“A ti te va a gustar la historia del Abra de Mariana, un cañón como de trescientos metros que está en el valle. Esa historia tiene que ver con Guaibanó, el indio. Mira, Caujerí era…”.
Ahí lo interrumpo, saco mi celular: “¿Puedo grabarte?”. Entonces mi papá me habla de una historia de amor.
Su fábula mística dura 1 minuto y 59 segundos.
Puriales de Caujerí es un poema de Soleida Ríos
Caujerí es un enigma, algo que nombro y se desvanece.
“Tú no naciste en Puriales, mijita”.
Eso fue lo primero que me dijo mi mamá cuando le mandé la nota del premio de La Gaceta de Cuba. La becada del Caujerí, ubicación apócrifa que embellece documentos así de imprecisos y borrables. Escrita por Jamila Medina Ríos, la nota refería a la foto de portada de mi libro Días de hormigas: foto tomada en el lugar donde fui concebida, en el año 1990.
Pero lo que Jamila tenía en mente era “Puriales de Caujerí”, un poema de Soleida Ríos (en La Siempreviva. No. 17, La Habana, 2013, p. 3):
“Un curujey prendido a un jobo. Bebe
agua clara. Cojea
(¿iodoformo, algodón fenicado?)”.
Y ahí estaba yo, “nacida” en Puriales. Suena exótico, dirían los observadores literales; pero es como si mi nacimiento planteara una hipótesis hortícola, una hipótesis futura. En lo apócrifo, agua del curujey, renazco.
Y ahí me encontraba a mí misma, en los versos de Soleida Ríos: versos que nombran a José Kozer, y donde José Martí calma su sed. Quise con estas palabras etnografiar el origen; busqué libros, tesis, tablas demográficas y resúmenes de botánica que describen y sitúan.
La verdad, recuerdo haber nacido allí a través de Soleida, salirme de su garganta y vivir.
Guantánamo, la quejumbrosa voz de un indio muerto
Esto comienza en 2001, cuando yo tendría diez años. Estaba en quinto grado y llevé al aula mi tarjeta de menor. La “G” grandísima de Guantánamo funcionó como un detonador: cuando leyeron el lugar de nacimiento, todos empezaron a reír.
En aquel momento sabía muy poco de Guantánamo, aunque había pasado allá mis vacaciones de 1998. Como nunca viví allí, me avergoncé cuando me cantaron la “Guajira guantanamera” de Joseíto Fernández. Me avergoncé de que me gritaran guajira, de sus risitas, de sus “¡ño, páfata oriental!”.
La Habana es un lugar hostil para el emigrante. La Habana es una ciudad hostil para las mujeres como mi mamá. La Habana es una tierra de nadie, pero siempre escucho decir que los problemas los traen los emigrantes.
Si eres de provincia te tocan hostilidades, muestras de odio, chistes violentos. Si tu mamá habla, le dicen: “Tú no eres de aquí, tú eres del campo, tienes un cantadito de Oriente”. Una mujer inscrita en Guantánamo, no tiene por qué vivir en La Habana.
Hoy me arrepiento de todas las veces que negué ser de Guantánamo; momentos en los que, vanidosa, cuando me preguntaban, mi respuesta era: “Nací en el Vedado”. Suponía que ahí es donde nace todo el mundo. “En Maternidad de Línea”, añadía.
Ahora también me avergüenzan los chistes que le hice a mi mamá: “Acabaste conmigo, ¿no podías parir en La Habana?”. La frivolidad y el desconocimiento te dan el poder de decir estupideces, y mi mamá se comió toda la sarta de reproches con que me habían envenenado a los diez años. En la crueldad de una niña se reproduce un sistema xenófobo y absurdo.
En algún momento impreciso, rompo con esa ideología. Le he pedido perdón varias veces a mi madre. Nadie más le ha pedido perdón.
Ella quería que su primogénita naciera en su casa, y con el amparo de su familia. Luego llegó conmigo, y con una carga muy dura de “agregada”, a una ciudad segregacionista.
Aún hoy, cuando me preguntan por mi lugar de nacimiento y digo: “Guantánamo”, vienen las alharacas. Todavía hay quien se sorprende y me dice: “Terrible, niña, desde qué lejos llegaste”.
