasca (ojo, spoiler) en la búsqueda de aquello que, como un criminal (im)perfecto y serial, asola más su cabeza que su cuerpo.
Sentado en la terraza, frente al mar, cual iguana bajo el sol, pienso también en la variante de Período Especial que nos ha tocado vivir en pleno siglo XXI.
Otro Período Especial. Pero con Internet, hasta ahora, y sin apagones, hasta ahora.
Hay un poco más de comida, aunque no es mucha ni está toda en una misma tienda. Hay bebidas alcohólicas decentes, muchas, que todavía se pueden comprar.
La peor parte de la crisis todavía está por llegar.
El planeta entero está en stand by, y la recesión económica será global. Como cualquier crisis que se respete, esta tampoco será repartida equitativamente
El Período Especial generó antologías de ficción. Hambre, prostitución, corrupción, crímenes, balseros… Una literatura que asumió lo obviado en los medios de prensa.
¿Cuál será el saldo narrativo del coronavirus en la literatura cubana?
Ficciones que no registrarán una fuga en el plano físico: ni las balsas ni el sexo desaforado en la calle servirán de nada. Los personajes, si acaso, apostarán por el insilio.
En Internet se van acumulando diarios de aislamiento. Con mejor o peor estilo, los autores van dejando testimonio del encierro.
Todo el que puede, postea.
El registro de los contenidos de un diario es similar a lo que sucede en la pornografía: casi todo cabe. Por lo tanto, casi nada se edita.
Sí, estoy de cara a mi incursión pornográfica en el testimonio, a propósito del aislamiento social.
En la terraza, calor y rayos UVA caen a chorros sobre mí. Se me calienta la cabeza, la pinga, los pies. Miro el mar, a mi esposa, que recibe la misma cantidad de radiación, y me digo, mientras la pienso puro fogaje: ¿Acaso este trozo de Cojímar no es el paraíso?
El mar está en calma. El pueblo es puro silencio, una consecuencia del coronavirus.
Al pueblo le sobran centenares de habitantes. Pero es un crimen, o algo criminal, concebir la nueva variante del SARS-CoV-2 como agente moderador de la paz, la higiene, la convivencia, las buenas maneras.
En su fase larval, un crimen es un evento intangible: una idea, un estado mental, casi como un virus. A la postre, el crimen termina convirtiéndose en un evento tangible donde se aniquila al cuerpo. Visto así, tiene el mismo efecto de un virus letal.
¿Qué pensaría el personaje de Jorge Enrique Lage, el detective de Everglades, a propósito de esta ciudad que ya no es territorio libre de coronavirus?
Activo los datos en mi móvil, arriban los mensajes de WhatsApp. Prefiero leerlos todos de un golpe. En especial los del grupo creado para recibir noticias sobre la pandemia.
Me enfrasco en la comparación, la asociación, la decantación…
¿Qué puedo hacer con todo eso?
Saltan los peces, pelícanos y gaviotas planean y se posan en los pilotes de lo que fuera un muelle. Un gorrión descansa en el alto muro que nos separa de los vecinos. La vida salvaje recuperando su espacio.
Miro el reloj. El tiempo elástico del aislamiento no es exactamente lo que sueña todo aquel que tiene la cabeza hirviendo en ideas 24/7, todo el mes.
Vivir en una paradoja.
Comida, libros, alcohol, una compañía grata que es mucho más que grata compañía. ¿Qué más se puede pedir?
Pues se puede pedir más.
La patria puede ser algo más que un país y la noche. Que el lenguaje y el cuerpo.
¿Acaso mi patria no puede ser el deseo? Una patria que “sencillamente” se consigue, se agota y se consigue una y otra vez. Que debe reinventarse.
Sentado en mi terraza, primero escuché el sonido, luego la vi. Describió una súbita parábola. Cayó en el mar.
Desde sus casas, mis vecinos tiran mucha mierda.
Como las piedras lanzadas por Richard Ford, lo que tiran mis vecinos siempre cae al agua.
Blancas jabas de nailon repletas de basura.
Vuelan esos blancos meteoritos.
Vuelvo a pensar en el efecto del coronavirus en el cuerpo social de este pueblo costero. Silencio. Mucha paz. La banda sonora del entorno casi ha sido vaciada del ruido-morralla de esos virulentos archivos mp3 amplificados hasta lo demencial.
Pero sé que la paz es temporal.
Del grupo de WhatsApp Covid-19 busco las notas informativas del MINSAP. Busco relaciones, causas y consecuencias. Como un detective.
Me impongo leer y entender el contexto.
Quiero estar un paso por delante de ese “paso por delante” que el Gobierno se ha propuesto frente a la pandemia.
En El juego de la viola, Guillermo Rosales escribió: “a este pueblo le gustan los muñequitos”.
A los niños les gustan los muñequitos. Solo tienes que ver la conducta que este pueblo manifiesta hoy en las calles. Cojímar es un pueblo de niños.
En un diario puedes confesar lo que piensas.
