El conocimiento de las especies

Conozco a una mujer trans que trabaja como secretaria. Le gusta mostrar sus piernas; si alguna vez le preguntan por qué tanto amor por la minifalda, ella responde que en sus muslos radica su mayor virtud. Usa zapatos altos, combina con no poco riesgo sayas y tacones de colores estridentes, sublimes. Una vez que me doy cuenta de la tersura de sus tendones y rodillas, no dejo de mirarle las piernas. 


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Conozco a un niño que aspira a ser pianista. Así, de la nada, después de no ser aceptado en escuelas de música, el niño compone su primera balada: Noche de pinga. Una balada melancólica y tremebunda, mucho más para un niño de siete años que ya tiene capacidad suficiente para pensar en la mano izquierda y en la mano derecha si se trata de escribir música para piano. Escuché, esperando representarme mentalmente esa angustia nocturna y prematura del niño. En efecto: la balada recoge el empingue más tremebundo que oídos humanos han conocido o conocerán. Y lo digo sin convicción, porque yo sí que conozco esa fuerza que retrotrae una noche infame, lo mismo que una existencia anacrónica.


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Conocía a un hombre parecido a Jakub, el personaje de La despedida; pero conocía más al perro de ese hombre. Un perro desconsuelo que venía acompañado de unos piñacitos en la úlcera. 

Una úlcera es una cosa que se hincha y se redondea en el abdomen. Una úlcera no se parece a un feto. Jakub es una úlcera del sistema: como todo hombre, si se controla, sobrevive; si se descontrola, no será libre; si no puede controlarse, o no sabe descontrolarse, este hombre está destinado a pensar que el suicidio es una forma de libertad

¿Existen perros libres? ¿Perros suicidas? Existe Milan Kundera. A Jakub nunca le conocí, pero él sabe que yo detesto que a las mujeres, en la literatura, las conviertan en víctimas o en fierecillas o en úlceras bellamente descritas.


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Conozco a una madre que vendía torticas. Cuando no tuvo ingredientes para vender torticas empezó a hacer cremitas de leche. Cuando no tuvo para las cremitas de leche empezó a hacer bolitas de coco cubiertas de caramelo. Cuando ya no tuvo ni coco, ni azúcar, ni una bandeja metálica o nailon para cubrir las bolitas, la madre y yo nos conocimos. 

Me atreví a preguntarle cosas personales. En realidad, no hacía falta preguntar mucho: la gente en Cuba, en La Habana, no se concentra demasiado en la forma de una pregunta, sino en la existencia de un oído atento; si se detecta esa capacidad de escucha en el interlocutor, hablarán confiadamente de lo que sea. 

La madre me cuenta que, a falta de todo, tuvo otra idea: empezó a vender partes del cuerpo. Un dedo. Un brazo. Un ojo. A través de un grupo de Telegram, subasta lo que tenga que subastar de su anatomía maternal, lo que pueda extirpar y curar a base de Paracetamol, que es lo único que tiene en el botiquín. 

Ante mí, llena de cicatrices, mutilada, ella me dice: “No sabría cómo explicártelo, niña, pero el único ingrediente que me queda soy yo”.


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Conozco a un señor que tiene el hábito de pararse en calzoncillos en el balcón. Se las da de buena persona, dice que él no tiene nada que ver con la chusma de la cuadra, que él sí llama al Municipio, a la Provincia, al PCC, a la Dirección Provincial de no sé qué, para decirles las verdades, para quejarse por las malas decisiones. Vocifera todo eso porque le sale de su cuerpo feo de señor parado en calzoncillos en el balcón, y porque su autoestima es más grande que la autoestima del Gobierno cubano. 

Me traumatiza. No por el desdén, o porque me moleste su exhibicionismo: a mí particularmente me da igual un calzoncillo azul o gris, ripiado o deshilachado; me da igual este señor que sueña con ser delegado o miembro del Buró Político o disidente de la tercera edad o nudista centrohabanero. 

El trauma tiene que ver con su voz, con esa impostura en el balcón. 


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Conocí a una profesora de piano que mezclaba en una conversación la dieta keto y el Octavo Congreso del Partido. Todas las palabras que usaba rimaban con “continuidad”. Se trataba de un monólogo humorístico con maldad, atrocidad, actualidad… 

La profesora de piano sonríe malévolamente, como si no le importaran las teclas que tiene que tocar para que cualquier cosa que salga de su boca suene a terquedad, radicalidad, vaguedad… 

La profesora de piano lleva un vestido negro y cruza las piernas y expone hipótesis sosas sobre el futuro. 

No sé si es santanilla la proteína que me recomienda, o si es falta de tortilla lo que enrarece su habla; simplemente me asombra que su monólogo, el monólogo de una profesora de piano, afín a la dicotomía de las redes sociales isleñas, no se concentre lo suficiente en probar la familiaridad conceptual entre una dieta keto y un congreso del PCC.


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Soy una hormiga, nunca me conocí

Nunca me conocí, aunque tampoco me desconocí. Soy una hormiga; me parten el cuerpo en dos y me quedo unos microsegundos aguardando.

¿Qué aguardo? Algún atisbo de compasión, una mano que cuidadosamente me lleve a la tierra, me ponga entre las hojas secas y quemadas, me adhiera a la naturaleza de la maceta y convoque con ello a otra vida: una vida de hormiga conocedora de la vida misma. 

Nunca conocí la vida. Al menos, no la vida como la entienden las personas que tienen manos y dedos para asesinar hormigas a diestra y siniestra. Nunca conocí a una persona a la que le desprendieran la cabeza del cuerpo. O tal vez sí, pero no lo recuerdo. A fin de cuentas, mi relación con las personas está bastante sesgada por mi tamaño. 

Siendo una hormiga, no me identifico demasiado con historias grandilocuentes o terroríficas. El rocío me basta, el cesto de basura me basta, la olla metálica me basta. 

Yo andaba muy oronda por el suelo húmedo, y buscaba, no puedo negarlo, a mi manada, mi manada de hormigas que compartían un único cerebro; pero me fundí, por eso caí en tu brazo y quise conocer lo que tu brazo podía darme. 

¿No cae una hormiga en un cuerpo para saber lo que ese cuerpo puede darle? 

Nunca me conocí hasta que me partiste en dos, y ahí recordé las flores de la mesa del comedor, el azúcar del café, las boronillas de pan, el cebollino hediondo, la ardiente consagración del plato vacío sobre el que sorber y beber. 

Nunca me conocí hasta que una mano déspota me libró. De eso se trata el conocimiento, ¿no? El deseo de reposar en una hoja seca y quemada y ver pasar los recuerdos sobre el polvo y el viento y el desvío. 

Desviada, en el aire, sin ninguna otra observación sobre las especies que esta aceptación: soy una hormiga y me conozco hormiga. Ya, no tengo nada más que decir, desear o hacer.




Martica Minipunto

Mi copa menstrual y yo

Martica Minipunto

Quizás no escribo esta columna por mi copa menstrual, como tampoco la escribo por el encierro, o por la tristeza honda. La escribo cuando me pregunto a solas: ¿Por qué esconder mi sangre? ¿De quién la escondo? ¿A quién no quiero hablarle de mi menstruación? ¿Soy capaz de leer mi futuro en “la sangre derramada”?