Tardé un poco en aceptarlo, digámoslo claro: no sentía una relación especial ni afectiva con ese origen; mi mamá viajó a La Habana conmigo en sus brazos, y yo tardé años en volver. Era tan solo un punto geográfico, una “G” altísima, de caligrafía bella, escrita en una tarjeta de menor roja, que hoy está perdida.
No puedo hablar de Guantánamo, conozco poco esa provincia, pero en el año 1998 hice un viaje que fue el más largo de mi vida. Me subí en el tren con mi abuela para ir a pasarme dos mes en el origen del mundo: el lugar donde primero amanece en la isla de Cuba.
En el viaje de regreso a La Habana, el tren se averió y se detuvo en medio de la nada. Durante las 26 horas que estuve en el asiento de la ventanilla, por mi cabeza pasaron años. Mi abuela me pasaba la mano por el pelo, sacaba un pozuelo con comida, me juraba que lo iban a arreglar rápido. Yo me preguntaba qué pasaría si no lograban arreglarlo; creía que tendríamos que llegar a La Habana caminando, nos veía a mi abuela y a mí siguiendo la línea del tren con el equipaje a cuestas.
Finalmente llegamos. Yo llevaba una saya de flores y una blusa azul, esa era mi ropa de salir. Las telas estaban manchadas por el carbón. También tenía manchados el pelo y el cuello.
Mi mamá estaba embarazada de mi hermana. Cuando nos vio bajar del tren empezó a llorar.
Mi mamá me preguntó al oído: “¿Te gustó Guantánamo?”. Yo le respondí: “Se parece a ti”.
Y allí, mientras me abrazaba en la estación, mi mamá se hizo pipí. Mi hermana le apretó la vejiga para que soltara un grandísimo chorro de orine y salpicara a todos los trenes oxidados.
Ese viaje interminable es una película sobre Guantánamo que nunca se va a escribir. Una película junto a mi abuela, que dice que nunca más quiere volver a La Habana.
Guantánamo es un alacrán, 1998
De seguro volveré a Puriales de Caujerí, aquella burbuja natural en la que me concibieron. Alguna vez pegaré mi nariz en la tierra para descubrir que mi historia está ligada a ese tiempo, a la desorbitada naturaleza del valle.
Mi nariz en la piedra para olfatear los suelos aluviales, profundos y pedregosos, y meterme de cabeza en una dimensión tropical y latosólica.
Con estas palabras, copiadas de un estudio geofísico, coloco la nariz en la pantalla. Alguien me escribe: “tú no te avergüenzas de usar las palabras bonitas”.
No me avergüenzo en absoluto: que un sitio web diga que yo nací en Puriales de Caujerí debe ser lo único bonito que leerán sobre mí.
Me he consultado dos veces, y en cada consulta tuve la intuición de que mi vida no era lo que yo había vivido. Me hablaron de tierra, de raíces y de un dolor muy antiguo. Yo siempre tan citadina: ¿de qué vegetación hablaban? Asumía que ese dolor era el de mi tatarabuela del Congo, Lifonsa Béquer, o lo relacionaba con algún dolor que estaba allá en Guantánamo.
Me mencionaron rodillas, uñas de los pies, y mucha humedad que venía del monte. Aseguraron que siempre tendría problemas en los huesos por un pasado ligado a la sangre. Las dos espiritistas describieron el espíritu de una mujer que me cuida; la prueba de su existencia está en tres incidentes en los que fui salvada, y no precisamente por la suerte (inconsciente y en peligro, terminé llegando a casa por mis propios pies; estoy segura de que una voz me guiaba).
En 1998, en Guantánamo, caminabas por la calle Beneficencia y en cada cuadra se reproducía “Así fue” de Juan Gabriel. Para mí, Guantánamo es esa canción. Encabalgada, tarareada: “No te aferres, ya no te aferres…”. Una canción que se completaba por pedazos, en las voces de los hombres y mujeres que la cantaban a toda hora.
En 1998, en Guantánamo, nos sentábamos en el suelo para ver Aguas mansas. Era emocionante ver la telenovela colombiana tirada en el suelo y fingir que el mundo se detenía. En el suelo de casa de Minerva, que era donde único había un televisor en la cuadra, mis primas y yo nos emocionábamos.
Recuerdo un parque de diversiones. Recuerdo que robamos maracuyá y granadas de los patios de al lado. Estoy en la cocina y escucho el llanto del puerco mientras lo matan: un chillido que no olvidaré nunca. Le echamos sal a la babosa para verla morir estallada. Mis primas decían que eran venenosas, las llamaban plagas y con eso justificaban su muerte; pero en realidad lo que queríamos era ver cómo el molusco se hinchaba, reventándose.
