¿Conoce usted a Gabriele D’Annunzio?
Cuando nos conocimos no eras así. Ahora eres un pescador de azoteas.
Me atrae aquel tiempo anterior a esto que eres. El tiempo chorreando dentro de mi boca. Un buche temporal saliéndose por la comisura de mis labios.
Mientras el hilillo cronológico todo lo dice, el bot entrevistador, que es un mal imitador de Gabriele D’Annunzio, me pregunta:
—¿Ha leído usted Políticas de la enemistad?
Le pongo cara de inteligente al bot:
—¿Vinimos a hablar de los otros o de qué? ¿En serio? No estoy para bromas, amigo, tengo hambre. Lo único que no tengo confundido en todo mi organismo es el sistema digestivo.
Cuando te conocí tenías las uñas pintadas de negro y un estilo casual; lucías tus barroquismos en un outfit de adolescente asexual y obeso, es decir: un estilo opuesto a esa facha actual de persona seria, consciente, despierta y cómoda.
La adultez y la madurez no están sobrevaloradas, las cosas son lo que son: las uñas dejan de pintarse a cierta edad y los gobiernos donde existen manifiestos y poesía no tienen lugar. Pero eso lo aprendí tragando bazofia y dejándome manipular, como todo el mundo.
Tú llegabas al taller literario con un comité. Tus amigos y tú, vestidos de manera idéntica, entraban sudadísimos (saladísimos, se ajusta también). En las respuestas soltaban los típicos mejunjes de los talleres mediocres, aunque es verdad que tú no decías ni “ji”. Se te caracterizaba por el conjunto, por el grupito. A veces balbuceabas una frase cortante y maleducada:
—¿Ha leído usted Políticas de la enemistad? Yo me leo a Roberto Bolaño, nena, ¿no se ve?
Y ahí te metías la uña con esmalte negro en la nariz. Era apasionante verte husmeando dentro de ti. Yo estaba en otra cosa, por supuesto. Yo estaba en el taller literario, pero no quería escribir. Masturbarme sí: pensando en ti y en tus amiguitos cheos. Eras así, entonces eras así.
¿Éramos así?
“No éramos así”, le dijo el novio escritor a la novia futbolista. El novio colecciona fotos de Messi; la novia no quiere saber del capitalismo brutal que representa ese tipo. Ella golpea el balón y su única aspiración es hacerlo bien: propósito demasiado espiritual para los futbolistas y el mundo-fútbol contemporáneo.
Con las rodillas y los músculos listos para jugársela en un terreno asfaltado, la acción se difumina. Ha aprendido a jugar fútbol en las azoteas, que es el único terreno libre. Mete golazos y salta en el aire para recuperar la pelota antes de que caiga en la calle.
—¿Quién te enseñó a ti a jugar tan duro, bebé?
—El amor, bebé, el amor me enseñó cuando no éramos así.
—¿Quién te enseñó la gramática dura y futbolística, bebé?
—Pegatinas, mochilas y condones con la cara de Messi, mi amor.
—Es bochornoso.
—Como el país donde nací.
¿En su país se conoce a Rocco Siffredi?
Desde la azotea se divisa el fin del mundo. Siempre me imaginé este momento como una estampida entre púrpura y morado: una errática desproporción de los violetas en el aire, que percibiríamos de color rojo. Y así mismo es. Esa es la postal que contemplo en la azotea del Vedado. Para eso estamos reunidos aquí, para hablarnos mutuamente del fin del mundo y de los que recogen tanques de agua antes del final.
¿Tiene algún sentido robar los tanques azules de las azoteas mientras acontece el fin del mundo? No. Pero hasta el último momento, lo factible es poseer, robar, romper tuberías y lanzar un ata(n)que a la calle desde una azotea.
Ya lo dijo Nietzsche: “Si el mundo pudiera acabarse, lógicamente lo hubiera hecho ya; no lo ha hecho, por tanto no lo hace”.
Lo que sucede es un temporal, un aguacero-coda: temperatura, balón, ecosistema, niebla, neblina, pellejos, broncas, pingas, asesinatos, pesca de clarias y plástico (la contaminación se extenderá, como sabemos, más allá del fin del mundo).
Pero antes de que los muchachitos sigan robándose los tanques en estas trágicas circunstancias, el inocente le habla al pueblo:
Prohibido ponerse nostálgico, sentimental, autorreflexivo, autotemático y anarquista.
Prohibido ser tallerista, reportero o cronista de algo, lo que sea.
Se tomarán medidas con la ego-recapitulación ego-histórica: estudios confirman que el supremacismo blanco se justifica siempre con la noción de una ego-reparación ego-histórica.
