Mi abuelo por parte de madre cumplió noventa y cinco años.
Mi abuelo tiene demencia senil. Le diagnosticaron la enfermedad exactamente un día después de su cumpleaños ochenta.
Es bastante normal que mi abuelo le cambie el nombre a todo el mundo en la familia, menos a mi abuela. A mí nunca me lo había cambiado hasta un día que tuve que acompañarlo al pueblo a que se despidiera de su hermano mayor.
El hermano no tenía nada, pero empezó a decir que se iba a morir, y se iba a morir, y se murió. De ese viaje hablé largo y tendido en mi segundo libro de poemas, Osos. En ese libro yo cojo a mi abuelo “pa-mis-cosas”, fue el pretexto ideal para hablar de un pedazo de mi infancia en aquel pueblo; de eso que ahora todo el mundo llama bullying.
Aquel día, justo cuando el carro de alquiler pasó el cementerio y bordeó la gasolinera, en la mismísima entrada del pueblo, mi abuelo me llamó Renato.
“Renato, tú vas a ver que este pueblo va a desaparecer así, igualito a aquella mañana en que inauguramos la tienda. Todo sigue igual”.
Delante de su hermano y sus sobrinos mi abuelo me llamó siempre por mi nombre. Nunca Renato. Solo fui Renato en dos momentos que estuvimos solos dentro de la casa. Las dos veces, mi abuelo me habló de sacar de allí el dinero del 26 de Julio. Tenía que ser esa misma noche.
Estamos en una casa grande que se podría dividir en tres: planta alta, planta baja, y una antesala bastante amplia contigua a la planta baja: la tienda que fue de mi abuelo desde antes de 1959 y por los pocos años que duró después de la segunda intervención. En los cortos sesenta. Cuando se convirtió en la tienda de la mercancía regulada una vez al mes.
―Ya ahí eso era el bazar de las poquísimas cosas―dice mi abuela.
Mi abuelo por parte de madre era sastre y era tesorero del Movimiento 26 de Julio y utilizaba su tienda como buzón postal contra Batista. Después del 59, cuando le quitaron la tienda, y luego se la volvieron a dar, y luego ya se cerró de una vez, trabajó en una bodega y seguía siendo “El Sastre”.
Mi abuelo abrió la tienda con su amigo Renato una tarde de 1952. Cortaba las telas en la mismísima madera del mostrador.
Mientras cortó telas sobre el mostrador jamás le viraron un traje para atrás. Cuando le viraron los primeros pantalones, mi abuelo cortaba las telas en la mesa del comedor de la casa y se cambiaba los espejuelos cada tres meses en la óptica. El primer pantalón se lo viró para atrás el nieto del jefe de la policía del pueblo.
El jefe de la policía del pueblo le tenía advertido a mi bisabuelo: “Recógelo, que te lo van a matar”. La última vez que se lo dijo fue en diciembre del 59. En enero, el Día de Reyes, se hizo pública la lista con los nombres de los que iban a asesinar. Ahí estaba mi abuelo. Entre los diez primeros del escalafón.
―Yo no me acuerdo de telas por ningún lado ―dice mi madre―, yo solo me acuerdo de que se vendían unas sandalias cruzaditas de mujer; del polvo Conejito, que compraba y compraba una señora con el furibundo temor de que su polvo de toda la vida podría desparecer de un momento a otro… Y yo preguntaba: ¿por qué se vende tan poquito? Dentro de la tienda pasamos el ciclón Flora. Yo a mi papá nunca lo vi con una pistola ni con un brazalete.
Mi abuelo por parte de padre se murió cuando nadie en la casa había tocado un celular. Nadie había salido del país. Mis padres no se habían divorciado (ese divorcio que jamás nos importó ni a mí ni a mi hermana, ni fu ni fa). Aún vivíamos en un pueblo de campo, a once kilómetros del pueblo donde vivieron mis abuelos por parte de madre, y mi hermana aún estaba en la primaria.
Del día que mi abuelo paterno se murió yo recuerdo tres cosas: el sonido del esqueleto de su pecho mientras yo trataba de resucitarlo (los huesos muertos traqueando cuando yo lo empujaba contra el colchón), mi abuelo por parte de madre parando el péndulo del reloj del comedor, y luego saliendo a la acera para decirle a mi hermana que si quería que empezara a llorar, pero que lo mejor que podía pasar era que su abuelo se hubiera muerto que seguir como estaba. Y que se acordara de que yo venía preparándola para eso desde hacía días. Y que el día había llegado.
Mi hermana no soltó una lágrima. Aun cuando se acababa de morir su amigo de tomar el té.
Anselmo, el mejor amigo de mi abuelo, entraba a mi casa como Pedro por su casa. Estamos en pleno Período Especial. Anselmo se encuentra a mi abuelo jugando con mi hermana. Mi abuelo está tirado en el piso con los labios pintados y tomando el té. Justo como lo tomaban unas amigas de la novela brasileña de turno.