Yo miraba de cerca al alacrán. Siempre me advertían: “No lo toques”, pero a mí me daban ganas de agarrarlo con las manos; deseaba morir en el baño gris de la luz amarilla donde los alacranes hacían fiesta de noche, llenarme de alacranes el cuerpo, saber qué se sentía.
Mis primas y yo teníamos cada una un chicle, y lo pegábamos en el borde de la cama o en un espejo que había en el cuarto. Las tres, en la misma cama, teníamos los mismos sueños. El chicle quedaba en espera, cada noche se transformaba en una piedra con minerales, aguardando por nuestra baba matutina para recuperar su elasticidad.
Un chicle revivido durante dos meses: cuando me lo metía en la boca, suponía que ese era el sabor del aguante.
Guantánamo tiene el sabor del aguante. La última vez que mi hermana Mariana y yo viajamos a la tierra de Cadenas, el apellido materno, dormimos abrazadas en una camita y nos dijimos bajito: ¿Tú y yo aguantaríamos?
Mi primera menstruación fue en Guantánamo, como a los nueve años. Jugábamos en casa de mi prima Ariocha y mi blúmer se llenó de manchas. Si lo pienso ahora, era más que un indicio que mi primera menstruación fuera en Guantánamo y no en La Habana.
Una declaración hormonal. Estar en la tierra lo aceleraba todo en mí.
En la sala de la casa de Beneficencia colgaba una foto grande; mi abuela Martha Luisa le ponía flores. Era el retrato de una mulata bellísima, con un pelo negro sorprendente, que me miraba fijo a los ojos. Después supe que su nombre era Meynalda Luisa Raymond Pérez, y que se había casado con Antonio Ribas Mestre, un gallego del que nunca he visto foto alguna.
Sentada en el portal de mi abuela, mi mamá me contó por primera vez cómo fue vivir después de la muerte de su padre, a causa de un ataque de asma. Esa historia me la hizo en el tercer viaje que hicimos juntas; ya estaba separada de mi papá, creo que yo tenía como doce años. Dice ella que su papá era bajito y gracioso, un buen hombre que murió demasiado pronto.
Me contó que mi abuela trabajaba sin parar para darles de comer. La más pequeña de sus hermanas, Lily, tenía menos de un año. Cuatro niñas chiquitas, una casa de mujeres. Me habló de pobreza, de vestidos nuevos cada semana, de los primos varones que las cuidaban en la escuela. Dijo: “Así es tu abuela, cederista y revolucionaria”.
Me contó que ella y sus hermanas se hicieron “chicas rebeldes”, porque lo normal era ansiar la libertad, así que hacían locuras y terminaban dándole dolores de cabeza a mi abuela.
Cuatro niñas sentadas en ese mismo portal: cintas, pelo desenredado, mediecitas, celebrando un cumpleaños. Así me imagino a las hijas de mi abuela.
Cuatro niñas que saben que la vida también pasará demasiado pronto, y que el sabor del aguante es el gusto de la espera. Como si viniéramos al mundo a esperar.
Mi bisabuelo gallego murió cuando mi tía Lily tenía como tres años. Mientras estuvo vivo, nadie se atrevía a sentarse en su sofá.
Una noche soñé con un alacrán que tenía la cabeza de mi bisabuelo, y me decía: “Mírame ahora, ya estoy muerto. ¿Quién les va a devolver la bodega que le quitaron a tu familia? Esa bodega era mía. Mírame ahora, ya estoy muerto”.
La verdad es que mi mamá nunca me hablaba de Puriales, nunca. Una vez nos encontramos en la calle con una mujer que la conocía de allá, y sus diálogos tremebundos me hicieron especular sobre el misterio de ese pasado.
Tampoco a mi papá le preguntaba por Puriales. Recuerdo escucharle hablar de violencia de género; recuerdo una historia incestuosa que me produjo pesadillas.
Mi papá me contó historias que parecen extraídas de un western spaghetti. Ahora dice que no recuerda mucho. No puedo repetir los hechos: lo que recuerdo es la sensación que me producían. Algo de un padre que quería casarse con su hija. Algo relacionado con una pipa de cerveza, y un pueblo expectante por saber si se podía tomar o no.