Y hasta ahí las reformulaciones: para robar un tanque de agua o un tanque de basura no hay que saberse ninguna cita de Nietzsche, bebé, ni de ningún pensador influyente en la cosmovisión de un dictador. Lo único necesario es haber nacido en este país.
No estamos en una casa de estudio, tampoco romperemos los ladrillos sexistas del psicoanálisis. Esto no es una película de Charlie Kaufman (ya quisiera). Intentamos meternos en la cabeza de Rocco Siffredi dos días después de la muerte de su madre, para pensar el axioma Cuba (fin del mundo modélico).
Justo en ese momento, la espectacularización, el deslumbramiento, el momento más violento del mundo, que es el más triste, sucede: cuando una señora de la misma edad que la madre de Rocco, en una simple felación, termina con todos los conflictos edípicos del actor porno.
Y ahí está la respuesta: ¿Qué coño tú hiciste para haber nacido dentro de un tanque plástico de basura, al doblar de un teatro decadente?
¿Esperando a Godot?
Yo no te recuerdo: ¿qué eras? Un ornitólogo o un ortopedista, algo que empieza con “o”. Obtuso u obrero (esto último me suena a Meyerhold). Ofuscado. Casi todo me recuerda al director de teatro ruso Meyerhold. Optimista. Un puño metido en mi boca:
—¿Tú también das perretas, nena?
—No, yo simplemente quise ver Esperando a Godot.
—¡Mala suerte! Te equivocaste de siglo y de continente. Quizás tengas oportunidad de ver Un sabio, de Einsenstein.
—No estaría mal. ¿Eso me ayudaría a entender el montaje de atracciones? Me ayudaría a vivir en una dictadura “tonal”. Me asistiría en la payasería nacional.
—Bueno, nena, quien no te reconoce soy yo. Empiezo a recordarte ahora, pero de Buenos Aires, no de Cuba, menos de La Habana. Tú no conoces a Messi, tampoco sabes del proceso para reutilizar el plástico de los tanques de agua y los tanques de basura robados. Dime algo, gramaticalmente hablando, dime algo que me suene a Samuel Beckett.
Reflexiono en voz baja. Preferiría que fueras un veterinario y que te dedicaras a luchar por los animales y tocaras puerta por puerta diciendo:
“Enjuaguen sus enlatados, comemierdas, que lastimarán a los gatos cuando estos remuevan la basura buscando lo que sea. Partida de comepingas descorazonados, asegúrense de dejar bien limpias las latas. Sigan dejando los restos de su miseria en la basura; sigan olvidándose de los gatos, de sus ojos, de su dolor”.
¿Tú querías ser libre?
No éramos especialistas en nada, apenas jugadores extremos. Abre una ventana, lee un titular, asegúrate de ver otro capítulo televisivo: le hacemos el juego al capital, consciente o inconscientemente, le hacemos el juego al poder.
Voy a ser sincera contigo. Quiero que hagas una cosa por mí. Quiero que seas valiente.
Te perdonaré los hongos y los dientes. No éramos buenos escritores: éramos autómatas y no apreciábamos la vida nómada, que es la única manera de vivir libremente en este siglo.
¿Camaroncito dildo?
Qué manera de ser común tu espalda, el filo que entreveo de las nalgas justo cuando te levantas del sofá y, por descuido, observo el vello saliéndote del trasero.
Es admirable cómo se mueven con desparpajo las masitas que no dividen glúteos de espalda o barriga o muslos, cualquier cosa que sea ese cuerpo en el que te has convertido.
Cuerpo de camaroncito. Camarón en cuerpecito. ¿Tú eras así cuando naciste? ¿Te conoceré en este estado alguna vez?
¿Los tres gordinflones?
Había un destornillador y una catacumba, un cenicero, por supuesto, un arnés, una galería de selfies masturbándonos, un video de la maestra y el pescador: sodomizar al pescador siempre fue el sueño del camarón.
La maestra detesta a las sumisas, por eso se pone camarones en las uñas y alivia las penas del pescador dándole como le gusta con el marisco.
Déjame poner la cola del camarón donde te haga cosquillas. Sacudo. Soy cuidadosa. Pienso en los tres gordinflones que eran tus padres. Me los imagino, en lo chorreante del encuentro, en la portada de un libro ruso. No sé si les sucede a otros: si mientras hacen el amor con una persona, cualquier gesto fuera de lugar que haga esa persona es una alusión directa a los progenitores.
La progenie es el porno de los padres, reproduciéndose eternamente.
Estaban los malos olores, obviamente; no es que todo el día fuéramos a ser los más aseados. Me refiero al tiempo en el que estábamos juntos y soñábamos con ir al teatro como si eso fuera lo suficientemente memorable; listos para perder el deseo de mamarnos las pestañas y las rodillas.
