BABY
¿Por cuántos unicornios vamos?
BABY
Déjame tirarte una foto en la capital.
BABY
Tomemos helado de frutilla.
BABY
Hablemos otra vez de los azares.
BABY
¿Se corresponde mi deseo narcisista con el salvajismo que transmite la crisis de una ciudad?
BABY
Estoy en el subte, tan sola como al volver, tan sola como al extrañar.
Y en Buenos Aires, recortando mal las selfies y hallando a mi doble expuesta en una pared, me detengo a escribir sobre tres obras. Serán tres críticas sobre la tragedia, lo familiar y el abandono.
Baby, he visto buen teatro en esta ciudad. Baby, he contado 109 unicornios en esta ciudad. No sé si el teatro me ha visto a mí, ni siquiera sé si decir tragedia, familia y abandono; si serán ideas que conceptualizarán lo experimentado.
En el subte me han cantado dos canciones. El cantante me pasa el micrófono, me bajo en la estación incorrecta. Todo sucede muy rápido, baby, y quiero escribir una crónica; pero no me sale.
Quería hacer un ejercicio intelectual para antología, hablar de esas tres obras, deconstruir sus procesos, describir el cómo y el por qué me pronuncian algo directo al oído. Pero me quedo pensando en mi amiga Claudia, o Esthy, en su música judía para dar clases de zumba. La semana pasada fui a mi primera sesión de zumba, a mi primera sesión de zumba con mujeres judías, a mi primer movimiento corporal con música israelita en Argentina.
Desde la semana pasada también he probado comida kosher, mi amiga me ha instruido en las reglas para andar en la cocina. Lácteos y cárnicos. Platos y cazuelas. Todo debe cuidarse y respetarse.
Con mi amiga he aprendido que no importa el esfuerzo sobrehumano que haya que hacer para que sean felices las mujeres en una clase de zumba. Energía y movimiento están abocados a la felicidad, al exorcismo del tedio.
Sobre la clase que dirige mi amiga, me parece imprescindible mencionar la precisión con la que su voz resuena excitada, mientras señala con el dedo a un ente ficcional y romántico en el espejo del salón, a lo que nosotras, las que estamos detrás suyo siguiendo la coreografía, imitamos con devoción. Moviéndome extrañamente, acelero y desacelero los pasos, trato de seguirlos con eficacia, intento ser precisa y coordinar hombros y caderas. Miro a las otras mujeres girar con un deseo de libertad que me ha golpeado pocas veces en la vida.
El hálito de la ciudad no se parece al momento del zumba judío que lleva mi amiga.
Es la primera vez que vuelvo a una ciudad del mundo, y el hecho de volver trastoca toda perspectiva sensorial. Los olores, las atmósferas, el silencio, los niños mirándote a los ojos. La #macrisis puso en esta ciudad, en mi segunda visita, un aire desconsolado, denso, melancólico. Y toda esta euforia de regresar a un cumpleaños exterior se te deshace, políticamente, cuando la cosa está tan agrisada.
Después del seminario vuelvo a casa de mi amiga. Es de noche, y siempre está parqueado en la esquina un camión policial. Mi seguridad, su seguridad, la paz del barrio judío garantizada por esa presencia fantasmagórica. A mí me da pánico. Van de negro y me miran como si supieran todo de mí.
Ni yo misma sé de mí cuando bailo, apenas alcanzo a imaginarme siguiendo automáticamente los pasos hasta el número de mi amiga. Cada día del seminario es descubrir pasos de zumba que te erotizan o te funden. No lo niego, los policías siempre me han dado o risa o miedo, y los de esta esquina parecen lobos.
Mientras estuve allí se conmemoró un aniversario del atentado terrorista a la AMIA, Asociación Mutual Israelita, el 18 de julio de 1994. La bandera de la Plaza de Mayo estaba a media asta.
Íbamos caminando por la Plaza respirando esa sensación de lugar histórico, cuando pensé en que por la mañana no le dije nada a mi amiga sobre esto. De algún modo, la idea del perdón y la idea del judaísmo se sincronizan en un imaginario contemporáneo de lo correctivo. El ambiente de ese día me parece entristecido.
Las noticias sobre el atentado del coche-bomba cambiaron el 19 de julio de este año, cuando la Oficina del Tesoro de Estados Unidos declaró que Salman Raouf Salman había sido el autor intelectual del mismo. Embobecida, leyendo los títulos de literatura judía de la biblioteca de mi amiga, olvidé contarle sobre esto, olvidé decirle sobre la organización libanesa Hezbolá.
Siempre olvido mencionar lo que me entristece, siempre sustituyo lo importante por un recuerdo ligero, prescindible.
Volver es abrir agujeros negros, sensaciones detenidas; uno siente que camina y habla con mayor locuacidad, que entiende todo con agudeza, que ahora sí será capaz de hablar de Argentina, Buenos Aires, y salirse de la postal del que fue visitar El Tigre un fin de semana.