Pero la historia de Puriales de Caujerí que me ha obsesionado estas semanas es la que me recuerda a mis dos consultas espirituales, al poema de Soleida y a la fiesta de los alacranes en el baño. Siento que se trata de una historia de rebelión, sangre, tierra y huesos. Una historia con la canción de Juan Gabriel y con el último capítulo de la telenovela, en la que los hermanos descubren que son hermanos.
Lo primero que pretendí con esta columna fue juzgar un territorio señalando el horror. Pero no se trata de eso: el horror habita en todas partes, desde el plato de comida que te llevas a la boca hasta en ese comentario amable de Facebook.
No, no me refiero a esa mueca recursiva. Mi único deseo es no desconocer Puriales. Eso: que Puriales no se deshaga en mí.
Cuando nací, las voces populares de Beneficencia, dijeron: “Esta es la niña que se hizo en el monte, nació en el pueblo, y se crio en la ciudad”.
La niña percibe las voces: la voz de la mulata con ojos grandes, la voz de un poeta, la voz del alacrán mascando chicle en la pared del baño. Lo único que reconoce esa niña que fui, es que pertenezco a la “G” altísima. Pertenezco de maneras no tan banales.
Debo añadir que cuando escuché la voz de Ángel Escobar sucedió lo inefable. La voz de Ángel Escobar aparecía ligada a Guantánamo en otra dimensión:
“Allí revuelve el aire,
atiza el cielo blanco,
repercute
la quejumbrosa voz de un indio muerto”
(en Poesía completa, Ediciones Unión, La Habana, 2006, p. 104).
Esto no es “¡Tierra o sangre!”
En el oriente de Cuba vivían los arahuacos, aborígenes asesinados por el genocidio español. Yucayeques ardieron. Vidas ardieron. Un origen tan fatuo como tan escurridizo en Puriales de Caujerí.
Consta que los indios que sobrevivieron en la región fueron adoctrinados por el Obispo Ramírez.
En 1741, indios y mestizos de Tiguabo y Caridad de los Indios defendieron las costas de una invasión de tropas de infantería británica. Eran los únicos que dominaban el terreno. Me imagino la escena, la batalla: sueño con ese momento.
En 1895, Antonio Maceo sudó por allí. Cristina Pérez Pérez, comadrona y espiritista de Yateras, convenció a los jefes de familia de unirse a la guerra. La noche del 13 de mayo de 1895 habló a través de ella un ancestro de Cuba: un ancestro mío y de Soleida Ríos, un cacique.
José Martí recorrió todos esos montes, se escondió en las cuevas, sintió el rocío en la punta de la nariz, abrió la boca. José Martí caminó por el Abra de Mariana.
Muchos años después, en 1934, cuando hubo un choque con las fuerzas del cabo Danger, Lino Álvarez gritó “¡Tierra o sangre!”.
Los dueños de la tierra querían recuperar sus tierras. Pero las tierras ya no son de nadie, por eso duelen tanto.
Después del triunfo de la Revolución se decía que entre los alzados de la zona había un cagüeiro, un hombre al que no podían agarrar porque se metamorfoseaba en perro jíbaro.
En una página del Diario de La Mañana, 3 de marzo de 1960, se lee:
“Estábamos en Caujerí, Zona 0-25, Municipio de Guantánamo, Oriente. Viejo escenario de la valentía y decisión de los campesinos de no dejarse atropellar, miseria de Cuba donde las necesidades materiales de los guajiros son agudizadas por el paisaje abrupto y la comunicación difícil”.
Cuando tomé estas notas sobre Puriales, sentí que la historia se completaría con la voz de mi madre hablándome de su Servicio Social allí.
“Mami, cuéntame Puriales con palabras bonitas. Empieza a recordar”.
Mi mamá y yo, año 1990
Estuve del 89 al 90, todo el año de mi Servicio Social. No sé qué decirte, no me acuerdo de todo lo que tú quieres que me acuerde, era un lugar muy rural y muy lindo.
Antes de llegar a Puriales había que cruzar dos ríos, que estaban secos siempre. Cuando llovía mucho bajaba agua de la montaña y se llenaban. Pero ahora no me acuerdo. Me acuerdo de pocas cosas. Ah, mira, me acuerdo de la iguanita de la arena y del chipojo enano.