Una lengua en el antebrazo. La vagina en el húmero. Y el camarón haciéndote cosquillas para que te vinieras. Ah, y tus padres, claro. En tu lengua y en tus tetillas, tus padres; mientras yo cerraba los ojos para tragármela toda, la careta animada de tus padres observándonos dentro de mí. Así pasaría yo la vida, si realmente tuviera un propósito.
Fuimos juntos a un concierto de rock en el Teatro América, y le prendimos fuego a un tanque de basura. Fue tu culpa que muriéramos esa noche.
Yo quería hacer algo por este país, pero me gustaban demasiado la pesca, el sexo y el vandalismo. Me gustaba ser futbolista. Me gustaba no tener un propósito y colarme en talleres literarios y rescatar gatos de la basura. Me gustaba imaginar que envejecías y engordabas y me alimentabas.
¿Cuándo se empieza a quitar el hambre?
—¿Conoce usted los beneficios económicos y medioambientales del robo indiscriminado de tanques plásticos de agua y basura?
—No sé exactamente a qué te refieres.
—A que la sublevación puede empezar por ahí.
—Eso no me va a quitar el hambre. Eso no me va a hacer olvidar nuestras equivocaciones. Tampoco me va ayudar a ahorrar, para ser radical. Voy a estar prendiéndole fuego al tanque de basura una y otra vez, como si se tratara del estadio de fútbol y de la libertad.
—¿Conoce usted a Gabriele D’Annunzio?
—¿Eso qué es? ¿Es bueno o malo? ¿Es arte contemporáneo cubano o cine contemporáneo cubano? ¿Qué música viene a ser?
—No sé a qué te refieres con esas preguntas.
—Ah, no, yo tampoco. Es que tengo hambre.
¿Cuál es tu tanque?
Aquel verano largo, cuando nos hospedamos en Camargo 140 y no me quité nunca el vestido rojo, te juro que tuve una idea conspiratoria genial.
—Claro, hablo del vestido rojo ceñido, el que te gustaba. ¿Te leíste Camargo 140?
—Ninguna de esa literatura existe, nena. No seas Minipunto, invéntame algo mejor.
—Es un bochorno paraliterario. Es tan bochornoso como los congresos de los psicoanalistas que siguen pensando el mundo binariamente.
—Ah, perdón, hablaba del vestido y de un póster con la cara de Messi que me daba miedo.
—Las caras de los futbolistas no dan miedo. Según mi punto de vista, el miedo es algo tan lacerante y perceptible que, cuando me asomo en la azotea y atrapo a los ladrones de tanques de agua, voy corriendo a mi cuarto a llorar y a preguntarme si no debí irme con esos ladrones a fundar una sociedad diferente.
—No me importa Messi. Me importan los problemas de alimentación y el estado actual del planeta. Soy espectador.
—Ah, y te importa tu país.
—¿De qué tanque me estás hablando, bebé? ¿Es que acaso, todos ellos, los rebeldes que han ido acumulando plástico, planean acabar con la espera?
—En el próximo verano.
¿Conoce usted lo que es la teatralidad?
Me saca de tono la falta de teatralidad en el sexo. Es decir, anulo a los que prefieren un acto ágil y con luz apagada. No es que me interesen las acrobacias, las reverberaciones operáticas o la repercusión de los glúteos, tampoco el tembleque banal o los leones del teatro de Odesa en el coito. Me refiero a algo de exceso que dure unos segundos y que sea visible, concreto.
Entonces recuerdo que ya no estamos juntos, ni siquiera vivos, y que esto no es un taller de teatro sexual. Siempre confundo el tiempo con el sexo, la espera con la protesta, el amor con el pánico. La rebelión que recuerdo es parecida a la escenografía de Esperando a Godot, los pocos minutos que quedan registrados del performance me excitan profundamente: doce tanques de agua se destapan y aparece un “nuevo mundo” (digo la frase, pero no en su acepción colonialista, sino en su posibilidad poshumana).
Y ahora que me puedo tocar: la teatralidad se explica sola.
¿Eso es lo único que pediste?
—Traje para ti Políticas de la enemistad.
—Lo acabo de terminar. Tengo un bot masturbatorio que me consigue todo lo que quiero.
—¿Comida? ¿Aseo? ¿Dólares? ¿Leyes? ¿Libertades? ¿Cambios? ¿Películas? ¿Amor?
—Por supuesto, me consigue todo lo que quiero si se lo pido.
—¿Qué le pediste?
—Ese libro.
—Ah.
¿Y quiénes éramos entonces?
Es probable que lo confunda todo, ahora que lo recuerdo: ese verano no nos habíamos conocido y el vestido estaba agujereado, pero no tenía devolución, y la maleta se la robaron. Hablo de mi ropa de salir, que era la ropa para irme de viaje. El cubano es el único turista que se compra ropa antes de salir. Quizás esta postal del fin del mundo sea una gran confusión.
