La foto del hijo muerto

Mis labios gruesos son los labios del hombre que custodiaba el Cristo de La Habana. El fotógrafo me mira en el balcón, quiere convertirme en ese hombre del pasado. Aquel hombre, descrito en una crónica, ha muerto. Como yo. Madre, déjame contarte por qué.

Quien mira la foto, desea mis labios. Quien mira la foto, mira mi boca y es incapaz de imaginar mis tatuajes: un diamante, una estrella y muchos tribales.

Los ojos entrecerrados. Parezco relajado. La vida simple. 

Cierta tozudez o picardía en mi retrato. Cierto descuido en el pelado, nada demasiado simétrico o liso. 

Así me gusta, madre, así soy yo.

Cuando esbozo esta sonrisa, como señal vibrátil entre los labios, como un beso largo, se nota que estoy vivo. Todo cuanto conozco está ahí: en el cuello, en el lunar. Ese es el Punto de Erb, el límite inferior y las ganas de eyacular. 

Al nacer, tú frotaste con tu dedo índice el lunar, madre. Después me besaron ahí, con ligereza, todas las mujeres que me amaron.

Los árboles le canturrean a este joven cubano sudado que soy, el más común de los jóvenes cubanos, ¿no? Tu hijo, tu único hijo. Dejo lo simple tras mi muerte: fui un hombre, estuve vivo entre los vivos.

Puedo mirarte fijo, sin miedo. Ahora no existe el miedo, es cierto. En el balcón del fotógrafo o en el Cristo del escritor o en el cuarto de Centro Habana, no siento pánico alguno, madre. Estoy en la fiesta; esta madrugada salgo a luchar por mi vida en un transporte cualquiera rumbo a la sala de Urgencias de un hospital: velorio o fiesta, me confundo. 

Yo estoy ahí para morir. 

Estoy en tu oído y en las vaginas de las que me amaron. La totalidad es posible ahora. Las muertes injustas no buscan un porqué, pero aspiran a la totalidad del goce.

De máquina respiradora a máquina respiradora, de brazos a brazos, de deseos a deseos. Una muerte lenta. 

Nada amputado conserva la muerte. Quizás la paz sostenida y la música de las direcciones hospitalarias. 

Nadie sabe por qué se muere el hijo que soy. Que nadie diga nada. Ha muerto lo simple. Los médicos chocan entre ellos a la hora de decir cuál es el estado del paciente. Lo saben, pero no lo dicen. Tocan mi cabeza, pero no confiesan. 

De muertes a muertes, de diagnósticos a extremidades, de caminatas a caminatas, lo que aprendí no se lo digo a nadie. 

Sin autopsia, sin causa, sin estómago. 

La muerte no conserva nada.

Al tomarme la temperatura se olvidan de mis labios, del erotismo, de las ganas de besar: unas ganas de besar y de eyacular persistentes. Del hospital a la casa, aunque esté grave. No hay razón para ingresarme en un hospital. 

Ahora se olvidan de decirte que el hijo pudo salvarse, y que no hay vuelta atrás. La justicia es olvidadiza y la saliva también. Y nada de esto es un porqué.

Me dijeron que no era necesario nacer, madre, mucho menos en Cuba. 

Los que te dictan el antes y el después, con sus musiquitas del destino y con sus pactos sin preguntas; los que repitieron, mientras iba de hospital a hospital: ¿estás seguro de que hiciste bien en nacer?, deben burlarse de esta muerte más simple de lo esperado.

Mis pies, madre. Mira mis pies que vinieron a caer, a tomar lo que consideré mío. Míralos responder a esa y a todas las preguntas, y a todas las burlas, y a todas las omisiones. 

No era necesario nacer, menos en esta isla.

Repito el gesto de la foto, a pesar de la maquinaria clínica atravesándome. A pesar de los que se acercan para decir: ¿estás seguro de que hiciste bien en nacer?, ¿nacer en 1997?