Había un hospital, un hotel, una heladería, una sala de video. Llegué en una guagua que era como un camión. Dicen que a principios de siglo, para llevar a un enfermo a Guantánamo, acomodaban la camilla en los hombros y junto a ellos iban los escoltas. Los escoltas cargaban un saco de alpargatas; de esa manera, cuando los pies se hundían en el fango, se cambiaban el calzado y continuaban.
Allí la gente se lleva muy bien. Déjame decirte, muchas mujeres hacían partos.
Había un laboratorio con consultas de Estomatología. Había una nutrióloga, Martica, la loca, ¿te acuerdas? Ella era buena amiga mía. Estaba Alfredo, que era el pediatra. Había una casita que era donde vivían los médicos del hospital. Había un laboratorio de Rayos X, no me acuerdo del nombre del mulatico que los hacía, era comiquísimo.
Había un hogar materno al lado del hospital. Había un círculo infantil. Todo eran montañas, árboles, lomas, y se agradecía la tranquilidad, la noche.
Yo era la enfermera de la secundaria, que era una beca. Ahora dicen que eso es un politécnico. De ahí tengo una amiga, Rubí. Ella estaba enferma, tenía sicklemia, así que se cuidaba mucho.
No te voy a negar que allí las cosas se resolvían con machetes, sobre todo las infidelidades.
No hay necesidad de hablar de las vacas y los caballos. No cuentes nada de lo que te dije sobre esos animales. Había que comer, imagínate.
Yo vivía en una enfermería. Ponía vacunas, seguía los tratamientos según lo que decía el médico. Ya te dije que no me pasó nada espectacular como enfermera en Puriales. Me entretenía conversando. Tomaba helado.
No me acuerdo de los chismes. No puedo contarte ningún chisme.
Viento frío, me acuerdo de eso. Amanecía y flotaban las nubes, rodeando las montañas. Era todo un espectáculo ver las nubes así: calmadas, gravitando, como si no tuvieran apuro en elevarse.
Puriales de Caujerí me gustaba mucho más que Yateras.
Vendían turrones riquísimos, me acabo de acordar de eso. Los caramelos que vendían no me gustaban mucho, pero a veces me los metía en la boca y me entretenía chupándolos suavecito, como esperando que el caramelo se tragara el día. Quería esconderme en alguna cueva y que nunca más me encontraran, llevarme un montón de caramelos y aislarme ahí.
En una de esas cuevas se escondió Martí. Una vez hicimos un matutino sobre eso.
Si yo me hubiera caído del barranco aquel, donde se suicidaban los caballos, ahora tú no estarías aquí.
Fíjate: un día lo pensé, esa es la verdad. Ya estaba embarazada de ti, y pensé que sería más fácil si me dejara caer por el barranco. Le hubiéramos ahorrado problemas al mundo.
No sé que más contarte. No me tiré.
No sé si te dije algo bonito.
Martha Luisa Hernández Cadenas (Puriales de Caujerí, 1991), un tajo de sangre
Durante la pandemia mi prima Anita, la hija de Marta Gladys, vive su tercer embarazo. Esta vez espera jimaguas.
Le escribí a mi prima Ariocha para que me contara detalles de Puriales de Caujerí. Le pregunté por el transporte y la cultura culinaria; quería saber si ella había estado ahí alguna vez.
Llamé por teléfono a Elmides, un primo de mi mamá que nació en Puriales de Caujerí y que vivió allí hasta que cumplió los siete años.
Soleida Ríos me respondió:
“Ve a mi canal de Telegram, hoy leí a Lorenzo García Vega. Ese lugar del que me preguntas es una palma, Martica, una palma altísima”.
Mi tía Meynalda está de misión internacionalista en Nueva Guinea, es profesora; le hago algunas preguntas y me responde bien bonito sobre la provincia:
“En Guantánamo hay una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana, La Farola, que conduce al municipio de Baracoa en medio de una vegetación exuberante. No todo es el changüí, también se baila el nengón y el quiribá. Ay, Malú, ¡cómo sería tu vida si te hubieras quedado en Guantánamo con tu mamá!, ¿tú te has puesto a pensar en eso?”.
Hacemos una videollamada gracias a Lourdita, mi otra prima, y veo a mi abuela Martha Luisa que dice: “Los bebés de tu prima Anita son una bendición. Mira estos niños, son muy buenos. Cuídense del virus ese en La Habana. La Habana está llena”.
Mi abuela se emociona, la miro, ay, entreveo el patio, la pared cementada y las narices de mi familia. Los hijos de mis primas me saludan; dos niños y tres adolescentes bellísimos que, parados en fila, dicen a coro: “Prima de La Habana”.
