Este era un reino con una cabeza única. El gran cerebro del reino compartiéndose en sistemas digestivos y respiratorios, pero con función neuronal compartida. El reino no necesita más. Su cabezota se basta, se complace, se divierte.
Esta cabeza funciona como las flores de Little Joe, la película de la austríaca Jessica Hausner. Las flores, al no estar diseñadas con un sistema reproductivo, como estratagema de supervivencia aniquilan de inmediato el pensamiento-deseo individual de los humanos, sus cuidadores. Se trata de verdaderas flores del mal: anulan todo lo que rodea a los personajes, se apropian del subconsciente para re-producir, allí, un único deseo: “Hay que cuidar y salvar a las flores, nada más importa”.
Imagínense un mundo controlado por una planta. La respiración, el regado y la fatiga de la planta.
Imagínense un mundo con un único libro en construcción, un manuscrito que pasa de mano en mano para escribirse. Nadie pondría una coma o una palabra que no fuera la que es. El libro lo dicta una misma cabeza: fluye naturalmente a través de millones de autores sin salirse nunca de la trama. Aunque todos conocen el principio y el final del libro, aun así, pasaría de una mano a otra porque la cabeza única querría saber si alguna grafía comete el error de no decir lo que ella piensa.
Esta era una planta transgénica.
Esta era una película de ficción.
Este fue mi último sueño.
Una planta para dominarlos a todos.
En algunos de mi sueños me he preguntado, insistentemente: ¿dónde está el polen de la narrativa dominante?
En las escrituras oficiales o no oficiales, en los ventrílocuos oficiales y no oficiales, en el limbo desde el que muchas veces me coloco.
No sé si lo que respiro o sueño tiene sentido. No sé lo que respiro. Sé que mi respiración está afectada.
Pienso en esa planta transgénica y en la operativa, la insistencia y el mandato, tan masculino siempre…, de acatar.
No me gustan los reinos de una cabeza.
No me interesan los discursos autoritarios.
No adoro a nadie.
Soy sumamente insegura y cierta dosis de permeabilidad y principios me hacen dudar de todo.
Me siento incapaz de doblegar una idea por la carnavalización de esa idea.
No traicionaría mi intuición, como no alimentaría el odio.
Lamento que mis palabras, a veces sean, tan exuberantemente ingenuas.
De algún modo, lo único que me ha salvado es el feminismo; sobre todo, el feminismo transfeminista, el feminismo antirracista, el feminismo interseccional, ecológico, mutable, que es puro fuego o pura Radio Deseo.
¿Por qué? Principalmente porque no hay cabeza única, y esto no quiere decir que no haya voces, academicismos y liderazgos; es simplemente lo que es: una constante restitución del mundo que ha sido destruido y masacrado.
La salvación tiene que ver con que no hay una lista de imperativos o prioridades o esquivas asociaciones/confusiones. Pienso en la escucha, el acompañamiento y la restauración. El mundo en el que nos educaron, estos reinos, han sido removidos por una larga historia de mujeres con voz y lucha propias.
En los feminismos existe un continuo replanteamiento y cuestionamiento de las políticas del cuidado, existe un continuo repensar de las identidades de género, predomina el permanente deseo de desajustar cualquier diseño de cabeza única. Lo más importante: existe un ejercicio de aprendizaje sensible, que actúa como una red de apoyo.
Creo que no soy la feminista que quiero ser.
Creo que lo único que yo sé es que quiero escribir.
Creo que me falta demasiado por aprender y reinventar en mí, para acercarme a la feminista o a la escritora que puedo ser.
A veces, creo, solo aspiro a estar encerrada, creando.
Es obvio que vivimos bajo un poder heteropatriarcal. Un poder que está vinculado con colonialismos. Las feministas no tenemos que ocuparnos de esos entramados en los que los machos se dan codazos o palmaditas en los hombros. Pero el movimiento feminista, que no nació ayer en el laboratorio de una película, o en un filtro de Instagram, o en una reunión del Partido, combate a diario las formas que evidencian, en ese poder, los prejuicios, la misoginia, el machismo, la visión sexuada y domesticada, el entramado cultural e histórico que cercena y mata.
Relaciono el feminismo con la libertad, con la vía para salir de una máquina que quiere universalizar a los cuerpos y a las mentes y nominaliza lo que hemos sufrido a causa de nacer o escoger ser mujeres en un “ser femenino, reproductor”.
Esa flor con cabeza única no me la trago, no la respiro, no la soporto.
Hablar de feminicidio es tomar una posición ante la muerte de mujeres a manos de hombres que se sienten con el derecho de matar. Por un solo feminicidio, ya es necesario hacer una revolución.