Pero todo eso es mentira. Una segunda vez es una primera vez en otro tiempo; es retroceder a una impresión de primigenio, palpar lo mismo con un cuerpo más gordo, más envejecido y más carente de amor. La milonga nunca es la misma, nada es lo mismo: ni los precios, ni el café, ni el dulce de leche, ni la tristeza. Nunca es igual la tristeza en una ciudad.
Si uno se pasa la vida intentando comprender las políticas en el espacio público y privado de su país, de Cuba, ¿cómo será capaz de juzgar, entender, caminar y mirar a la comunidad judía de esta ciudad porteña, donde la palabra “obvio” retumba como un bandolín a la usanza de todos?
No tienes argumentos, ni siquiera tienes un punto de vista, tropiezas con obviedades tan dulces o secas como las medialunas.
Cuando te preguntas algo, divagas con énfasis en la palabra utopía y la palabra futuro. Es tarde para que sigas hablando de estos dos conceptos y es tarde para aprender pasos de tango con unos pies tan cortos y rechonchos. Con mis piernas, alcanzo a usar mi talento para bajar hasta el suelo y quedarme en esa posición más tiempo de lo previsto.
En esta ciudad conversé de nuevo con Nara Mansur Cao.
Cuando escucho a Nara Mansur Cao me entran ganas de decirle al mundo: cuando sea grande quiero ser como ella. Y, obviamente, no me refiero a vivir en Buenos Aires, sino a escribir alguna vez El trajecito rosa. A tener su pelo desenvuelto, a entender el mundo como si fuera una revista de frases memorables y bellas.
El trajecito rosa es un ensayo sobre las posibilidades monumentales de la belleza. En ese poemario me interesan dos estados esenciales: la investigación rosácea del mundo y el aliento modélico del rosa en el arte de los copistas.
Ningún rosa es totalmente auténtico: ni el del Jackie Kennedy ni el de Joseph Beuys. La inutilidad y la fragilidad del rosa, la cita y la provocación en timbre rosa, me parecerán siempre una manera de interpretar y subjetivar el mundo como operaciones únicas de Nara.
Sobre todo, porque Nara no vive en Cuba pero escribe la poesía más cubana que existe, y la sigue escribiendo desde que nació su hija Emilia, que es la adolescente argentina más afinada que conocí.
Recuerdo que quería hablarles de tres obras de teatro trágicas, familiares y abandonadas. Pero no puedo, ahora no puedo, como tampoco puedo escribir una crónica, ni antes ni después.
Yo descubrí que escribir me hace más bien que el zumba, así como el teatro me hace más bien que el sexo.
En un tono tan mísero, cronista no soy pero hago pucheros con todo, especialmente con la poesía de Nara Mansur Cao y con los unicornios rosas que no me puedo comprar porque no tengo dinero.
Es decir, tal vez si uno volviera a una ciudad con dinero, esa ciudad cambiaría. Pero esta segunda vez en Buenos Aires es mi primera vez más pobre fuera de Cuba, aunque es la única vez en la que he sido totalmente feliz porque es la primera vez en la que me he enamorado fuera de Cuba.
Mi amiguita Claudia y Nara son mujeres activas. Claudia toma más Uber. Nara camina más rápido. Con las dos me detengo a pensar en la ciudad visitada por segunda vez.
Nara me llevó a ver teatro musical, una versión pacata y envejecida de A chorus line. Nara iba vestida elegante, como siempre. Ella lo mismo sabe de poesía que de “ferias americanas” y marcas de lujo con rebajas.
Claudia me lleva a comer a La Panera Rosa. Claudia es amable, como siempre, me quiere invitar otra vez, me señala con el dedo la comida vegetariana más rica que me voy a comer en esta ciudad.
De las dos, admiro que sean tan altas; hay algo en su tamaño que no me hace parecer diminuta, quizás menos elegante, más dada a menearme hasta el suelo y quedarme allí, incapaz de dar saltos asombrosos pero apta para el meneo.
También pienso en Valeria, otra mujer. Tengo ganas de conocerla más, de escucharla, sobre todo porque la semana pasada me dejó poner música desde su móvil en una fiesta.
Como también tengo ganas de escribir una obra para Greta, otra mujer a la que Rogelio Orizondo le prometió hace cinco años que le escribiría un monólogo.
Greta me recuerda a las mujeres de las postales de los años veinte. En la terraza de su casa, en su azotea, el sol y las flores de mármol me dijeron cosas sobre la historia de la arquitectura y el comercio judío en Buenos Aires. Greta vive en un edificio de finales del siglo XIX, construido por un judío para rentarlo a familias judías de comerciantes.
Y en medio de la efusividad de volver, a causa de mi carácter aprehensivo y la aspiración infantil de querer comprenderlo todo, me encuentro haciendo stickers para Larry, porque no hay mayor placer que hacer lo que Larry te pide.