Mi hermana le corrige el dedo chiquito a mi abuelo. Le debe quedar bien alzado cuando levanta la tacita plástica. Anselmo tiene, literalmente, la boca abierta. Mi papá le dice a Anselmo:
―Ni hables, que esa hace con él lo que quiere. Andan copiando juntos parlamentos de la novela para decirlos a esta hora. Eso que estás viendo es la hora del té.
―Si lo ve Marinello… ―dice Anselmo.
Década del cuarenta: mi abuelo paterno abre una tabaquería con sus dos hermanos y es el Secretario General del Partido Comunista en aquel municipio rural. Cuando empezaron a llegar al pueblo las visitas de los comunistas ilustres, todos los comunistas ilustres comían en La Fonda.
Menos Marinello. Marinello debía comer en una casa particular. Arroz con pollo fue lo primero que probó Marinello en casa de Anita, la hermana de mi abuelo. El comunista limpió el plato y dijo que sería un gusto comer siempre así. Y siempre que volvió al pueblo, comió de ese mismo arroz con pollo.
Marinello hablaba, con la misma fruición, del arroz con pollo de Anita y de que cómo se entendía que fueran igual de comunistas los dueños de la tabaquería y los tabaqueros que trabajaban en su negocio.
Había una foto de mi abuelo y Marinello entrando juntos a la tabaquería. Justo después de comer el ilustre arroz con pollo.
Uno de mis abuelos era mucho más comunista que el otro.
Uno de mis abuelos escuchaba más a Chibás en su hora radial de domingo.
Uno de mis abuelos y su banda tomaron el control del pueblo por un mes y la Guardia Rural tenía que pedir permiso para entrar y salir.
Uno de mis abuelos se apuntó para ir a la Guerra Civil española. El dinero con el que iba a salir mi abuelo rumbo a España es el dinero que se utiliza para que vaya Pablo de la Torriente Brau, desde Estados Unidos.
El Diario de la Marina publica una lista de los cubanos caídos en la Guerra Civil y ahí aparece el nombre de mi abuelo. Mis dos abuelos aparecen en listas de muertos.
Mis dos abuelos, con diferentes tonos de voz, repitieron alguna vez: “Yo no luché por esto ni por aquello”.
Mis dos abuelos, un 31 de diciembre, querían saber quién era mi profesor de Historia de Cuba.
En pueblos chiquitos todo el mundo se conoce. Yo dije lo que había dicho mi profesor de Historia de Cuba sobre el asalto al Cuartel Moncada. Yo dije lo que había dicho mi profesor de Historia de Cuba sobre el Movimiento 13 de Marzo. Yo dije lo que había dicho mi profesor de Historia de Cuba sobre el Directorio Revolucionario. Yo repetía las clases de Historia de Cuba como un papagayo.
MI ABUELO POR PARTE DE PADRE (con recelo): ¿Quién es tu profesor de Historia de Cuba?
MI ABUELO POR PARTE DE MADRE (con desgano): ¿Quién es tu profesor de Historia de Cuba?
Mi abuela me preguntó, el día del cumpleaños noventa y cinco de su marido, que si por fin yo había visto la última película de Almodóvar.
A mi abuela le gusta mucho Almodóvar.
Lo primero que vio mi abuela de Almodóvar fue Todo sobre mi madre. Así que no sabe bien quién es Almodóvar.
Yo le dije que Dolor y gloria era literalmente un espanto. Que antes de la media hora ya quería salir del cine. Y que tanto Antonio Banderas como su personaje olían a rancio patetismo. Qué manera tan jodida de tenerse lástima, el mismísimo Pedro…
―Solo me gustó un momentico ahí, donde sale la escena final de una película que a mí me gusta mucho. Y eso en plan homenaje estuvo bonito.
―¿Y por qué no te levantaste y te fuiste?
―Porque, por error, me dio por ir al cine con un admirador, como tú, del señor director.
―¿Y a él le gustó?
―Jamás le pregunté. Era demasiado obvio, parece, que no debíamos hablar de eso.
Dice mi abuela que ella está totalmente segura de que Dolor y gloria le va a encantar. Que no puede tener mejor título. Por Julieta discutimos como media hora.
Mi abuela tiene el teléfono del paquetero más pro de toda la Habana: “Oneida, eso lo tengo en una semana”, o “ya está aquí”, o “deme un tiempo y yo la llamo”.
Actualmente, soy tan socio de ese paquetero como mi abuela. Con ella se puede hablar lo mismo de Almodóvar que de series y de casi cualquier actor o actriz de ahora mismo.
Cualquier cosa menos de política.
La vecina de mi abuela alquila revistas. Todas las revistas de cine de su negocio las lee mi abuela primero que nadie.
Mi abuela sabe quién es Rooney Mara, por poner un ejemplo. Anoche le dije por teléfono que Rooney Mara andaba de jevita de Joaquin Phoenix, y me dijo:
―¡Qué dos diablitos más lindos! ¡Quién tuviera Facebook!
―No fue en Facebook, lo vi en Instagram ―le dije.