Estoy en contra de que se muestren fotografías de víctimas de feminicidio. Estoy en contra de la revictimización que sufren, en el medio que sea. Estoy en contra de que un periódico oficial publique un texto que se empeña en la falacia y el descrédito.
Recuerdo largas conversaciones, hace algunos años, con un novio historiador y académico. Junto a él, leí por vez primera a Judith Butler. Me hablaba del Primer Congreso de Mujeres en La Habana con una emoción afectada por la significación de aquel encuentro, y también se refería al trabajo de la FMC en las provincias como un aporte valioso de la Revolución.
Su experiencia era totalmente distinta a la mía. Yo soy pesimista con las instituciones que son la taxidermia de algo(no solamente las instituciones cubanas: también muchos espacios culturales en los que he estado, fuera de Cuba). Es difícil chocar con instituciones cuyo relleno no sea esponja o papel o algodón.
Él tenía razón en muchas cosas: la historia del feminismo en Cuba se remonta a muchas décadas atrás, y las instituciones tienen las herramientas y la obligación de responder por nuestros derechos.
Nadie le quita a la FMC o al CENESEX el trabajo que hacen; son instituciones del Estado con sus respectivas agendas, y esas agendas tipifican sus objetivos y sus prioridades. No hay nada que añadir: se explican por sí solas. Si la prioridad es una campaña mediática, pues bien, esas son sus prioridades. Si son campañas que muchas veces reproducen consignas sexistas, racistas y obsoletas, tendrán que cambiar; pero lo importante no es la campaña, sino lo que sucede al interior de sus estructuras, lo que privilegian o exhiben. Son instituciones con visibilidad, existen para una sociedad civil, existen para personas cuyos derechos son vulnerados a diario, deberían tener la capacidad de transformar, cambiar y redireccionar su trabajo, conscientes de la multiplicidad de individuos y realidades que coexisten en Cuba. Les ocupa encontrar esas agonías.
Acabo de dar una demostración de ingenuidad.
Acabo de aspirar el polen del optimismo.
Me sigo leyendo a la Butler, claro, como me leo a Paul B. Preciado; pero cada vez me leo más a las feministas cubanas. Me leo a las feministas indígenas. Me leo a las feministas negras. Me leo a las feministas curanderas, parteras. Me salgo del reino del feminismo blanco y eurocéntrico.
Durante estos días me he sentido orgullosa de las feministas cubanas, de las amigas en Facebook, de lxs aliadxs que han dedicado un tiempo para abordar el tema del bochornoso artículo. Es una pena no tener más tiempo para leer más; si pudiera, me dedicaría a ello exclusivamente.
Ahora bien, nunca he sentido que el feminismo es un esnobismo.
Hay que despedazar la colonialidad; lo que nos rodea es tan caótico y duro que todavía no sé cómo alguien se atreve a decir que el feminismo es un criterio esnob. Esa distinción, tan conveniente, no me cabe en el cuerpo.
Me ofende que un hombre blanco, cis y periodista, venga a decirme que los reclamos feministas son esnobismo.
Me duele, porque cuando reduce el feminicidio —la puesta en escena del feminicidio y el acercamiento a los hechos que rodean estos crímenes— al esnobismo, me parece que está definiendo con ligereza algo que mi generación no va a tolerar. Al plantearlo de ese modo, se hace eco de la discriminación y la condena que hemos sufrido por años.
Algo de lógica dejan las palabras de Mayda Álvarez Suárez, directora del Centro de Estudios de la Mujer (CEM), en un diálogo publicado posteriormente en el Granma. En la entrevista se mapea el trabajo de políticas institucionales cubanas asociadas a la lucha contra la violencia de género, y queda demostrada la urgencia de leyes.
Me duele el artículo de Javier Gómez Sánchez porque, como mismo no me interesan los reinos ni las estatuas, como mismo no me interesan los discursos panfletarios y didácticos, no tolero la misoginia con la que se contonean los tipos en esta isla.
Me los imagino a todos rezando porque #YoSíTeCreo no gane espacios: son enemigos a muerte de un proyecto que sacará a la luz la machanguería y los abusos de poder. Claro, llámenle esnobismo y fanatismo: ninguna prensa que se respete en el mundo se atreve a publicar un texto tan tendencioso como violento.
Me duele, porque el feminicidio no es un tema para ocupar otros temas, para matizar otras pugnas.