Una foto de Sylvia Plath. Una frase de Bad Bunny: “No me vuelvas a decir ‘bebé’”. Claudia, Nara, Valeria y Greta me dan la idea para hacer ese homenaje con peste a sátira menipea. Excéntrica malhumorada y chea que soy, me digo a mí misma. Aprende de Robertiko Ramos a defender a Bad Bunny; aprende de él cómo ser una voz en la democracia de las redes sociales, supera tu primera clase de zumba.
Pero sigo con mi euforia. Sigo con la euforia y la emoción de Panorama Sur, este seminario intensivo que te permite amar y conectar con autores de Hispanoamérica que, como tú, caminan por las avenidas de Buenos Aires haciéndose preguntas sobre la utopía y el futuro.
En serio: de todos esos autores me enamoré de modos diferentes, y yo no quería enamorarme, pero no puedes controlar la emoción de la milonga, como no puedes controlar la ansiedad por devorar el dulce de leche, como no puedes controlar ese terror que sientes de morir o de estar realmente ante el otro.
Cuando viajaba a Buenos Aires, pensaba que allí me convertiría en más feminista, en más conceptualista de mi libertad sexual y de género. Bailando zumba con mujeres que cubren sus cabellos para que solo puedan verlo sus esposos, me sentí derrotada por un abismo que no tiene que ver con mi deseo de expectación o activismo, sino con una hegemonía de la sobrevivencia que nos mata los argumentos y que anula muchas ideas políticas.
Mi amiguita Claudia, que no es religiosa ortodoxa, escucha mis preguntas predecibles, ingenuas, me dice. Ellas vienen a bailar para ser felices. Me siento sin derecho a juzgar o a escribir sobre esa felicidad. Yo no sé escribir sobre la felicidad. Nara escribe manifiestos felices: me reconozco en esa felicidad suya teñida de ausencia.
Mi militancia es tan tonta, tan ingenua, no sé describir lo que me pasa. Pienso en Paco, mi mejor amigo de Panorama Sur: él ha dicho que mi cerebro funciona a mil revoluciones por minuto, que por eso nadie me entiende totalmente cuando hablo y hablo. A mí me gusta la velocidad de Paco, es la velocidad de lo verdadero. Sin saberlo, vine a Buenos Aires para aprender sobre lo verdadero.
También vine a escribir un texto de teatro, a recibir una inyección de deseos, pulsiones, performatividades e ideas. Vine a buscar direcciones en un mapa, a tomar el subte y bajarme todos los días en la estación equivocada. Vine a preguntarme por los cuernos de unicornio, la resiliencia, la novedad en el mundo.
Pero de todo eso, baby, de todo eso que se configura como deseo y motivación artística, tengo que decirte que me afectan tres obras de teatro. Sus títulos: Tiestes y Atreo, de Emilio Wehbi, Imprenteros, de Lorena Vega y Los amigos, de Vivi Tellas. Y lo que me conmueven de estas tres presentaciones es su urgencia estética. El cuerpo, la memoria y la migración. El sacrificio trágico, la justicia familiar y los senegaleses vendiendo gafas por la calle.
Llevo días pensando en esta idea de Suely Rolnik, no es la frase de ella que más me ha matado, pero no me la saco de la cabeza: “la acción artística […] interviene en la tensión de la dinámica paradójica ubicada entre la cartografía dominante, con su relativa estabilidad de un lado, y del otro la realidad sensible en permanente cambio, producto de la presencia viva de la alteridad que no cesa de afectar nuestros cuerpos. Tales cambios tensan la cartografía en curso, cosa que termina por provocar colapsos de sentido”.
Hago pucheros, muchos pucheros al partir.
En mi primer vuelo voy sentada sola y escribo algo muy triste para publicarlo en Facebook.
En mi segundo vuelo viajo rodeada de niños y señoras escandalosas, que vienen a La Habana a celebrar el 55 aniversario de boda de Ernesto y Luisa. No me dejan dormir.
Los ojos me lloran solos, baby, sin poder abrazar a mi amiguita Claudia, sin poder decirle a Nara que quería verla todos los días, baby, con diez unicornios en mi maleta que me regalaron Nara, Claudia, Taimy, Greta y Valeria.
Me espera lo peor.
BABY
¿Por cuántas cubanas en Buenos Aires vamos?
BABY
¿Por cuántos colchones en el suelo?
BABY
¿La Revolución solo la producen los conejos malos?
BABY
¿Sobre qué abortos y qué nacimientos habla la palabra Revolución?
BABY
¿Comprar rúcula en tu Revolución te hace unicornio?
BABY
¿Fan a Ricky Martin?
BABY
¿Bailando Solo de mí en la clase de zumba, pensando en Larry?
BABY
¿No tendrías que hablar aquí de tus amigas inmigrantes en Buenos Aires?
Little Girl Lost
Yo nunca fui niña puta, ni niña marimacha, ni niña boba: yo fui una niña mujer.