En el diario del aislamiento puedes entender, a cabalidad, el sentido de lo que hacías antes de que el coronavirus comenzara a campear en Cuba. Un registro de gustos, rutinas, obsesiones, delirios…
En el “Diario de la beca”, que forma parte de La novela luminosa de Mario Levrero, verás a un escritor que registra todo aquello que le impide escribir una novela.
No parece haber ninguna edición en el “Diario…” de Levrero. Lo que hay es compra de muebles y lámparas para crear un espacio ideal de lectura y escritura; programación en Visual Basic para coordinar el horario de los medicamentos a consumir, o para la búsqueda de archivos en la computadora; adicción a los juegos de cartas de Microsoft; terapias para plantarle batalla a ciertos desajustes mentales; coordinación de las semanas de ocio y los días de trabajo; cortejo y cópula entre una paloma viva y una paloma muerta…
Es bueno es diario. Es intensamente pornográfico.
¿Cómo no pensar en los hábitos de Mario Levrero? ¿Cómo no escrutar en los míos?
En las mañanas siempre leo las noticias sobre la COVID-19.
A partir del resumen del MINSAP, hago un balance de lo que sucede en Cuba y comparo nuestra curva de contagios con la de Italia, España y Estados Unidos.
En el resumen del MINSAP también puedo entender la conducta de la gente. El del MINSAP es otro diario, nacional y colectivo, escrito en elipsis, donde ya apareció un mendigo enfermo y su cadena de contagios.
La cifra de contactos, cual estela que dejan los enfermos a su paso por la Cuba COVID, obliga a concebir una política diferente de comunicación y control.
¿Como la del planeta China, pero sin los recursos humanos y tecnológicos del planeta China?
Hay una serie de preguntas vibrando en mi cabeza:
¿Cómo puedes convencer a un sujeto, a ese sujeto que le gustan los muñequitos, de que el aislamiento social es prácticamente lo único que le permitirá seguir viviendo?
¿Cómo puedes convencer a un “niño” en la cola del pollo, en su buró ministerial o en un cargo de dirección, de que los asintomáticos son una bomba de tiempo?
La distancia social, dijo Richard Ford, es nuestra idea de una comunidad estrechamente unida. Ford se refiere a su pueblito. En la cola del pollo frente a mi casa, la idea de comunidad estrechamente unida está en las antípodas de eso.
Llevan nasobucos. Con las mismas manos de pagar y de arreglarse la jaba al hombro, con las mismas manos de secarse el sudor se acomodan el nasobuco. Y bromean.
Por sus efectos, y por todo lo acontecido en los inicios en el planeta China, a la pandemia se le compara ya con Chernóbil. ¿El coronavirus y China tendrán su espacio en Netflix, por ejemplo?
Dentro de Netflix, todo.
¿De qué sujetos con poder de decisión, negados a aceptar la noción de pandemia, se hablará en esa hipotética serie para Netflix?
Para entonces se sabrá cuál fue la apuesta de esos tipos: si la economía o la vida. Hay una cruel relación entre ellas.
Con la cabeza y la pinga y las patas calientes por tanto sol, pienso en los textos que, a la carrera, produjeron Giorgio Agamben, Slavoj Žižek, Byung-Chunl Han… Y no me queda más que sonreír y caminar despacio hacia la sombra, como una iguana.
Mi mujer tiene un miedo atroz. Yo no le muestro el mío. ¿Para qué? Ando por la casa con mi mejor mood, en modo quiet, en modo iguana.
Si a Mario Levrero le hubiera tocado esta variante de Período Especial, ¿qué hubiera escrito Levrero en su “Diario de la beca”?
Busco en mis notas de lectura a propósito de La novela luminosa:
“Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí”.
Donde Levrero escribe “operación”, yo pongo “pandemia”.
El intento de escribir una novela luminosa se traduce, para mí, en el intento de dejar por escrito, ahora, ciertos malabares reflexivos a propósito de una nueva variante de coronavirus.
En la terraza frente al mar, pequeño paraíso terrenal en tiempos de COVID-19, trato siempre de exorcizar el miedo a la muerte y a una Habana post apocalíptica. Creo que lo consigo.
También intento exorcizar el miedo al dolor.
Las noticias hablan de personas que roban material médico y alimentos para revender en el mercado negro, de algunos que violaron la cuarentena en una institución médica, de tipos que le subieron el precio a productos a la venta en comedores sociales para personas de la tercera edad.
No hay razón para sorprenderse. Mis vecinos no van a los contenedores de basura para deshacerse de sus desechos.
“Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste”, dijo Virgilio Piñera en un poema que nos define.
En las cabezas de quienes van sobrados en su necedad, ¿cómo inocular cierta cordura, cierta racionalidad que permita, como nación, no morir de peste?
Según el texto de Richard Ford, allá en Maine están siguiendo un plan. Aunque nada parece muy diferente.
Imagen de portada: Costa de Boothbay Harbor, Maine, donde vive Richard Ford.
Cine y sedición en el Paquete Semanal
El Paquete Semanal lo inventó la Seguridad del Estado. Más o menos así me dijo un amigo narrador cubano. Yo traté de imaginar todo el entramado para razonar esa frontera donde el Paquete termina como negocio y comienza como estrategia de control.