Pienso en mí, que he sido violenta. Lo recuerdo con exactitud: puedo trasladarme ahora mismo a la sala de Arthaus; terminaba de escuchar una conferencia sobre la Ley Integral Contra la Violencia de Género impartida por la abogada y feminista Deyni Terry Abreu. En el público había una mujer que se paró en el medio de la sala para contar que su madre había golpeado a su padre, y que eso no lo reconocían las feministas. Dijo que ella casi había sido violada porque llevaba ropa provocativa, pero por suerte se tropezó con un violador sensible.
En mi intervención posterior, yo prácticamente la agredí: le pedía que, si no escuchaba y no estaba lista para aprender, no ocupara un espacio de discusión sobre la urgencia de una ley que abarcase desde el acoso hasta el feminicidio. (Deyni había presentado testimonios durísimos que quedaban fuera de los procesos penales, por no aparecer legislados como lo que son: crímenes por violencia de género).
Cuando llegué a mi casa puse la cabeza en la almohada y empecé a llorar.
¿Qué derecho tenía yo de violentar el trauma y la ignorancia de esa mujer? ¿Por qué ese odio lacerante contra alguien que vocifera lo que está sembrado en el inconsciente colectivo? ¿Por qué no podía comprender, desde la empatía, el estado de dolor desde el que ella quería, y no podía, entender la necesidad de esa ley?
Lloraba y pensaba que debía conocerla, hablarle, preguntarle con respeto, comentarle sobre los múltiples modos de violencia que sufrimos y que están asociados a la identidad de género, decirle que un violador es un violador porque lo fálico, lo titánico y el odio vienen en un mismo envoltorio.
Lloraba porque esa mujer no era yo.
Yo, que tengo una lista de privilegios, que estudié en la Universidad de las Artes, que tengo una familia que me ama y me respeta tenga la pareja que tenga, me identifique o no como lesbiana, me sienta libre o no, así sea una Medusa de mil cabezas.
Este era un reino en el que cada cual tenía derecho a pensar como quisiera, así como a identificarse y desear cuanto quisiera.
La palabra “reino” me molesta.
Para defender la vida hay que penalizar a los acosadores, los abusadores, los violadores, los golpeadores y los asesinos.
Milito con las mujeres que leo. Milito con mis hermanas del Laboratorio Escénico de Experimentación Social (LEES) y con toda esa revolución sensible que fue para mí Las Impuras. Unidad de contagio, una residencia acompañada por el Colectivo Utópico de Disidencia Sexual (CUDS), que tuvo su sede en el proyecto Tres Escaleras y que contó con el apoyo institucional del Consejo Nacional de las Artes Escénicas. No digo esto por gusto.
Mis miedos y resquebrajamientos en la voz, mis parálisis y patetismos, son parte de lo que cada noche arde en mi cabeza. Me duele mucho tener cada vez menos ganas de participar o hablar, pero recuerdo a María Lugones, y entiendo que a veces es necesario estar en silencio. Esos silencios, y esa patética Martica que soy, son todo lo que escribo.
Lamento mucho tener a veces más preguntas que respuestas, no sentirme del todo afín a ningún grupo, ver costuras y posturas que no me seducen ni convencen. Lamento escabullirme o no me divertirme con lo que otres se divierten; lamento vivir en un país lesbofóbico y machista en el que una blanquita tortillera no es igual que una negra tuerca, y que nadie hable de eso, y que al escribirlo me den ganas de pegarme contra la pared.
Exhibir el miedo y el dolor tiene sus riesgos. Tienen la libertad de ver todo eso en mí, de sentirlo, respirarlo y juzgarlo. Pero no voy a dejar de pensar con mi propia cabeza.
Después del tornado del año pasado, mientras entregábamos donaciones en una comunidad afectada, a una mujer la golpeó su marido. El tipo había llegado borracho, y la golpiza fue porque ella aceptó la ayuda, o por lo menos eso entendimos. Volvimos a la localidad con una psicóloga, que pudo conversar con la víctima. La mujer no tenía a dónde ir. No tenía herramientas para lidiar con el hombre abastecedor y maltratador que tenía días buenos y días malos. Hablaba tan bajito que casi no podían escucharse sus palabras. Sus brazos marcados. Sus ojos teñidos de pánico.
Éramos un grupo de jóvenes que nos conocíamos poco, pero que llegamos a intimar mucho durante aquellos días de tanta tragedia y tantas circunstancias de pérdida. Todavía estamos en deuda con aquel lugar. Tras la emergencia de la catástrofe, nos faltó saber cómo seguir.
Leí en Facebook un testimonio de Rosa María Rodríguez que me heló la sangre. Sus palabras me hicieron recordar a una maestra emergente de mi secundaria a la que el novio le cayó a puñaladas. Ella estaba en la residencia de los profesores; él la fue a buscar y la atacó en medio de la calle, solo porque no quería estar con él. El hombre estuvo preso unos meses.