Si una conversación es sobre Meryl Streep, por poner otro ejemplo, y no eres un fanático de esos que se saben la película X de esa señora con el año de filmación y el actor que tenía la señora al lado en tal o más cual película, pues mejor te callas, porque mi abuela es fanática de la protagonista de Los puentes de Madison. Y esa película en específico, según ella, está hecha justo para que, si no amas a la señora, la ames después de verla, y si después de eso no la amas, pues estás muy mal.
Mi mamá repite lo mismo. Algo anda muy mal en mí. Yo no amo a Meryl. Será un monstruo, pero no la amo.
Un día le dije a mi abuela que yo prefería mil veces a las dos K/Cate: Blanchett/Winslet; que yo con la señora tenía algo que no sabía explicar muy bien, y ella me dijo:
―¿Esas dos niñas son mejor que quién? Por Dios, mi amor…
Mi abuela dice que en el primer capítulo de la segunda temporada de Big Little Lies, a Nicole Kidman seguro le da mucha pena ver una y otra vez la ya clásica escena del grito de Meryl en la mesa.
A Nicole, que casi se robaba el show en la primera temporada, le vienen a sentar a la vieja al lado en el primer capítulo de la segunda, y Nicole no se puede concentrar porque ya sabe que viene el grito del monstruo.
Dice mi prima que mi abuela ha visto ese pedacito demasiadas veces. Y que siempre dice lo mismo:
―¡Pobrecita!
Con el mismo tono de “Pobrecita Nicole”, mi abuela le dice “pobrecito”a mi abuelo cuando la cabeza se le va de golpe para el pueblo. (Mis abuelos por parte de madre viven en la ciudad hace treinta años).
―Menos mal que a ti no te ha dado por la política, mi amor―me ha repetido mi abuela mil veces.
La primera vez que oí el disco ¡Cómo está el servicio… de señorasǃ, de Almodóvar y Fabio McNamara, yo solo conocía tres temas: “Voy a ser mamá”, “Suckit to me” y el que se escucha en Laberinto de pasiones y del que ahora mismo no recuerdo el nombre.
Fabio ya me gustaba desde Pepi, Luci, Bom y otra chicas del montón. Pero el día que oí el disco completo, Fabio me gustó mucho más. Mucho más que Almodóvar. Almodóvar se estaba convirtiendo en algo que ya no me gustaba tanto, y Fabio seguía más pegado a un personaje que todavía me encanta.
Una tarde, en España, Jorge, Jacqueline, y yo entrábamos en el metro de Gran Vía. Ya había pasado el torniquete cuando vi a Fabio McNamara. Fabio nervioso. Fabio moviendo la cabeza. Fabio con ganas de soplar y quitarse a toda esa gente de encima. Fabio como un loco que anda loco por salir del metro. Y yo igual.
―¡Espérenme aquí!
Estoy saliendo del metro de Gran Vía detrás de Fabio McNamara. Toda la gente que me tuve que quitar de arriba en aquella escalera. Esa escenita clásica de la cabeza de la persona que va delante de ti pero que no puedes alcanzar.
Casi una cuadra. Él va más deprisa. Hasta que lo alcancé y empezó el patético lamento del groupie. De entrada dije “fan”, y “lo más grande”, y el título de dos cuadros suyos. “Y es que mira, yo estoy aquí en España por esto y por lo otro…”.
―Perdona ―me decía Fabio.
Él seguía caminando. Más deprisa. Y yo más deprisa…
―Perdona ―me decía Fabio.
“Y me gustaría ver la posibilidad de que nos pudiéramos ver y hablarte un poco de lo que yo quiero hacer aquí e involucrarte en eso...”.
Fabio ya corre. Y yo corro. Y él sin mirarme a la cara.
―Perdona ―me decía Fabio.
“Y si quieres podemos quedar donde tú me digas, a la hora que quieras…”.
Dos cuadras. Y yo seguía hablando.
―Perdona ―me decía Fabio. Y yo seguía. Y Fabio sin detenerse, sin mirarme a la cara, cierra su frase:
―Perdona, es que voy tarde a misa.
Y sigue corriendo. Sin nadie al lado.
En el metro nos sentamos en este orden: Jorge, Jacqueline, y yo.
Sonó el teléfono. Era mi abuela, que me llamaba dos veces al día. A veces hasta tres. Por cualquier cosa. Esas conversaciones que empiezan más o menos así: “acabamos de llegar de / fuimos a”. (Cuando yo estaba en Madrid, mis abuelos por parte de madre estaban de vacaciones en Santander, con la familia de mi abuelo).
―Dice mi abuela que acaba de salir de la iglesia del pueblo ―digo―. Que rezó mucho por mí. Y que no siga poniendo en Facebook cosas de política que yo no soy mi abuelo. Les manda un beso.
Nelson Rodríguez
Acabo de regresar de Gibara y quizá por eso tengo a Humberto Solás muy presente. Sus canas, su camisita blanca, su fuerza. Estar en el festival que él creó, me ha hecho pensar. Y como algo muy natural, si uno piensa en Humberto es imposible no sentir la presencia de Nelson Rodríguez.