Los lectores cubanos que peinan canas como yo, recordarán seguramente la novela La nebulosa de Andrómeda, de Iván Efremov. Eran los años setenta, y la sovietización de nuestro país se especializaba en el cultivo de la ilusión social. La nebulosa de Andrómeda era una cumbre de esa ciencia ficción: describía la futura sociedad comunista mundial con un lujo de imaginación que salía de una comprensión muy amplia del ser humano (Efremov era un reconocido paleontólogo).
Lo que recuerdo de esa novela no es la tontería de unos ciudadanos que cambian de profesión de cuando en cuando para satisfacer sus necesidades creativas —de manera que el médico deja de hacer trasplantes para meterse a albañil— sino la dignidad absoluta de su protagonista. Iván Efremov, un ruso casi transparente de tan blanco, elige como líder de su diégesis a… un negro.
¿Delincuente? ¿O por lo menos reguetonero? ¿Deportista? ¿Incluso presidente de los Estados Unidos de América?
Mven Mas es un astrofísico. Y un tecnólogo. Y un hombre pasional. Delinque, sí, para dirigir toda la energía del planeta, robada al Sol, hacia el objetivo de alcanzar el hiperespacio. Porque ha tenido una visión de que debe llegar a ese punto donde le espera un Rostro.
¿Hay en la literatura cubana un personaje así? Después de Sab, ¿hay negros como protagonistas? ¿Uno de mis cuentos no tiene un negro atlético y brillante pero con ojos verdes, porque ese es mi colorcito personal? ¿Cómo es que un ruso nos anticipa a un Mandela, a un Leopold Sedar Senghor?
Para Efremov, la raza negra —voy a usar el término raza para referirme exclusivamente a las variaciones físicas y étnicas del Homo sapiens— es un momento genial de la riqueza humana. Efremov ve la raza negra como representante de pasiones ardientes. No primitivas, no: raigales, irrenunciables. Audaces. Capaces de intentar el hiperespacio.
“Oye, tú, ¿dónde dejaste al negro?”, me gritaba en 1968, en la calle Montera de Camagüey, un compañerito del sexto grado. “El negro con el que tú andas”. Siendo yo blanco, seguí en blanco. El nene insistió: “El de los sellos”.
Ah, pensé, Limonta. Pues en mi disco duro, Limonta estaba clasificado solo como filatélico.
Limonta era un mulato gordo de Bayate, la peor cuartería de Palma, barrio oscuro del que me separa la tapia del fondo de mi casa. Íbamos juntos a cambiar sellos, pero el que hablaba era él. Yo era tímido y torpe, él desenvuelto y… un modelo de respeto y cortesía.
Este negrismo mío tiene historia. Siendo muy pequeño me cuidaba una negra, una adolescente que apenas me llevaba diez años. Cuando me hice mayor descubrí que era toda una belleza. En mi disco duro, la raza negra consiste en personas que te acarician, te bañan y te echan perfume. Nuestros próceres de la independencia tuvieron nodrizas negras y tal vez esa es una de las razones por la que todos ellos, sin excepción, fueron antirracistas. También creían en Dios.
Sigo viviendo en un barrio de negros. Hay delincuentes, sí, pero mis conflictos, hasta ahora, son únicamente con los dictadores blancos.
Mis amigos más antiguos han sido el ingeniero Pedro Pérez Cantero, ahora en la presencia del Señor, y la filóloga católica Ana Justiz, investigadora martiana, ambos miembros de la Peña del Júcaro. Siendo Camagüey —como Holguín— una ciudad casi blanca, es asombroso que sean un negro y una mulata los amigos de la secundaria y la primaria que sobreviven para mí.
El nene de la pregunta, y otros más, eran simplemente guanajos.
Sí, racismo al revés. Hay una cuota de negros, y de mujeres, para entrar al Instituto Superior de Arte. En los Estados Unidos han escrito alguna legislación semejante, que intenta combatir, con la inutilidad de los preceptos legales, el racismo real, subyacente, dominador, execrable.
En mi cuadra sigue viviendo aquella familia de negros de buena posición que impedía que sus hijos se mezclaran con los blanquitos pobres de la cuadra. Con la excepción de mi hermana y yo, hijos de una maestra normalista, como la venerable señora negra de esa casa.
En 1979, en Santiago, entré a un ómnibus donde el único blanco era yo. Me miraron sorprendidos. Es terrible estar en minoría.