Este era un reino de cabeza única: feminismo único, líder único, mesa única, moderador único. Voz imperativa y glotis machona.
Este era un reino fatigado, cuya vocación mayor era instalar un chip en cada cabeza. Un chip gnoseológico, digamos: no hay deseo, no hay deseo micropolítico, no hay biografía o historia personal, no hay libre distinción de los afectos, no hay respeto por la vida. Lo que hay es un código del bien y el mal (si se pudiera ser más maniqueo: del amigo y el enemigo).
En este reino, toda voz propia es sospechosa.
En el reino mandan a cortar las cabezas que no se ajustan al libro.
El libro está lleno de manchones.
A mí nadie me mete en un saco, nadie le llama esnobismo a lo que me desvela, a algo por lo que me voy formando a conciencia.
Y allí están las flores de Little Joe. Pero también están otras flores más desvergonzadas. Crecen para denigrar y amenazar. Crecen para ubicar acríticamente. Crecen. No se ocupan de lo que se tienen que ocupar.
Ocúpense de lo que se tienen que ocupar y no destinen temas tan complejos a quienes no tienen conocimiento para ello. Ocúpense de investigar y comprender que los feminicidios no son casos aislados y números para pensar comparativamente con países del primer mundo.
Cada quien sabrá lidiar con sus decisiones, con los espacios y lenguas que escoge para leer y para ser desde el feminismo. Yo, lamentablemente, lidio a diario con mis miedos. No soy heroína de nada. Ojalá pudiera pertenecer al contingente épico Antigonón. Ojalá tuviera la fuerza de esos personajes de Rogelio Orizondo que vibraban en Teatro El Público. Me siento a escribir y pienso en lo que asumí como normal, en la normalidad del triunfalismo y en la urgencia de reescribir los mitos que tenga que reescribir con tal de no enterrar a ninguna hermana.
Creo que las mujeres feministas tenemos derecho a exigir refugios, a insistir en una Ley Integral Contra la Violencia de Género, a reflexionar sobre una Ley de Identidad de Género, a poner el feminicidio en la agenda diaria: que existan debates, estadísticas y encuestas públicas, atenciones directas a comunidades sensibles, educación popular y activismo feminista autónomo.
Para mí, algo que siempre ha estado clarísimo, es que no hay una única forma de lucha feminista.
No hay ninguna florecita del día de la mujer, de la FMC, de lo que sea, que yo asocie al feminismo. Como mismo no asocio menstruación, vulva o clítoris, al feminismo. Eso no quiere decir que no participe de conversaciones sobre estos temas, pero jamás confundiría o limitaría estos temas a una clasificación de lo que es ser mujer, o de lo que es el feminismo.
Las feministas, la única cabeza que compartimos son las cabezas de las muertas.
En todos los reinos hay muertas.
En todos los reinos hay feminicidios.
Es evidente que los medios que aúpan un discurso son voceros de sus intereses. Recuerdo al historiador Mario Castillo refiriéndose a ello: el fin, el medio, la representación y la reafirmación de lo que soportan esos medios. Al escucharlo, mi cabeza quería desprenderse y hundirse en el río Almendares.
Cito a María Lugones: “Toda persona tiene un yo comunal, pero como vivimos en las sociedades que vivimos, está atrofiado, lo que nos impide desear más allá de lo individual”.
Me está pasando que mis miedos me hacen pensar cada vez más en lo individual. Eso me paraliza, me paso el día titubeando.
Esta columna se repone al titubeo. Me repongo a la ficción, al sueño y a la pesadilla, y exijo respeto por el movimiento feminista cubano. Las flores del mal no son experimentos accidentales, sino formas de inscribir un estado de opinión en la mayoría.
Creo que no soy la feminista que quiero ser.
Creo que lo único que yo sé es que quiero escribir.
Creo que me falta demasiado por aprender y reinventar en mí para acercarme a la feminista o a la escritora que puedo ser.
Mi única creencia es la respuesta comunal que se le ha dado a ese artículo. Una respuesta seria, rigurosa y directa, por parte de las feministas que no creen en reinos.
A mí nadie me escribe.
Obra de Alejandra Glez. Título: Mar de fondo ( presencia ). Serie: Interviniendo tu fachada. Año: 2018. (imagen original de cubierta).
Trágica que soy
Ahora que ya sé pedalear, puedo escribir de Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta, de Legna Rodríguez Iglesias. Cuando veo a mi novia irse en bicicleta y le digo adiós desde el balcón, pienso que Legna ha escrito sobre momentos así: imprecisos, inexactos, rastros que pasarán fácilmente desapercibidos en un país con ulceraciones.