¿La moral de la tropa, como dijera el militar prusiano Carl von Clausewitz, es el arma más letal?
La moral y la tropa son el odio, presentado en la novela Clausewitz y yo por un personaje: el hijo, quien dictamina un “final” necesario (¿justo?, ¡justísimo!), sin refunfuñar de más. La medida es el hijo que vocifera, como quien lega sus últimos deseos sobre el gran fracaso del mundo construido en una casa por un padre.
Letal:
“A mi padre lo maté de un tiro en la frente. La bala, una de esas redondas que se usan para matar animales, le entró por el borde superior de la ceja derecha y le salió inmediatamente por detrás, llevándose con ella parte de su cabeza, su pelo, su sangre, sus venas…, e incrustándolo todo en la pared. Si dijera ‘estoy feliz’ o ‘finalmente di caza al estúpido marrano’, mentiría” (p. 11).
Así comienza esta novela del escritor cubano Carlos A. Aguilera, recientemente publicada por el sello editorial Esto no es Berlín. La letalidad del disparo tiene la astucia de fundirse con la recanalización del odio a lo largo del libro. Estado odioso ante el padre, ante la Securitate, ante los abusos. Estado, no ya de una teoría de la guerra, sino de una teoría de la paternidad patética, no ya únicamente de las citas, las acciones y sus consecuencias en Estados totalitarios (astrohúngaro aquí y acullá), sino de esas causas/marcas que han precedido un crimen (histórico): el ajuste de cuentas al gordísimo de papá (úsese siempre, en estos casos parricidas y literarios, una Remington vieja).
En Clausewitz y yo, el simulacro (taxidermia o propiedad inherente a la televisión) puede ser la resistencia, el precedente, aquello que origina el plomazo, un principio de actos que se repetirán para siempre en las goticas de sangre y la reproducción de las grotescas acciones del padre con la madre y el hijo. Hábitos que pasan sin culpas. A fin de cuentas, el protagonista no ha creído ver algo satánico en los ojos de su padre: como le sucedió al pintor Richard Dadd, ha crecido ungido por ese padre “asesino”, “déspota”, “viejo”, “asco”, “atroz”, “gordo”, “soplón”, “profanador”; ha comprobado que lo “satánico” sucede sin demasiado ruido en una habitación en la que el padre viola a la madre, por ejemplo.
Clausewitz y yo leído como una representación del terror contemporáneo: ese terror que obsesiona al narrador y le hace escribir, como quien codirige una película de Roy Anderson con el arte de Vitto Aconci.
El terror en esta película alcanza su “dimensión Aguilera” fundiéndose con la estética receptiva del reality show: yo, sentada en una habitación sin ventanas, leo una novela que dispone, desde la crueldad doméstica, la violencia primitiva de los sistemas afectivos y políticos; violencia que halla en el orden familiar su campo de acción proverbial, y en la ideología el vaho de la opresión contemporánea.
Clausewitz y yo representado en una lectura que ondula entre la contemplación descriptiva y las seguidillas constantes de lo siniestro antes que las catarsis moralizantes, porque los hechos son los hechos y las acciones humanas son las acciones humanas y todo no es más que el zigzagueo del hijo asqueado, jamás arrepentido. El efecto de esa reverberación torcida produce una prosa original, capaz de sacudir teatralmente, y, como en el teatro, autosuficiente en ese monólogo nolineal; como en el teatro, capaz de proporcionar a la literatura la asfixia y el placer del oprimido rebelándose.
Clausewitz y yo suena como si existiera una banda punk astrohúngara que actualizara la obra de Edmund Burke. A eso me suena desde que empiezo a leer.
Hablemos del sonido en la novela:
“Del huequito aún le salía sangre y, ese huequito, más el huequito exacto, redondo, fotogénico, único de la pared, formaban una extraña simbiosis, una conexión difícil y seductora, tal como pensé después de darle una, dos, tres patadas en su cabeza y comprobar que no se movía.
Una conexión difícil y seductora…
Ahora debo ir a comprar vino. Mucho. ¿No dicen que Clausewitz dijo que el hígado humano si se deja reposar en Borgoña sabe de manera intensa a conejo…?” (p. 46)
Hablemos de las acciones:
“¿No es precisamente el delirio lo que no nos deja observar lo más importante?, subrayaba mi padre y mi madre y hasta los conejos muertos un par de horas atrás y que ahora esperaban su turno en una pilita en el salón de la casa” (p. 50).
Hablemos de la sopesada tiniebla en la que ese corazón de Europa viene a desgajarse:
“¿No ven cómo toda la fuerza de Europa se concentra en estos tres puntos? Y señalaba con el índice tres bolitas negras que decían adentro Cracovia, Zagreb y Budapest” (p. 60).
Clausewitz y yo es una novela exquisita por el odio, esa mínima guerra engordada, esa mínima guerra enferma, esa mínima paralización que es la represión y el asco.
De cualquier modo, cuando una novela pervierte su propio sistema, con autorreferencias tales como: “Mi padre era un gordo. Un gordo muy gordo muy gordo, tal y como relaté antes en Clausewitz y yo (ver página 9). Texto donde fui trazando el espacio donde ambos, en línea recta y casi siempre sin mirarnos, nos movíamos”, pervierte a consciencia ese para qué de lo narrado, esa situación de inagotable reescritura.
Entonces, la novela es por sí sola una máquina para cuestionar lo heredado, haciéndolo desde la sutileza de estas preguntas: “En caso de defunción, ¿quién debía heredar esta caravana horrible de engranajes y ruedas y números ordenados según países y colores? (p. 64)”; “¿Sabe alguien a cuánto se cotizan en un anticuario 1 557 cabezas de conejos? (p. 105)”.
Una herencia es un arma letal, armada letalmente de la intensidad y la suficiencia. Clausewitz y yo se focaliza en incidentes que recuperan los vestigios de una guerra que no termina. No termina en el campo de concentración, en el gulag, en ninguna parte de la mente machucadísima del hijo. Y saberlo es el mayor vestigio que siguen dejándonos las teorías de la ciencia militar moderna.
La moral de la tropa, ya lo dijo el militar prusiano, es el arma más letal.
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¿Quién es Leopoldo Ávila? O, más bien, ¿quién era, quién fue, Leopoldo Ávila? El principal sospechoso, Luis Pavón, murió hace algunos años; el otro, José Antonio Portuondo, lleva más de dos décadas muerto. En todo caso, la identidad del seudónimo no es tan importante como su sentido.