En el hospital, constataba a veces que la vida seguía allá afuera. Verificaba si la gente persistía en las colas, si los vivos seguían peleándose por comer, si todo este tiempo en una sala de hospital sería una película breve que acabaría de súbito y yo volvería a las mismas rutinas que ellos, con el objetivo de alimentarte, madre. 

Morir como se mueren, injustamente, todos los días, los jóvenes que nacieron con la equivocación, los nacidos como yo. 

Morir, y que nadie lo sepa.

Te imaginé cantándome al oído y molestándome, porque la ternura molesta. A veces te pedía que no cantaras, y ahora lo único que se escucha en la sala de hospital es tu voz.

Aquí no hay afuera ni adentro, no hay noticias ni justicia, no hay disparos, solo están mi oído y mi espalda sudando la sábana arrugada, y mis ganas de acariciarme el cuerpo, de humedecer los tatuajes y pensar en todas las bocas que besarían este lunar. 

El escritor o el fotógrafo no se sienten agredidos por lo joven que seré para siempre, en la foto y en la crónica. A mi madre le duele la foto: seré el modelo que nadie reconocerá en las colas del pollo.

Mis ojos, madre, sobre todo las pestañas: déjalas en algún lugar familiar, como la hierba y la tierra. Déjalas abatirse por el viento en el cementerio. 

Que estés en silencio, madre, como lo estoy yo, y que encuentres en ese silencio una risa nuestra, una risa que no sería posible si no comiéramos juntos pan con aceite y sal, y pan con aire, y pan con vacío.

Mi frente, madre, el sudor de mi frente: déjalo en alguna esquina de la casa, para que te proteja. Así no será necesario volver adonde fui rebelde y tuyo y de la calle y del estómago débil y enfermo. 

¿Nacer para tener un estómago débil y morir tan joven? 

¿Será por el hambre? 

Nací en el reino de los nadies, no nacidos. En el reino de los que viven en Cuba. 

En el reino de las ambulancias y los traslados y los diagnósticos fallidos y las autopsias no realizadas. Un nombre en un papel, los respiradores usados, las sábanas que serán lavadas, y otro amanecer.

En el reino de los nadies, madre, soy tu hijo con ganas de pestañear y usar una peineta de carey, como esos aretes de la foto de cumpleaños. No los olvido nunca, madre.

Son los primeros días de julio y ya han llorado y han clamado otros hijos muertos. Me gusta verte feliz, madre, como si no te importara el mundo, porque al mundo no le importamos los nadies. Puedes estar triste hoy, pero sonríe mañana, mirando esta foto.

Madre, todo es común: el médico que da la noticia hoy, esa mujer que llora a pesar de no conocerme, y los otros hijos que serán acusados, después de muertos

Madre, recuerda dejar mi cabeza en medio de la calle, para que vean al hijo que murió sin razón en medio de una pandemia

Madre, recuerda enseñarle esta foto a todas las mujeres que me amaron, y a las que desearán besarme a través de la pantalla del móvil. Los nadies tenemos el encanto de nacer equivocados, de nacer condenados. 

Todo el que mira esta foto o lee la crónica del escritor, recuerda que me reí bajo la lluvia y que caminé largas distancias para llevarte comida. 

Del balcón a la muerte, madre, diciéndote: 

Seré siempre un hombre de 23 años con un diamante, una estrella y muchos tribales.


La foto del hijo muerto - Martica Minipunto

A Jorge Enmanuel Pérez Auer, marzo 18, 1997 – julio 1, 2020.
Fotografiado por Armando Medardo Pintado Vitier.




Everglades: la literatura no importa - Martica Minipunto

Everglades: la literatura no importa

Martica Minipunto

Everglades: salvajismo, histerización, excentricidadEverglades: lo único que me enloqueció durante una cuarentena en La Habana, y que verdaderamente definió mi training de lengua, mis fiebres de hembra. Es una suerte que Everglades todavía sea literatura: la necesaria, la enloquecedora.