En otras ocasiones, subía yo a unos ómnibus articulados para viajar de Boyeros al Vedado. Me quedaba de pie en algún punto. Entraban negros. Miraban y se parqueaban a mi lado. Conversaban. Había otras personas de pie en el pasillo, había espacio para que se quedaran solos, pero no. Esta anormalidad ocurría una y otra vez. Me preferían. En determinado momento, para cualquiera que entrara al ómnibus, yo formaba parte del grupo de negros habaneros que cotorreaba alegre al lado mío. A veces me miraban como si de verdad, aunque nunca dije una palabra, integrara el cotarro.
Y de hecho, lo integraba. Yo me sentía propio, elevado, feliz.
Ellos se sentían normales. Ser acogido como igual es un derecho. Nunca me agradecieron tener un aura de no agresión, porque nadie está autorizado a ser agresivo.
Una vez, para apoyar a un blanco, tuve que ir al Cabildo de Triana, a dos cuadras de mi casa. Para aumentar la justicia social, los comunistas habían decidido restaurar esa fiesta decimonónica de los esclavos y coronar en la placita de Triana a una matrona negra con una corona de madera. Y lo hicieron. Los negros, que me conocían, no solo no me saludaron sino que no me miraron ni una sola vez. Convertido en mueble, me fui.
No querían a un blanco —no había ninguno más— en una absurda y humillante fiesta de negros (en realidad: actuación del Conjunto Folclórico de Camagüey) inventada por blancos comunistas (que acabarían suprimiéndola tiempo después, sin protesta por parte de los negros).
Hace unos meses, entramos el jurista rubio Aguiló y yo a nuestra Primera Estación de Policía. Mientras el respetuoso guardia blanco se preparaba para conducirme al capitán blanco, notamos las mandíbulas caídas de todas las personas sentadas en el vestíbulo. Ninguna era caucásica. Nos contemplaban como si cayéramos del hiperespacio.
Excepto libros, Thomas Jefferson no compraba mercancías. En Monticello, su hacienda, su dotación de 200 negros le confeccionaba hasta los zapatos. Cuando escribió aquello de que todos los hombres nacen iguales ante el Creador, no se refería a esa subespecie secuestrada en su latifundio y a la que nunca, ni siendo presidente, le dio la libertad. Es verdad que quería a su cuñada mulata y tuvo hijos con ella, pero seríamos insultantes al definirle una pasión zoofílica, pues la señora ya había sido mejorada genéticamente en una generación anterior.
Lincoln siempre sostuvo que un negro no era igual a un blanco, solo le molestaba la esclavización: los miembros de la subespecie podían rendir más en condición de obreros. O al menos eso dijo, y un político dice lo que tiene que decir. Se acusa a Lincoln de haber tenido un amigo gay en su juventud. El corazón de un político profesional puede ser muy ambiguo.
Eva María, tú que estás en Washington y ya no puedes traerme incienso y natilla los martes, ve a la tumba de Jefferson y ponle un libro de Sedar Senghor.
Blanquitos que soportáis viajar en un camello sin ser árabes, no pongan cara de superioridad cuando sube el negro: eso que trae bajo el brazo es un libro de Sedar Senghor.
Policía blanco que detienes al jurista rubio y lo esposas durante horas, ten presente que Nelson Mandela te sonaría un gaznatón de categoría.
¿Una mujer en la Luna?
¿Negra como el presidente, para aumentar el odio de las mujeres blancas?
¿Un transexual en Marte?
¿Por qué no una mujer, un transexual, un negro, un disidente, un escritor en tu intimidad, sin alarde, sin brete, sin mojiganga, sin ningún escándalo?
“Normal”, como dicen los adolescentes.
¿Tú de verdad te crees superior a qué, pedazo de carne sin amor?
Pedacito suprimible del universo, bastante más feo que una orquídea, más indecente que una inocente hiena, menos útil que un Árbol del Pan.
Lo único que tienes es Conciencia, y esa la cagas con tu ridícula farsa de superioridad.
¡Efremov, baja de tu cielo estalinista, que aquí hay una pandilla de mediocrísimos soberbios que nos quieren mutilar la especie humana!
¡Millones de cristianos tragándose la manzana otra vez, pero sin Eva María!
¡Viva la espléndida raza negra de Oriente a Occidente y de polo a polo!
¡Gracias, Señor del Cielo y de la Tierra!
¡Gracias, Creador!
De la palabra fraterna
Hoy en día, gracias a las redes informáticas, pudiera haber un debate y referéndum permanentes sobre todas las cuestiones importantes. Pero a muy poca gente le interesa eso. A la gente les interesa que los especialistas en bienestar público les garanticen el bienestar personal.