Sigo leyendo sobre el Abra de Mariana y lo único que hago es pensar en Mariana, que nació en 1998 y que dormía abrazada a mí en nuestro último viaje a Guantánamo, en 2015. Nunca antes, y nunca después, mi hermana y yo soñamos lo mismo: nos sucedió aquellas noches.
Para mí fue un viaje muy duro, cero romanticismo, los primos de Guantánamo eran mucho más chiquitos, y mi hermana y yo nos mirábamos a los ojos con la desolación de las piedras cayendo desde un barranco.
Sobre el Abra: mi papá tenía razón, su versión de la historia fue la que más me gustó. Me dijo que Guaibanó, el indio, se enamoró de Mariana y la raptó. Mariana era la hija de un gobernador español. Nunca más la volvieron a ver.
Antes de 1980, la única manera de llegar al valle de Caujerí era atravesando el Abra. La Revolución construyó una carretera. En las guías turísticas aparece como una invitación al senderismo. Los geólogos afirman que antes era un lago, y que su belleza se debe al desagüe. Los historiadores hablan de Doña María Ana Leopart, que en 1867 inauguró los caminos vecinales.
Los manantiales y las rocas fragmentadas me revelan misterios a través de los sueños. Sueños en los que me figuro que lo único cierto lo escribió José Martí el 11 de abril de 1895: “Ese monte, a la derecha, como un tajo de sangre”.
Mi hermana y yo, como un tajo de sangre, mirando la foto de la bisabuela y pensando que su pelo negro, grueso, recuerda la cola de un alacrán. Así soñamos, tomándonos las manos y comiéndonos una mazorca de maíz hervido, imaginando una vida para nosotras en Guantánamo; al menos una versión de vida feliz para nuestra madre, la vida que ya no fue, o que sucedió demasiado pronto.
Si es cierto que en la familia materna todas las mujeres se van quedando solas, es porque lo deciden, porque creen que es mejor.
Empiezo a transcribir y elimino de golpe las conversaciones con mis padres sobre Puriales; hago una lista de palabras morfoestructurales (bonitas) sobre Guantánamo; leo demasiado y recuerdo, por flashazos, el origen. Toda la bibliografía para no desconocer a Puriales se mezcla en mi boca como: “café de boruca, / huevos crudos, un sorbo de miel” (Soleida Ríos).
“Tú no naciste en Puriales, mijita, tú naciste en Guantánamo”.
Vuelvo entonces a Ángel Escobar. Aunque su voz ya no es la misma, reconozco su cabeza en el cuerpo de un alacrán. Su cabeza murmurando:
“El indio, aquel realmente él, se dejó (no tenía alternativas, nadie las tiene) quemar en la hoguera, prefiriendo terminar en sí. Para no aprender: no razono con la razón razonable de lo otro, de los otros. Hoy vuelve a la mudez suya y de su perro el indio, mudez que habla” (en Poesía completa, Unión, 2006, p. 203).
Un pájaro mosca, cibucanes, casabe, serpentinita, kekes, cremitas de leche, changüí, gavilán caguarero, un bulevaramplísimo y la boca de la mulata en la foto diciéndome:
“¿A ti todo no te sabe a aguante, guantanamera? ¿Todas las palabras y los nombres no se te deshacen en la boca, gota a gota? ¿Qué quieres decir sobre el origen? ¿Para quién o para qué? No te aferres, ya no te aferres, a un imposible”.
Cuba es una isla hostil para las mujeres; no importa donde una nazca: siempre se está como el chicle en la madera, en el vidrio, en la espera. Nos metemos en nuestra propia boca y vivimos con el aguante, salivando, salivando, mudas en lo otro, mudas en nosotras, soñándonos en tantas vidas que ya no son.
Quiero pensar que el espíritu de una mujer nacida en Puriales está entre las mujeres de mi familia, y nos cuida donde sea que peguemos la nariz, y nos protege con el habla muda que solo nosotras escuchamos.
Vuelvo a la playa
No sé cuándo pueda volver a la playa. La última vez que fuimos a Guanabo, mi mamá se puso un biquini que yo nunca me atrevería a usar. Mi mamá es un personaje obligatorio en esta columna. Se ha especializado en comprender mi realidad. Ella escribe mejor todo esto, metaboliza mejor la mierda que es todo esto.