Ahora que estamos a punto de subir a la azotea, trata de no levantarte otra vez del sofá sin acomodarte el pulóver. Cúbrete, camaroncito, que esta noche no te voy a tocar.
No me gusta subir escaleras sola. Siempre tengo miedo de que un hombre me agarre por detrás.
¿Conoce usted la enemistad?
“No éramos así”, le dijo la cosmonauta al vagabundo.
¿No era esto un taller literario de autoayuda?
Tú y tus amiguitos a qué vinieron, qué escriben, y esa feminización repentina, ¿aprendieron?
Me gusta, claro que me gusta que se droguen con el humo del plástico derretido que le sacan a los tanques de agua y de basura. Me parece heroico y poético y futurista que del fuego resurja el placer como humareda.
¿Gabriele D’Annunzio dijo algo sobre usted?
Es probable que no nos conozcamos. ¿Por qué tendríamos que conocernos?
He abierto la boca, he ido al logopeda, he cumplido con todas las vocalizaciones y ejercitaciones de las cuerdas vocales. Puedo tragármela y babearme, puedo tragármela y babearme, tragármela toda sin derramar ni una gota. Aprendí a dejar la boca llena de saliva para que, en el momento justo, el chorro baje mejor. Funciona. Líquidos en mezcolanza y digestión amorosa garantizada.
La culpa de esta conclusión la tienen los psicoanalistas.
Rico es ese momento. Es jugoso el tiempo. Es jugoso el tiempo cuando te cabe en la boca.
Gabriele D’Annunzio no existe: es un bot y es mi enemigo, por lo que no le pido lo que verdaderamente quiero. Estoy mirando el espectáculo desde mi azotea: es triste, verdaderamente triste.
¿Ha leído usted Políticas de la enemistad?
Éramos una estrella de rock y una limpiabotas. Nos bañábamos en los tanques de agua de los otros. Invitábamos a comer a tus papás.
El negocio de los tanques nos dio el dinero suficiente para leernos El teatro teatral.
¿Podríamos hacer una disertación sobre la enemistad en la vida de Meyerhold? No sé. No éramos así. No conocíamos el dolor y la humillación, tampoco sabíamos de lo que era capaz el hombre. Nosotros lo único que hacíamos era ir a un taller literario.
Hacíamos lo que hace la mayoría de la gente: tenerle miedo a la vida, a las semillas, a la poesía y a los manifiestos. Fuimos a un concierto de rock con once años recién cumplidos. Estábamos listos para prenderle fuego a los gatos y al tanque de basura.
—¿Ha leído usted Políticas de la amistad?
—Para ser honesta, sí. Lo único que me confirma ese libro es que somos una especie de mierda y que no merecemos estar aquí.
—No has aprendido nada. Tu bot no es tu amante, es la nueva sumisión: abre la boca, así, carnavaliza tu hambre y tu dolor, mira los tanques rodar, drógate con cualquier excusa, desaparece todo el plástico del planeta, nena, trágatelo y desaparécelo.
¿No éramos así?
Prometo no pensar en camaroncitos duros e imaginarios que iré colocando dentro de mí, dos días después de la muerte de mi madre: para llevar algo literario al taller.
Dos días después de la muerte de mi madre, voy a casa de una amiga suya y le entrego los camaroncitos.
—Puedes ponerlos donde quieras, pero que sea dentro de mí, mamá. Puedes ponerlos donde quieras, pero que sea en otra dimensión, otra realidad que no tenga tufo a tallercito mediocre.
Prometo no ser como los gatos callejeros que buscan en las latas vacías, el aceite, los restos, y pierden sus ojos de gatos por culpa de otro inconsciente en este país. Ellos saben que la culpa es de alguien más. Los gatos son los que están preparados para el fin del mundo, y para los adolescentes que salen del concierto de rock del Teatro América en el año 2003.
Esos éramos tú y yo, que nunca nos conocimos ni nos conoceremos. No importa lo confuso que sea el tiempo ni cuántos talleres inútiles existan ni cuántas veces sustituyan el tanque azul plástico, yo llevo rato tragándome el pánico de no ser feliz en el mundo que se contempla desde aquí: se ha teñido el cielo, ya llegó la hora, voy a tragármelo todo, no sé para qué.
El tanque de basura arde.
Versos corporales: Una conversación con Marien Fernández Castillo
Marien Fernández Castillo (Yaguajay, 1982) es un escritor compulsivo. No se trata de una compulsión exhibicionista y pretendida. Es una compulsión en estado germinal, que moldea la espiritualidad y el rigor fragilizados en sus textos, que incluyen dramaturgia, poesía y narrativa.